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– Tapará el desastre -contestó Doug-. Supuse que podríamos negociar con un abogado, pero no contaba con la policía.

“cuando apareció la inspectora tuvimos que cambiar de estrategia. Pero no te preocupes, pensamos renacer de las cenizas.

David volvió a dirigir su atención a Hu-lan. No se había movido, pero las dos chicas sí. Una de ellas avanzaba de máquina en máquina, mientras la otra andaba a gatas con mayor precaución. Ambas iban pasando alguna contraseña. Amy Gao, que parecía una aparición fantasmal entre nubes de pelusa, no se daba cuenta de sus movimientos, mientras los dos hombres en el centro de la sala seguían ajemos a la atmósfera cargada de tensión.

– Lo único que tenías que hacer era retirarte el negocio -dijo Doug-. ¡Pero mira lo que ha costado! Me parece que no eres tan inteligente como dicen.

– ¿Y quieres que crea que lo hiciste por la tecnología? -preguntó Henry con sarcasmo.

Doug le dedicó una mirada desdeñosa y dijo:

– Papá -pronunció la palabra con la petulancia de un adolescente rebelde-, era la base, el potencial de este país. ¡Mira alrededor! ¡Podíamos tener todo esto por nada! Pues sí, padre, fue por la maldita tecnología. Diste en el clavo. Es mucho más que Sam y sus amigos. Las otras empresas de juguetes la querían. Los estudios de cine habrían llamado a la puerta. Piensa en lo que supondría para la Warner y las películas de Batman, o para la Paramount y la franquicia de Star Trek, o para Lucas y el imperio de La guerra de las galaxias. Todo lo viejo podría volver a ser nuevo, y todo lo que es nuevo podría…, Bueno, no es la primera vez que se habla de juguetes interactivos, pero tú los hiciste. Setecientos millones eran migajas. Incluso si calculamos cien millones al día, y en bolsa nuestras acciones cotizarán treinta a uno, que no deja de ser una cifra modesta en estos tiempos, tendríamos una empresa valorada en tres mil millones que continuaría subiendo.

Henry se mantenía impertérrito.

– Nuestra familia se ha dedicado a los juguetes -dijo al fin, decepcionado-. ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar lo que eso significa?

Doug apartó al vista de su padre y observó a algunas mujeres encogidas de miedo. Verlas le hizo recordar lo que ocurriría a continuación.

– Lamento que lo veas de esa forma, padre. Amy, creo que ya es suficiente. Salgamos de aquí.

Amy se reunió con él taconeando con energía y dejando tras de sí un rastro de pelusa e hilachas. Doug sacó un mechero del bolsillo, sopesándolo con la mano izquierda.

– Sólo hay una cosa que necesito saber -dijo-. ¿Pensabas que podía hacerme cargo de la empresa? ¿Alguna vez se te pasó por la cabeza?

David se agachó, preparado para saltar. observaba atentamente a Henry, Esperando una señal y vio, al igual que Doug, la mirada del anciano.

– No, Doug. Nunca -admitió con tristeza. Darse cuenta de la poca confianza que tenía en su hijo era incluso más doloroso que el hecho de que fuera un asesino.

Doug, con el revólver en la mano derecha, abrió el mechero. En ese instante cientos de mujeres se levantaron en masa. De inmediato se les unieron las que no habían recibido la contraseña. David no tuvo la menor oportunidad de atacar. En aquel momento se oyó un chillido en mandarín, algo que chasqueaba, y las máquinas que volvían a funcionar.

Doug avanzó unos pasos empuñando el revólver. Amy cogió el suyo. Las mujeres se abalanzaron sobre ellos y derribaron a Amy. Doug luchó, disparó dos tiros, se liberó de las manos que lo apresaban, perdió el equilibrio y fue a parar contra una de las máquinas. Del corro de mujeres surgió un chorro de sangre. El aullido de Doug fue espeluznante y breve.

Al cabo de unos momentos volvieron a parar las máquinas y un extraño silencio inundó la planta. David se abrió paso entre las mujeres uniformadas de rosa. Doug había sido atrapado por las pinzas de la máquina de triturar fibra. Su cuerpo era un amasijo sanguinolento. Henry estaba de pie a su lado, con una mano sobre el tobillo inanimado de su hijo.

David oyó a la señora Leung por el altavoz. Dando instrucciones. Las mujeres obedecieron y empezaron a encaminarse de forma ordenada hacia la puerta. David corrió hacia el cuerpo desplomado de Hu-lan. Un par de adolescentes estaban arrodilladas a su lado. Le buscó el pulso y no lo encontró, auscultó el pecho y no oyó nada.

