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David no hizo caso de la broma de Keith.

– Una amiga de ella tenía una hija que trabajaba en una fábrica Knight en China -continuó David-. No sabía que tuvieran fábricas allí.

– Tienen una. El viejo Knight se considera el último grito en cuanto a producción. ¿Y hay algo más moderno que China? -Al ver que David no respondía, continuó-: Estuve allí ocupándome del papeleo y trabajando con los contables americanos de Knight para poner todas las cuentas en orden para la inspección de la Comisión de Valores y Cambios. He visto muchas cosas.

– ¿Cómo qué?

Keith reflexionó.

– Nada demasiado estimulante. La fábrica está en el quinto pino, y te aseguro que esos contables que Knight mandaba sufrían un choque cultural impresionante con la comida y las rarezas del lugar. Llegaban y se largaban lo más rápido que podían. -Y añadió casi sin pensar-: Knight sólo emplea mujeres, no sé por qué. Algunas también son guapas. -Volvió a enjugarse la frente.

David lo miró tratando de comprender las extrañas fluctuaciones en la conducta de Keith.

– ¿Qué pasa? -le preguntó al fin.

– ¿A qué te refieres? -ahí estaba otra vez ese tono irritado, lo último que David se esperaba de su amigo y colega de tantos años.

– Nunca te había visto tan tenso. ¿Qué pasa?

Los ojos de Keith parecieron llenarse de lágrimas, pero disimuló levantando la copa para beber otro trago de coñac.

– Si no confías en mí no puedo ayudarte -insistió David.

Keith dejó la copa.

– Estoy en un aprieto -dijo con la vista fija en el borde de la copa-. Estoy en un lío y no sé qué hacer.

– ¿Qué pasa? ¿Puedo ayudarte?

– Es personal.

– ¿Keith, nos conocemos hace mucho tiempo…

– Y profesional -añadió mirándolo a los ojos.

Por segunda vez aquella noche, el respetable -y a veces horrible- código ético al que se adherían los abogados honrados se interponía en la conversación. Podían bordear el código, es decir, David podía hacer preguntas generales sobre un cliente (Tartan) o sobre lo que éste tenía entre manos (la adquisición de Knight) y Keith habría podido incluso responderlas, aunque esa noche sin duda no lo había hecho. ¿Pero intercambiar información auténtica sobre un caso concreto, un cliente concreto, un acto concreto que implicaba jurisprudencia? Divulgar que un abogado estaba metido en algo turbio, siniestro o directamente ilegal era otra cosa. Ambos sabían que era tabú.

David respiró hondo.

– ¿Necesitas algo? -dudó un instante y preguntó-: ¿Necesitas hablar con alguien del Departamento de Justicia o del FBI? Ya sabes que puedo arreglarlo.

Pero Keith se limitó a menear la cabeza.

– No sé qué voy a hacer. Lo único que sé es que quiero arreglar las cosas.

La conversación se había encallado. Keith estaba entre la espada y la pared, pero en un punto en el que aún no quería o no podía hablar de ello. Le sonrió lánguidamente y apartó la mirada.

– estoy molido. Larguémonos de aquí. -Hizo señas a la camarera, que le trajo la cuenta-. No te preocupes -dijo mientras pagaba-, todavía puedo permitírmelo.

Cuando se puso de pie y se dirigió a paso vacilante hacia la puerta, David vio que se tambaleaba un poco.

Salieron al aire fresco de la noche. Al día siguiente era Cuatro de Julio. En Los Ángeles, podía significar fácilmente niebla espesa o una ola de calor. Ese año amenazaba bruma. Se quedaron charlando unos minutos en medio de la humedad y la bruma. David se preguntó si Keith, que había bebido tanto, podía conducir.

– Tengo el coche aquí. ¿Te llevo? -se ofreció.

Keith meneó la cabeza.

– No; voy otra vez a la oficina. Tengo que mandar unos faxes.

Las oficinas de Phillips, MacKenzie amp; Stout estaban en uno de los rascacielos de Bunker Hill. Keith sólo tenía que cruzar Grand, pasar delante de la biblioteca, cruzar la Cinco y subir hasta Hope. No era lejos, pero el centro no era muy seguro por la noche, cuando todos los empleados ya se habían marchado a sus casas de las afueras.

– Te llevo si quieres.

– No; Caminar me hará bien. Me despejará un poco.

Se estrecharon la mano.

– ¿Comemos juntos la semana que viene? -preguntó David.

– Sí; te llamo.

