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Como no se quería convencer le agregué que según mi modesta opinión la fortaleza consiste en vivir sin pensar. Me preguntó entonces por qué no empezaba yo misma por no pensar y le tuve que decir que era a pesar mío que pensaba, y que ser simple es una bendición del cielo que no todos tenemos.

Su argumento siguiente fue que ser simple no es ser fuerte. Dijo textualmente con todo desparpajo: «yo soy fuerte, más fuerte que un bruto, porque pienso» pues fuerte es quien piensa y se sabe defender.

Se lo rebatí diciéndole que el hombre cuanto más piensa más se debilita, pues sus interrogantes no encuentran respuesta, y finalmente se tiene que suicidar, como ha sido el caso de filósofos tales como Schopenhauer y otros.

Eso lo dejó sin saber qué contestar por unos minutos, se debatía interiormente como una fiera herida que quiere aparentar que la bala no dio en el blanco. Como no respondía le seguí diciendo cosas, especialmente lo difícil que es conducirse en la tierra para el hombre inteligente, asediado por tantas incógnitas, mientras que para un bruto bendecido de Dios todo es tan fáciclass="underline" trabajar, comer, dormir y reproducirse. Para la mujer también puede ser fácil la tarea, jmes se casa con un bruto y se ampara en él.

Toto volvió al ataque preguntándome qué me hacía pensar que Dios bendecía a los brutos, y ante todo en qué me basaba para estar tan segura de la existencia de Dios.

Para responder me valí del argumento católico, es decir que la existencia de Dios nos es revelada en un acto de fe, la cual es ciega y ajena a lo racional.

Me preguntó entonces qué haría yo si no creyera más en Dios, y le respondí que en ese caso me mataría. Entonces argüyó que yo me servía de la idea de Dios para rechazar la idea del suicidio. Mi respuesta fue que la fe es la intuición que se tiene de Dios y las intuiciones no se explican.

Me preguntó entonces si había visto una película francesa cuyo título él había olvidado. Para tratar de hacérmela recordar me la contó toda. Jamás la vi ni la oí nombrar. Trata de lo siguiente: un señor feudal de la Borgoña, poderosísimo y respetado por sus siervos, cría a sus numerosos hijos junto con niños escogidos entre los más fuertes e inteligentes nacidos en la gleba. El señor feudal se propone formarlos como verdaderos soldados y estrategas y durante el día los hace adiestrar con los mejores maestros de Francia. Pero este señor feudal tiene una doble faz, tan bueno de día pero de noche se dedica a destruir lo que construye de día. A cada uno de sus protegidos (a sus hijos incluso), durante el sueño, aplica un tratamiento diferente. A uno le coloca sanguijuelas en los brazos y el cuello, para que le chupen la sangre y lo vuelvan débil físicamente; a otro le abre la boca y dormido le hace sorber licores creándole poco a poco en el organismo la necesidad de más y más alcohol, que le irá afectando el cerebro; a otro le susurra en el oído terribles historias en contra de sus compañeros, le dice que es el mejor alumno pero que todos se han confabulado para negarlo; a otro más, un niño ya adolescente, le presenta una esclava semidesnuda que desaparece por un pasadizo secreto en el momento en que el adolescente la va a perseguir; y así a cada uno de ellos aprovechándose de que mientras duermen sus fuerzas inconscientes están sueltas y seguirán las pistas fatales que el señor feudal les indique.

Pasa el tiempo, pese a todo en muchos de estos jóvenes guerreros hay buenas dotes innatas que se han desarrollado como han podido. Llegará pronto la primera batalla. El señor feudal ha prometido riquezas sin fin a sus hombres si se imponen en la batalla; les ha prometido una existencia feliz que incluye la condición más preciada en la Edad Media: paz de espíritu.

