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—Seamos francos —dije al fin—. Trato de encontrar la dirección de una dama, amiga de mi hermano, que vivió aquí por la misma época que él.

El hotelero levantó ligeramente las cejas y tuve la sensación de que había cometido una torpeza. —¿Para qué? —dijo.

«¿Tendré que sobornarlo?», pensé rápidamente. —Bueno, estoy dispuesto a pagarle por su información...

—¿Qué información? —preguntó.

Era un viejo estúpido y receloso... que ojalá no lea nunca estas líneas.

—Me pregunto —seguí pacientemente— si será usted lo bastante amable para ayudarme a encontrar la dirección de una dama que vivió aquí en la misma época que Mr. Knight, es decir en junio de 1929.

—¿Qué dama? —preguntó el viejo con el tono de la oruga de Lewis Caroll.

—No estoy seguro de su nombre —dije nerviosamente.

—Entonces, ¿cómo espera que la encuentre? —dijo el hombre, encogiéndose de hombros.

—Era rusa —dije—. Quizá recuerde usted una dama rusa, una mujer joven y, bueno..., atractiva.

— Nous avons eu beaucoup de jolies dames-respondió, cada vez más distante—. ¿Cómo puedo acordarme?

—Bueno, lo más simple de todo sería revisar sus libros y buscar los nombres rusos por junio de 1929.

—Habrá muchos —dijo—. ¿Cómo encontraremos el que necesita, si no lo sabe?

—Déme usted los nombres y las direcciones —dije desesperadamente— y déjeme hacer el resto.

Suspiró hondamente y sacudió la cabeza:

—No.

—¿Quiere decir que no lleva libros? —pregunté, tratando de hablar con calma.

—Oh, los llevo muy bien. Mi negocio requiere gran orden en esas cosas. Oh, sí, he anotado todos los nombres.

Se alejó al fondo del cuarto y tomó un gran volumen negro.

—Aquí..., primera semana de julio de 1935..., profesor Ott con su mujer, coronel Samain...

—Óigame —dije — , no me interesa el mes de julio de 1935, lo que quiero...

Cerró su libro y se lo llevó.

—Sólo quería mostrarle —dijo, volviéndome la espalda (se oyó una cerradura)— que llevo en orden mis libros.

Volvió al escritorio y dobló una carta que yacía sobre el secante.

—Verano de 1929 —supliqué—. ¿Por qué no quiere usted mostrarme las páginas que necesito?

—Bueno, es algo que no debe hacerse. Primero, no quiero que un desconocido moleste a personas que han sido y serán mis clientes. Segundo, porque no entiendo por qué se muestra usted tan ansioso por encontrar a una mujer que no puede nombrar. Y tercero..., no quiero meterme en líos. Ya los he tenido bastante... En el hotel de la esquina una pareja suiza se suicidó en 1929 —agregó, de manera un tanto inconexa.

—¿Es su última palabra? —pregunté.

Asintió y miró su reloj. Giré sobre mis talones y golpeé la puerta detrás de mí, o al menos traté de golpearla: era una de esas malditas puertas automáticas que se resisten al empujón.

Lentamente, regresé a la estación. El parque. Quizá Sebastian recordara aquel banco de piedra, bajo aquel cedro, en el momento de morir. El perfil de aquella montaña pudo ser el fondo de una noche inolvidable. El lugar entero me parecía un inmenso montón de desperdicios donde se hubiera perdido una alhaja. Mi fracaso era absurdo, horrible, doloroso. La gravosa apatía de un sueño agotado. Desesperados manoteos en medio de cosas que se esfuman. ¿Por qué era el pasado tan rebelde?

«¿Qué haré ahora?» La corriente de la biografía que tanto deseaba seguir se hundía en la pálida niebla después de un recodo, como el valle que contemplaba ahora. ¿Podía prescindir del dato y escribir el libro? Un libro con un pasaje en blanco. Una imagen inacabada..., miembros incoloros del mártir con los dardos en el flanco.

Me sentía perdido, no tenía adonde ir. Había calculado bastante los medios de descubrir el último amor de Sebastian y sabía que no había otra manera de dar con el nombre. ¡Su nombre! Estaba seguro de poder reconocerlo de inmediato con sólo echar una mirada a aquellos folios grasientos. ¿Debería abandonar la búsqueda y ponerme a recoger otros detalles menudos acerca de Sebastian que, lo sabía, me sería fácil obtener?

Me encontraba en medio de semejante confusión cuando tomé el pequeño tren de cercanías que me llevaría a Estrasburgo. Después seguiría hasta Suiza, y quizá... Pero no, era incapaz de sobrellevar el dolor agudo de mi fracaso; hice lo posible por sumergirme en un diario inglés que llevaba conmigo (me adiestraba, por así decirlo, leyendo exclusivamente el idioma inglés, como preparación para la obra que emprendería... Pero ¿quién puede emprender nada en tal estado de ánimo?).

Estaba solo en mi compartimiento (como suele ocurrir en la segunda clase de ese tipo de trenes), pero en la siguiente estación un hombrecillo de cejas pobladas subió al vagón, me saludó con aire europeo, en espeso francés gutural, y se sentó frente a mí. El tren siguió la marcha, derecho hacia el poniente. Súbitamente, advertí que el pasajero me observaba fijamente.

—Tiempo maravilloso —dijo, quitándose el sombrero y exhibiendo una calva rosada—. ¿Es usted inglés? —preguntó sonriendo y con una leve inclinación.

—Pues... sí, por el momento.

—Lo veo, lee usted diario inglés —dijo, señalando con el dedo.

Después se quitó precipitadamente el guante de cabritilla y volvió a señalar (quizá le habían enseñado que es grosero señalar con el guante puesto). Murmuré algo y miré a otro lado: no me gusta conversar en los trenes y en aquel momento me sentía peculiarmente poco inclinado a hacerlo. Siguió mi mirada. El sol bajo inflamaba las muchas ventanas de un vasto edificio que giró lentamente, mostrando una inmensa chimenea, después otra, mientras el tren avanzaba.

—Es Flambaum y Roth —dijo el hombrecillo—. Gran fábrica. Papel.

Hubo una breve pausa. Después se rascó la gran nariz lustrosa y se inclinó hacia mí.

—He estado en Londres, Manchester, Sheffield, Newcastle —dijo.

Se quedó mirándose el pulgar, que no había intervenido en la cuenta.

—Sí —dijo—. Comerciante de juguetes. Antes de la guerra. Y jugaba un poco al fútbol —agregó, quizá porque advirtió que miré un campo escabroso con dos porterías en los extremos: una de ellas había perdido un travesano.

Hizo un guiño; el bigotillo se le erizó. —Una vez —empezó a decir, sacudiéndose con risa silenciosa—, una vez, sabe usted, corrí y chuté la pelota desde «fuera»... —Oh —dije con tono exánime—. ¿Metió usted un gol? —El viento lo metió. Fue una buena robinsonada.

—¿Una qué?

—Una robinsonada..., una buena jugarreta. Sí... ¿Viaja usted lejos? —preguntó con una vocecilla melosa.

—Bueno —dije—, este tren no va más allá de Estrasburgo.

—No, quiero decir en general. ¿Es usted viajante?

Dije que sí.

—¿De qué? —preguntó, ladeando la cabeza. —Oh, de pasados, supongo... —respondí.