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En Navidad y Pascua se dedicaba a preparar festivales y banquetes. En Nochebuena ayunábamos hasta que aparecía la primera estrella en el cielo vespertino, y entonces nos regalábamos con los trece platos de pescado que mi padre había preparado. Teníamos cocinera, desde luego, pero aquel era un día especial, y mi padre era un auténtico artista de la cocina, con una receta secreta para la sopa de pescado hecha con nata, un plato polaco. Él trabajaba en la cocina mientras los niños jugábamos al rucheyok, una especie de «puente de Londres», y a slon, la pídola. En nuestro árbol brillaban velitas y peras de cristal, y estaba salpicado por todas partes con espumillón plateado que se enredaba con las estrellas de papel dorado y los ángeles. En Año Nuevo bebíamos un ponche sueco caliente y comíamos pastel de manzana. Para Pascua, mi padre cocinaba una docena de kulitch, uno por cada apóstol. Alto como un sombrero de copa, cada pastel estaba glaseado de una manera diferente y adornado con fruta o con caramelos, y yo iba andando a lo largo de la mesa del banquete y admiraba la belleza de todos: una flor de lis de fresas cortadas a láminas en este, la cresta de una ola hecha con un glaseado blanco en ese otro, diminutas banderas con palillos formando una verja en el borde de otro. En Francia, los antiguos inmigrantes rusos preparan sus kulitch en latas de café para que suban bien y queden altos.

Todo el mundo era un teatro para mi padre, y para mi cumpleaños, en agosto, no había representación más grandiosa. Estábamos siempre en la dacha en aquel mes, así que la fiesta que él preparaba iba seguida de unos fuegos artificiales de su propia invención. En la mesa, a la hora del postre, yo me sentaba en el lugar de honor; un año, mi padre colgó una guirnalda de flores de una cuerda que pasaba por un gancho del techo, y cuando me sirvieron el postre, bajó la corona de pétalos mediante una polea hasta que esta se apoyó suavemente encima de mi cabeza, mientras mi hermano y hermana mayores y mis hermanastros palmoteaban.

Hasta los campesinos de los pueblos cercanos, que nos hacían la siega y cuidaban las vacas, traían regalos de cumpleaños, cestas de huevos metidos en servilletas, cada una de ellas con una crucecita roja bordada, y se inclinaban mucho doblándose por la cintura al presentarlos. Algunos de los campesinos habían sido siervos hasta hacía diez años, cuando el abuelo de Niki, Alejandro II, los emancipó, y todavía conservaban sus modales serviles, inclinándose exageradamente de aquella manera ante sus amos.

Durante aquellos largos días de siega del heno y trilla del centeno, y recogida de setas y de bayas, las vidas de campesinos y amos estaban unidas estrechamente en una sola. Los niños de los campesinos se convertían en compañeros de juegos de los nobles, aunque solo fuera durante el verano, y todo el mundo recordaba haber jugado al gorodki con unos bloques de madera o con un bate y una bola; al babki, con cualquier trocito de metal que encontrasen; o al bory, el juego del pilla pilla. Los campesinos se unían a nosotros para comer, o para el té de los domingos, pero cuando volvíamos a Petersburgo, por supuesto, ellos se quedaban a las orillas del río Orlinka con sus cosechas, trabajando los campos, mientras yo aprendía mi arte. Gané tanto peso un verano por todas las comilonas que hicimos que cuando volví a mi escuela la maestra me riñó y me dijo que me había puesto «lamentablemente gorda». Pero ¿qué se puede hacer en el campo, salvo jugar y comer? Un momento, que me pierdo. Eso me ocurre a menudo ahora. Eran las mujeres campesinas las que criaban a los hijos de los nobles, como nodrizas y niñeras, les enseñaban cuentos folclóricos y de hadas, jugaban con ellos a las cartas y a la lotería, los acostaban por la noche, los acompañaban del campo a la ciudad y de vuelta otra vez al campo, lloraban cuando se iban al liceo o se unían a la Guardia, y luego las familias las cuidaban como si fueran parientes ancianas. ¡Si hasta Sergéi Diághilev se llevó a su niñera con él cuando se trasladó a Petersburgo, siendo ya un hombre adulto!