Alguien gritó. Después otro grito, y otro, como si a la tranquilidad sobrenatural la sustituyera el pánico. Una de las muchachas que sujetaba la mano de Hu-lan miró a David aterrorizada. Dijo algo que él no entendió. Se lo repitió una y otra vez. Finalmente descifró lo que decía: ¡fuego!

Cogió a Hu-lan en brazos y se levantó. Entonces vio las llamas que asomaban por encima de la fibra apilada. Riadas de mujeres se amontonaban y empujaban para salir mientras las llamas se extendían con rapidez. David con Hu-lan y las dos adolescentes pegadas a su lado, se unió a las demás en un intento desesperado por escapar. El humo acre llenaba el aire y el pánico aumentaba. Moriría mucha gente si alguien no hacía algo. David depositó los pies de Hu-lan en el suelo e indicó a las dos muchachas que la sujetaran por las axilas y la sacaran del edificio. Miró de nuevo el rostro macilento de Hu-lan, se dio la vuelta y desapareció en la humareda.

25

Debido a la insonorización del edificio, la mayoría de víctimas se produjo en la planta de montaje final. Cuando el fuego se extendió lo suficiente para alertar a las mujeres que trabajaban allí, el humo de plástico y fibras ardiendo hicieron imposible cualquier posibilidad de supervivencia. Por suerte, casi todas las mujeres habían salido por la zona de montaje previo, donde había trabajado Hu-lan. Pero también allí murieron algunas obreras por inhalación de humo o aplastadas por la desbandada. La ubicación de la fábrica también dificultó las operaciones y varias mujeres fallecieron camino a Taiyuan. Otras murieron en el hospital, colapsado por la gran cantidad de heridos. El recuento final arrojó 176 víctimas.

David hizo lo que pudo para sofocar las llamas con los sacos de arpillera para el relleno de Sam y sus amigos. La señora Leung, que se había quedado a su lado casi hasta el final, colaboró con un par de extintores, gracias a los cuales consiguieron salir vivos del edificio. El gobierno central concedió una condecoración a la señora Leung.

Con respecto a Hu-lan, cuando David salió del edificio en llamas, jadeando, con los ojos llorosos y los pulmones que le abrasaban, la encontró tendida en el suelo acompañada por las dos chicas que la habían socorrido. El único indicio de que seguía viva era que la piel irradiaba un calor febril. Sabía que cuando llegaran las ambulancias los médicos la considerarían como un caso menos urgente, ya que parecía tranquila y sin quemaduras. David se tambaleó, volvió a paso ligero al edificio de administración, atravesó los pasillos desiertos hasta la sala de conferencia, pensando que tendría que sacar las llaves del coche del cadáver de Lo.

Sin embargo, Lo estaba herido pero consciente. Ayudó al inspector a llegar hasta el coche, condujo hasta donde estaba Hu-lan, la depositó en el asiento trasero junco a Siang, la muchacha que hablaba un poco de inglés, y con las indicaciones de Lo, salió del complejo y se dirigió al hospital de Taiyuan antes de que llegara el grueso de heridos.

Fue una buena idea llevar a Siang, ya que cuando llegaron al hospital Lo estaba inconsciente. Siang mostró las placas de Lo y Hu-lan del Ministerio de Seguridad Pública a la enfermera, que de inmediato buscó ayuda. Se llevaron a ambos y David se quedó esperando.

Siang no disponía de conocimientos suficientes del idioma para traducir las palabras del médico, pero encontraron a una doctora que había estudiado en el hospital John Hopkins. Aun así, las palabras y su significado -anoxia, taquiapnea- le resultaban tan poco familiares como el mandarín. Incluso de las palabras que comprendía, ignoraba su significado. El médico intentaba explicarle que la infección se había extendido tanto que el corazón, el cerebro o el hígado de Hu-lan podían fallar en cualquier momento. Si se trataba de una infección vírica, añadió el doctor apesadumbrado, no se podía hacer nada. Disponían de veinticuatro horas, si ella se mantenía con vida, hasta los resultados del cultivo de sangre. Entretanto se le suministrarían potentes antibióticos.

Aquellas veinticuatro horas fueron las peores de la vida de David. Ahora sabía a qué se debía la debilidad de los últimos días: los síntomas de gripe, el sopor, la fiebre seguida de escalofríos, la respiración acelerada, las débiles pulsaciones. La culpabilidad que sentía sólo era comparable al terror por la perspectiva de perderla.

Al final encontraron la combinación de antibióticos adecuada y los médicos anunciaron que Hu-lan probablemente se salvaría. Pero no podían garantizar la supervivencia del feto. Su corazón latía, pero había que realizar más pruebas.