Para poner a prueba a los jóvenes, el todopoderoso feudal ha contratado secretamente a un ejército de mercenarios al servicio de la destrucción y al alba de una negra noche hace sonar el clarín de la pelea. La batalla dura días, los ejércitos se encuentran en un bosque espeso. Las mujeres de Borgoña esperan a sus hombres con ansia.

Y ellos vuelven derrotados. Algunos físicamente no resistieron, otros para calmar los nervios tomaron demasiado vino antes de la pelea, otros envenenados de envidia ante compañeros superiores atacaron a éstos por la espalda para probar el filo de sus sables, antes de enfrentar al verdadero enemigo.

El señor feudal recibe a los vencidos, y los jncrepa, echándoles en cara no haber sabido desbaratar las trampas del mundo: gula, lujuria, envidia, miedo, etc. Llega la hora de los castigos, y a cada uno de sus guerreros tiene reservado un castigo adecuado a la culpa. Y termina la película con que el señor feudal deja la cámara de las torturas pues es de noche y tiene que ir a ocuparse de los niños de la nueva generación, que están durmiendo en otra ala del castillo.

Este era el argumento. Me preguntó qué pensaba yo del protagonista. Le dije que era un monstruo. Y me respondió que no era tan monstruo si lo comparaba con Dios. Casi lo estrangulo, pero me contuve y le pregunté por qué.

Respondió que el señor feudal se aprovechó de seres tiernos para inyectarles los venenos de la tierra y después, llegados a la edad del libre albedrío, someterlos a pruebas superiores a sus fuerzas. Si hubo alguno fuerte que resistió, allá él, pero la mayoría sucumbió a las tentaciones y terminó su existencia en la expiación, es decir el tormento. Y todo podría haber sido evitado, si esos guerreros hubiesen sido preservados de las infecciones del mal. Si el señor feudal hubiese desterrado de su castillo al mal, todo se habría evitado.

Bien, aquí, en un momento impulsivo yo sin pensar dije una tontería: que el señor feudal podría no haber efectuado su obra destructora pero que el mal lo mismo se hubiera colado por alguna grieta de las piedras del castillo. Entonces Toto respondió que por eso Dios era peor que el señor feudal, pues Dios sí tiene las fuerzas para hacer lo que quiere, es todopoderoso, y por lo tanto podría también terminar con el mal en la tierra, pero que en cambio prefiere divertirse viendo cómo sus débiles criaturas son aplastadas por las fuerzas superiores del enemigo.

Respondí entonces con el argumento católico, es decir que el hombre tiene libre albedrío, y que si cae es por su propia culpa. Dijo Toto entonces que si el hombre caía era porque su propia estupidez y su propio vicio así lo querían, pero que nadie desea la propia perdición, y si todos nacieran no estúpidos e impermeables al vicio no habría necesidad de infierno, porque todos lo sabrían evitar muy bien.

La tesis final de Toto fue que Dios ha hecho posible la existencia del mal, y ha creado seres imperfectos, por lo tanto no puede ser perfecto, y más aún, tal vez Dios sea una fuerza sádica que se regocija en contemplar el sufrimiento. Por lo tanto él prefiere no pensar que existe un Dios, porque si fuera imperfecto resultaría el peligro público número uno.

Bien, esta fue su argumentación. Yo no supe encontrar el modo de rebatirle la tesis, y le corté el tema diciéndole que otro día, cuando estuviera lista para seguir la discusión lo iba a llamar. Estoy segura de que se me va a ocurrir algún argumento válido.

Me levanté del taburete del piano y abrí la puerta de calle. Me preguntó si lo estaba echando, lo cual no se me había ocurrido ni remontamente, y antes de que le dijera nada ya se había ido a la calle, sin decirme nada más.

Ya volverá. Fue una lástima que no se quedara porque no sé si habrá sido por la rabia pero me puse a tocar La Aurora de Beethoven y me salió como nunca.