Nosotros, claro está, teníamos unos medios muy modestos y carecíamos de niñera. Mi madre y mi padre nos criaron y se dedicaron a nosotros. ¿Sería erróneo decir que de los cuatro hijos que tuvo con mi madre, yo era la favorita de mi padre? Después de todo, mis padres ya han desaparecido, sus rostros se han ennegrecido ya en sus tumbas, mi hermano Iósif murió en 1942, mi hermano Stanislaus falleció casi hace un siglo, en 1864, a la edad de cuatro años, ocho antes de mi nacimiento. Un hermano al que no había conocido: aquello me fascinaba, así que contemplaba durante largos ratos la fotografía que tenía mi madre en un marco de plata en su tocador, como si con eso lograra conocerle. Se parecía mucho a ella. Los demás éramos como mi padre, con la cara larga, la nariz recta, los ojos juntos. Mi hermana Julia vivió hasta los ciento dos años, ¿saben? Murió la noche después de la Nochebuena rusa hace dos años, el 7 de enero, entre las siete y las ocho, justo aquí, en esta misma habitación. Después de que murieran nuestros maridos volvimos a vivir juntas, como cuando éramos pequeñas. Mi padre vivió hasta la edad de ochenta y tres años. La longevidad es cosa de familia para nosotros, aunque no para los Románov, pero la longevidad no es inmortalidad. Lo único que te asegura es que sufrirás la pérdida de todos aquellos a los que amas, de modo que cuando finalmente mueres, estás más que dispuesta.

No estoy escribiendo todo esto: lo estoy pensando. Tuve dos ataques el año pasado. Para responder mi correspondencia voy dictando, y luego firmo con mis iniciales M R K con una mano tan temblorosa que parece como si alguna dama muy vieja hubiese escrito esas tres consonantes. Yo escribía antes con una letra minúscula, pero ahora es suelta y grande, como la de un niño pequeño. Sí, me es imposible escribir, pero no pido ayuda hasta que sé con toda seguridad que deseo compartir algo. Porque, ¿saben?, quedamos muy pocos que recordemos cómo era aquello. Después de la Revolución, tres millones salimos huyendo hacia Berlín, París, Nueva York, y allí nos apelotonamos todos juntos, hablando ruso, leyendo a Bunin, Tolstoi, Ajmátova, no a los escritores traidores, los que les gustaban a los bolcheviques, sino aquellos que nos recordaban cómo era la vida antes. Pasábamos los días tomando desayunos rusos, con té, nata, jamón, queso, huevos duros; asistiendo a misas de Pascua; sentados en teatros donde ahora actuaban actores, cantantes y músicos de los mejores teatros del zar; viajando a la Riviera cuando era temporada; intentando vivir «como antes». Aquella era nuestra frase favorita: «como antes». Podo lo que hacíamos intentábamos hacerlo como lo hacíamos antes. Esperábamos que se nos devolviera la Rusia que habíamos conocido, pero la muerte nos fue marcando uno a uno mientras esperábamos, y nuestros hijos, que se hicieron mayores en estas ciudades extranjeras, no conocen el Petersburgo ni el Moscú que, como decía el poeta Ivánov, «desapareció en la noche». Sí, si no las cuento, determinadas cosas no se sabrán nunca, y cuando pierda completamente la memoria, ni siquiera yo misma las sabré. Todo serán rumores, que no son más que la parte final de una verdad que se desvanece.

El zarevich y yo y nuestras peripecias juntos después de aquel viaje en troika, sí, esos detalles sí que los recuerdo, pero no los nombres de las niñas a las que enseñaba ballet en mi escuela hace solo siete años.