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La comunicación mejoró un poco y David le preguntó:

– ¿Dónde estás?

Lo tranquilizaba imaginársela. Por lo general lo llamaba desde el jardín y le describía lo que estaba en flor o la sensación del sol sobre su piel. Casi podía verla allí: con esos mechones de pelo negro que le enmarcaban la cara, los ojos negros que solían revelar el verdadero significado de sus palabras, el cuerpo delicado que no dejaba traslucir su fuerza interior.

– Estoy en un tren.

David se incorporó y entrecerró los ojos mientras encendía la luz.

– ¿Adónde vas? ¿Es por algún caso?

– No exactamente. Una vieja amiga me pidió ayuda. Y voy a ver qué puedo hacer.

David reflexionó. Tenía que cuidar cómo se lo preguntaba.

– Pensé que estabas arreglando las cosas, que tu próximo viaje sería venir aquí.

– Iré…

– ¿Algún día? ¿Con el tiempo?

Hu-lan prefirió pasarlo por alto.

– Sabes que te echo de menos. ¿No puedes venir tú?

David acababa de despertarse. No podía enfrentarse otra vez a esa conversación y a esa hora.

– Bueno ¿dónde estás?

– Camino de la provincia de Shanxi, en el interior. -hizo una pausa y añadió-: Voy a un pueblo cerca de Taiyuan.

David notó la vacilación en su voz, a pesar de la distancia y las interferencias.

– ¿A qué pueblo exactamente? -trató de sonar tranquilo.

– Da Shui, donde estaba la granja Tierra Roja durante la Revolución Cultural.

– Dios mío, Hu-lan ¿por qué?

– No te preocupes. No sabes todo sobre ese lugar. -Probablemente ése era el eufemismo del año, pensó David-. Tengo una amiga allí… ella… Bueno, ahora no importa. Su hija ha muerto, aparentemente un suicidio, pero Su-chee cree que es algo más.

– ¿Por qué no acude a la policía local?

– Fue al Departamento de Seguridad Pública, o sea, el ministerio a escala local. Pero ya sabes cómo son las cosas por aquí. -Corruptas, sí, lo sabía-. Escucha, seguramente no será nada -continuó Hu-lan-, pero lo menos que puedo hacer es un par de preguntas para que Su-chee se quede tranquila, es una madre. -La palabra llegó a través del a línea con una fuerza tremenda. Era otra de las cosas de las que a Hu-lan no le gustaba hablar-. Perdió su única hija.

– ¿Cuándo volverás?

– Tuve suerte de encontrar un billete en el tren semiexpreso a Datong. Lo que significa que haremos sólo unas diez paradas durante las próximas seis horas. Mañana cogeré otro tren a Taiyuan. Después estaré un par de días en Da Shui, y luego el viaje de vuelta. Estaré en Pekín la semana próxima. -Como David no respondía, añadió-: No te preocupes.

– ¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?

– No sé muy bien cómo van a ser os próximos días. Así que te llamaré yo.

– De acuerdo -dijo, a pesar de que no le gustaba. Por el teléfono le llegó el ruido del pitido del tren.

– Escucha -dijo Hu-lan-, estamos a punto de hacer una parada. Con toda la gente que sube y baja no vamos a oír nada. Quiero preguntarte algo: ¿has oído hablar de Knight International?

– ¿Así? ¿A cuento de nada?

– Miao-shan trabajaba allí. Es una empresa norteamericana. ¿La has oído nombrar?

– ¿Y quién no? -respondió David-. Es enorme. La sede central está en la costa Este, no sé muy bien dónde, pero tiene mucha relación con Hollywood.

– ¿Pero qué hace Knight?

– Se dedican, padre e hijo, a fabricar juguetes. ¿Conoces a Sam y sus amigos? ¿Lo emiten allí? Es un programa de televisión para niños. Sam y sus amigos son unos dibujos animados. En realidad nunca vi el programa, pero los anuncios sí. Creo que Knight hace muñecos. ¡No! ¿Cómo se llaman? ¡Figuras animadas! Hay una figura animada para cada uno de esos malditos “amigos” y anuncios también. ¿Así que los fabrican en China? ¡Dios mío!

– ¿Tan grande es?

– ¿Recuerdas la locura por las muñecas Repollo? ¿Teníais en China?

– No; creo que no.

– ¿Y cosquillas?

– Tampoco.

– ¿Y los bebés Beanie?

– No; sólo conozco Barbie.

– No; Sam no es como Barbie. Los muñecos Sam son un auténtico furor. Los niños se vuelven locos por ellos.

– ¿Cómo sabes tanto sobre el tema?

– Es lo que trato de decir. Cada vez que una nueva remesa llega a las tiendas lo ponen en las noticias. Los padres hacen colas que rodean la manzana para comprarlos. La demanda supera la oferta. Sale en las páginas de negocios prácticamente a diario. Las acciones Knight están por las nubes. Tenemos una empresa que funciona durante setenta años, sale ese programa y los chicos se vuelven locos. Es un fenómeno.