Ya está refrescando, pero en este aire saludable de las sierras de Córdoba basta con ponerse un saquito de lana y no hay que tener miedo a un enfriamiento. A esta hora incomparable del atardecer, ante mis ojos las sierras se van volviendo azuladas, y detrás de ellas uno puede advinar el sol que está bajando la línea del horizonte, que es lo único que me gusta de Vallejos. La línea del horizonte en la pampa está hecho de un solo trazo limpio. Pero volvamos a Córdoba, ya las sierras del azulado estarán pasando a un violáceo y cuando ya no haya más luz vamos a volver al hotel a comer unos platos suculentos en el comedor, no demasiado cerca de la chimenea a leña. Durante el día fuimos a andar en sulki y cuando llegamos al arroyito hubo que pasar en lomo de burro. El sol se pone más fuerte a eso de las tres de la tarde y me pude quedar con la blusa sola, nada más, sin riesgo de enfriamiento porque el aire es tan sano. El agua del arroyo es cristalina, fresca y se ve el fondo pese a que es agua torrentosa que baja con fuerza de la surgente. Hay que tener cuidado de ponerse algo en la cabeza por temor de un golpe de sol, es la única precaución que hay que tomar. Por todo el ejercicio hecho durante el día al aire libre, a la noche llegamos con mucho apetito al comedor. Y luego jugábamos algún partido de damas o dominó hasta sentir que la digestión marchaba bien y ya nos podemos retirar a dormir, pues estamos realmente cansados Es la vida que se hace en las sierras de Córdoba. Hace dieciocho años que fuimos quince días con papá y mamá a ver si se me pasaba el asma, en octubre hará exactamente dieciocho años. Al volver a Buenos Aires me volví a sentir mal como antes.

La madre de Paquita irá este año a Córdoba, después del casamiento de la hija. Me quisiera poner en su pellejo y volver a ver las sierras. A casi una hora del hotel donde estábamos se podía ir en sulki hasta un pueblito antiguo con ruinas de las misiones y una iglesia vieja hecha por los jesuítas. Cada piedra parece que con los años se hubiese vuelto viviente, e impregnada de fe. Los tañidos de las campanas de la mañana dan el sonido más afinado que ningún instrumento pueda dar. La madre de Paquita entrará a misa con el marido, y los dos darán gracias a Dios por una vida llevada a cabo con sacrificio pero tocada por la bendición de Dios. Será el primer viaje de la madre de Paquita, y la primera vez que el padre salga de Vallejos desde que llegó de España. Pero verán que todos sus sacrificios, han sido premiados, han cumplido su misión, de criar una criatura y darle una educación y encaminarla en la vida. El padre de Paqui es un hombre que no dice ni una palabra, no tiene conversación para nada, pero a la hora que uno pase por la sastrería está ahí cosiendo sin moverse.

Me habría gustado tener un marido callado, me parece que debe tener cierta riqueza espiritual. Qué aventura será para una mujer casarse con un hombre y poco a poco ir desentrañando su alma. La madre de Paqui cuando llegue a esa iglesia, pues se la voy a recomendar con todo entusiasmo, se va a hincar y no va a poder pensar que «Dios es una fuerza sádica que se regocija en la contemplación del sufrimiento». Ella va a rezar dando gracias por todos los bienes recibidos, y hasta es posible que de felicidad se sienta en deuda con Dios y le ofrezca alguna pequeña dádiva o promesa.

Aun en el caso de que la madre de Paqui fuera como yo, o digamos directamente, si la madre de Paqui fuera yo, con mis amarguras por dentro, y mis dudas con respecto a lo que Dios se propone, aun en ese caso habría una solución, porque yo seguiría el ejemplo de mi marido, que es un hombre lleno de silencio, de aceptación de su destino, lo cual lo hace tan trabajador. Con un ejemplo así en la casa basta, y apoyando mi cabeza sobre su hombro cada noche al dormirme, algo de su calma y fortaleza se me contagiarían.