Grand era una calle de dirección única. Keith miró a la izquierda y bajó el bordillo. David vio unos faros que emergían de la niebla. Keith cruzaba la calle, ajeno al coche. David pensó que el coche iba a atropellarlo, pero en ese momento aminoró la velocidad.

Entonces todo sucedió como en cámara lenta, de modo que David pudo ver cada detalle, incluso antes de que sucediera. Una mano con un arma salió por la ventanilla trasera izquierda y apuntó a Keith. Oyó los disparos y vio destellos salir del cañón. Se lanzó al suelo instintivamente. Oyó gritos detrás, probablemente otros comensales que habían salido del restaurante detrás de David y Keith e iban a buscar sus coches. David oyó las balas incrustarse en la pared y sintió una lluvia de piedrecillas y estuco que le caía encima. Desde su posición en la acera, vio que Keith se volvía y miraba a la izquierda. Si lo hubiera hecho a la derecha, habría visto el coche y se habría apartado. Pero el coche lo atropelló. Keith salió volando, agitando los brazos y las piernas y chocó contra el muro de la biblioteca con un espantoso ruido sordo. El coche se alejó a toda velocidad haciendo eses y dobló en la esquina.

Hubo un instante de silencio hasta que David oyó el ruido de tacones sobre la acera, gritos y alguien que empezaba a gemir de dolor. David se puso de pie temblando, cruzó la calle a trompicones y se arrodilló junto a su amigo. Los huesos del brazo izquierdo de Keith eran astillas irregulares blancas que salían de la carne. Las piernas, inmóviles, formaban ángulos anormales. Le salía sangre a borbotones de una herida en una pierna, probablemente donde le había dado el parachoques cromado. David le tomó el pulso en el cuello. Milagrosamente, seguía vivo.

– ¡Socorro! ¡Ayuda por favor! -gritó.

David tenía cierta idea de cómo hacer un masaje cardiopulmonar. Pero ¿debía mover la cabeza de Keith para hacerle el boca a boa? Quizá tuviera el cuello roto, lo que parecía bastante probable a juzgar por la inmovilidad del los miembros.

¿Debía masajearle el pecho? Si las heridas internas eran demasiado graves, tal vez le haría más daño. Por lo menos podía hacer algo con la hemorragia. Apretó la mano sobre la herida para cortarla. En ese momento Keith abrió los ojos y gimió. Trató de hablar, empezó a salirle sangre por la boca y abrió aún más los ojos de terror.

– Estoy aquí -dijo David-. Te recuperarás.

Al ver la sangre que empapaba sus propias manos y el charco formado alrededor de la cabeza de su amigo, David supo que le había mentido. Keith se moría y estaba aterrorizado.

Se oyó una sirena a lo lejos.

– ¿Has oído? Es una ambulancia. Aguanta. Llegarán enseguida.

Keith trató de hablar, pero sólo le salió un borbotón espumoso de sangre. Empezó a tener convulsiones y a salpicar sangre en la pared, la acera y el propio David. Le sacudió el último estertor y se quedó inmóvil.

Arrodillado junto al cuerpo, con las manos y la ropa ensangrentadas, David hizo lo que solía hacer en las emergencias: se retiró a su forma de pensar lineal. Cuando llegara la policía, los ayudaría con el informe. Había visto el coche: un jeep negro, un modelo bastante nuevo, pero no había tomado el número de matrícula. Les diría que en realidad el objetivo era él, y los agentes se ocuparían de llamar al FBI, que emitiría una orden de búsqueda y captura contra los integrantes que quedaban del Ave Fénix, a los que había subestimado tanto. En lugar de dispersarse, como había calculado, habían preparado un plan de asesinato. Pero habían fallado, y matado a Keith y herido a un transeúnte que estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado.

Diría a la policía que el conductor no había visto a Keith, puesto que no había intentado esquivarlo. Después sacaría el coche del aparcamiento y se iría a casa. Cuando llegara, seguramente un equipo del FBI ya habría registrado todas las habitaciones y volvería a instalarse allí. Durante las siguientes semanas, David conviviría con los agentes, por lo que no podía esperar nada de intimidad ni libertad. Pero antes que nada debía llamar a las oficina de Phillips, MacKenzie amp; Stout. A lo mejor era el primero en informar a Miles Stout de la muerte de Keith. Lo pondría al corriente de los detalles, le ofrecería ayuda para preparar el funeral sabiendo perfectamente que Miles querría controlarlo todo, como controlaba tantas otras cosas. Por su mente cruzó el pensamiento trivial de asegurarse de que le hubieran traído el traje azul de la tintorería para el funeral de Keith.