– Y Knight fabrica los juguetes en Shanxi -murmuró ella pensativa.

– ¿Por qué te sorprende, Hu-lan? La mitad de todo se fabrica en China.

– Sí, en la Zona Económica Especial de Shenzhen -dijo Hu-lan mientras el tren volvía a pitar-. En la provincia de Guangdong, cerca de Shanghau. ¿Pero en Shanxi? Por ahí no hay nada, David. -las últimas palabras se perdieron en medio del ruido que había detrás de Hu-lan-. Estamos en la estación -dijo-. Te llamo más tarde. Te quiero.

La comunicación se cortó.

David no pudo volver a dormirse. Cuando acabó de ponerse el short y unas zapatillas ya había suficiente luz como para correr alrededor del lago Hollywood. Era alto y delgado y el pelo negro empezaba a clarearle en las sienes. Sus ojos azules solían teñirse del color del lugar en que estaba. Esa mañana, con la niebla que aún ocultaba el color del agua y el cielo, los ojos estaban moteados con los reflejos del verdor que o rodeaba.

Corría paso rápido y sabía por qué. Ciertas cosas dichas por Hu-lan -la granja Tierra Roja, la Revolución Cultural, un aparente suicidio- le habían provocado ansiedad. ¿Acaso le ocultaba algún otro secreto? ¿Correría peligro en ese lugar? ¿Era física o mentalmente saludable para ella ir allí? A cada paso trataba de convencerse de que no había nada de qué preocuparse. Hu-lan trabajaba para el Ministerio de Seguridad Pública. Nadie se metería con ella, especialmente en el campo. Además, la chica se había suicidado. Eran los casos más fáciles para cualquier cuerpo policial.

Una vez Hu-lan resolviera la cuestión, probablemente volvería a Pekín, prepararía el equipaje y se reuniría con él. ¿A quién quería engañar? Hacía tres meses que hablaban del tema por teléfono y correo electrónico. En marzo Hu-lan le había prometido que iría a Los Ángeles. “Estaremos juntos”, le dijo, y él la había creído. Empezó a hablar con funcionarios del gobierno y a rellenar formularios para un permiso de residencia permanente. Pero los días se habían convertido en semanas y las semanas en meses conforme las dudas de Hu-lan afloraban.

Había perdido tanto en la vida que, aunque lo quería con locura -y de la profundidad de su amor David estaba seguro- todavía tenía miedo de lo que podía perder. Pero jamás lo diría y era imposible hacerla hablar del tema sin que se escabullera. En cambio, manifestaba que no quería sacar a la madre de su ambiente. “Tendrías que haber visto hoy a mi madre. Estuvimos hablando media hora”. O: “Mamá hoy ha estado muy mal. ¿Cómo podré reparar el daño que le he causado?”. “Tráela aquí -solía decir David-. Trae también a la enfermera. Me ocuparé de arreglarlo”. Pero Hu-lan siempre tenía otra excusa. De modo que sus conversaciones habían cambiado. Ahora Hu-lan, en lugar de ir a California, quería que David fuese a China. “Me dijiste que si no iba vendrías a buscarme, ¿no?”.

¿Pero cómo iba a ir? Tenía un empleo en la oficina del fiscal. Su familia estaba en Estados Unidos, sus amigos también. Lo mismo era válido para Hu-lan. También tenía su trabajo y su familia. Por eso estaban en punto muerto.

– Los dos somos personas muy tozudas -le había dicho David una vez-. Ceder no forma parte del carácter de ninguno de los dos.

La risa de Hu-lan había reverberado en la línea telefónica.

– No tiene nada que ver con eso. En China las relaciones son siempre así.

Después empezó a farfullar sobre una pareja que conocía. Resulta que se habían casado, pasaron un día juntos y a él lo trasladaron a Shanghai. De eso hacía dos años. Desde entonces ambos matrimonios habían pasado juntos tres noches en total. Otra pareja se había conocido en la Universidad de Pekín y se casaron. Chai Hong y Mu Hua habían tenido que luchar para conseguir la autorización para la boda. El problema era que ella venía del a provincia de Hebei y él de la de Zheijian. Los funcionarios podían darle la autorización para la boda, pero no podían garantizar que el siguiente departamento les diera los permisos de residencia en la misma ciudad. Pero Hong y Hua, como eran constantes e idealistas, al final consiguieron la autorización y se casaron. La cuestión fue que cuando acabaron la carrera, de eso hacía ya veinte años, cada uno tuvo que volver a su provincia. Desde entonces no habían vuelto a vivir juntos, salvo alguna que otra semana en período de vacaciones. Por tanto, para gente de distintos países los problemas debían de ser aún mucho mayores.