Por eso me repito que la belleza de las sierras, el agua cristalina, las campanadas, la música de Chopin, y la del pobre Schubert, existen en la tierra, así como indudablemente existen mujeres que logran descansar toda la noche, con la cabeza apoyada en el hombro de un marido que a la mañana se levantará para trabajar y dar a su familia todo lo que pueda. Tal vez yo esté idealizando demasiado, todas las mujeres casadas se quejan de la vida que llevan, pero yo, como de costumbre, no puedo decir nada, porque no sé cómo sería vivir al lado de un hombre para toda la vida. Me moriré sin saber nada de la vida. De alguna de esas cosas lindas le querría hablar a Toto, pero todo argumentado de una manera que descarta su tesis. Por dentro algo me dice que la tesis de Toto no es cierta, pero no sé cómo atacársela. En realidad es un atrevimiento de mi parte ponerme a filosofar, y lo mismo de parte de el. No me quiere decir de qué autor sacó su famosa tesis, pues ya aclaró que no era de una película; cuando se apareció a mostrarme la fotografía que le mandaron sus compañeros del «Washington» (seguramente para hacerme rabiar de que él tenía alguien que le escribía y yo no) se lo pregunté y no me quiso decir.

En la foto está su famosa Tatiana, dos chicas más de su división, más bonitas que Tatiana, que me pareció un poco desteñida, y un muchacho que según Toto es celador y ya se está recibiendo de abogado, y otro muchacho más, rubio, buen mocísimo. Pero todos parecen ser grandes para ser amigos de Toto, y Tatiana me parece ya una señorita hecha, no para Toto.

Este estaba inflado como un pavo real, orgulloso de su foto: entró sin mirarme, tenía la mirada perdida en un punto equis del espacio, como el profesor de Armonía del Conservatorio, Toto cada vez me hace recordar más a ese antipático invertido, está muy afeminado de modales. Que Dios me perdone el mal pensamiento pero los veo muy parecidos, aunque no le deseo esa desgracia, si todos los invertidos son como el de Armonía resultan una peste, gente venenosa y llena de chismes y favoritismos. A las alumnas mujeres nos daba una vida de perros, y delante de todos miraba al muchacho de la limpieza, que pasaba con la pala y la escoba, un tipo de las cavernas, y lo miraba pasar como a una corista del bataclán. Se sentía atraído por el tipo cavernario, porque los extremos se tocan. Qué desgracia.

Esa mala idea se me puso en la cabeza cuando Toto vino con la foto, antes jamás se me había ocurrido, y me avergüenzo de mi maldad. Pero le pregunto a Todo quién era el muchacho rubio y me contestó que no lo conocía, y se puso colorado como un tomate. Yo mirándolo fijo en los ojos le pregunté por qué se había puesto colorado. Me contestó lo siguiente: «Me daba vergüenza decirte pero resulta que es el más buen mozo del colegio y una chica me dijo que yo me parecía a él, y que ai llegar a quinto año yo voy a ser como él». Bien, basta de malignidad, es cierto que las solteronas tienen la imaginación más negra que haya. Lo que debo hacer es no permitirme más cierto tipo de discusiones, si yo tengo mi fe es porque la tengo, quién es él para venir a inspeccionarla. También me irritó su nueva idea de irse al Tibet; según él no se dará paz hasta ir a conocer el Tibet. Siempre pidiendo lo imposible.

Yo me conformaría con ir a conocer Mar del Plata, ya que nunca vi el mar. Pero en realidad me parece que lo que más satisfacción espiritual me daría es otra cosa. Claro que si la pido estaré también yo pidiendo lo imposible. Yo simplemente querría quedarme aquí en Vallejos, y conocer a un hombre de bien. Hablo de un hombre simple, alguien como el padre de Paquita que trabaje largas horas sin queja, en silencio, para mis hijos. Sé que estoy pidiendo lo imposible, pues nadie me quiso cuando joven, y menos me van a querer a los treinta y cinco años, con la palabra solterona inscripta en la frente.