Porque no me sorprendería que fuera una espía internacional. ¡Mata Hari! Era su tipo. Oh, absolutamente... Y además... Bueno, no es una muchacha que pueda olvidarse fácilmente una vez que la ha metido uno en su vida. Acabó conmigo, en más de un sentido. Dinero y alma, por ejemplo. La habría matado... de no mediar Anatole.
—¿Quién es? —pregunté.
—¿Anatole? Oh, el verdugo. El hombre de la guillotina, que trabaja aquí. Conque no es usted de la policía... ¿No? Bueno, es cosa suya. Pero la verdad es que me volvió loco. La conocí en Ostende, debió de ser, déjeme pensar..., en 1927... Tendría entonces veinte, no, ni siquiera veinte años. Sabía que era la amante de otro tipo y todo lo demás, pero no me importó. Su idea de la vida consistía en beber cócteles, tomarse una buena cena a las cuatro de la mañana y bailar el charlestón o como se llame, visitar burdeles porque eso era elegante entre los parisinos snobs, comprar vestidos caros, armar camorras en hoteles cuando creía que la criada le había robado monedas que después encontraba en el cuarto de baño... Oh, y todo lo demás... Puede encontrarla en cualquier novela barata, da perfectamente el tipo. Y le encantaba inventar alguna rara enfermedad y meterse en algún sanatorio famoso y...
—Espere un momento —dije—. Eso me interesa. En junio de 1929 estaba sola en Blauberg.
—Exactamente, pero eso fue cuando nuestro matrimonio terminaba. Vivíamos en París, y poco después nos separamos. Trabajé un año en una fábrica de Lyon. Estaba arruinado, ¿comprende?
—¿Insinúa usted que conoció a algún hombre en Blauberg? —No, no sé. No creo que llegara a engañarme, no del todo..., al menos traté de pensarlo, porque siempre había montones de hombres a su alrededor y a ella no le importaba que la besaran, supongo, pero me habría enloquecido si hubiera pensado en eso. Una vez, recuerdo...
—Perdóneme, pero ¿está usted seguro de no haber conocido a un inglés amigo de ella?
—¿Inglés? Creí que había dicho alemán. No, no sé. Había un joven norteamericano en St. Máxime en 1928, creo, que casi se desmayaba cada vez que Ninka bailaba con él y... bueno, debió de haber ingleses en Ostende y en otras partes, pero nunca me preocupaba por la nacionalidad de sus admiradores.
—¿De modo que está usted seguro, bien seguro, de que no sabe nada de Blauberg y... bueno, sobre lo que ocurrió después?
—No. No creo que nadie le interesara allí. Tenía entonces una de sus manías de enfermedad... y solía comer sólo helado de limón y pepinos. Hablaba de la muerte y el Nirvana o algo así... Tenía debilidad por Lhassa...
—¿Cómo se llamaba?
—Cuando la conocí se llamaba Nina Toorovetz, pero si... No, creo que no la encontrará. En realidad, a veces me sorprendo pensando que nunca existió. Le he contado cosas de ella a Varvara Mitrofanna y me dijo que era una pesadilla después de una mala película. Oh, no se marcha usted, ¿verdad? Volverá dentro de un minuto...
Me miró y rió (creo que había tomado demasiado coñac).
—Olvidé que no es a mi mujer a quien busca. Y a propósito —agregó—, mis papeles están en perfecto orden. Puedo mostrarle mi carte de travail.Y si la encuentra, me gustaría verla antes de que la encierren. O quizá no...
—Bueno, gracias por la conversación —dije mientras nos dábamos la mano con demasiado entusiasmo, acaso, primero en el cuarto, después en el pasillo, por fin en el vano de la puerta.
—Gracias a usted —exclamó Pahl Pahlich —. Me gusta hablar de ella y lamento no conservar fotografías.
Me quedé un momento reflexionando. ¿Lo habría exprimido bastante...? Bueno, siempre podía verlo una vez más. Quizá hubiera una fotografía en uno de esos diarios ilustrados con automóviles, pieles, perros, modas de la Riviera. Se lo pregunté:
—Tal vez —respondió—. Una vez ganó un premio en un baile de disfraces, pero no recuerdo dónde ocurrió. Todas las ciudades me parecían restaurantes y salones de baile.
Sacudió la cabeza riendo estrepitosamente, y cerró la puerta. El tío Negro y el niño subían lentamente la escalera mientras yo bajaba.
—Una vez —decía el tío Negro— había un corredor de carreras que tenía una ardillita, y un día...
16
Mi primera impresión fue que al fin tenía lo que deseaba, que al fin sabía quién había sido la amante de Sebastian. Pero después mi entusiasmo decayó. ¿Podría haber sido esa mujer, esa pluma de viento? Me lo preguntaba mientras un taxi me llevaba a mi última dirección. ¿Valía la pena seguir esa huella demasiado convincente? ¿La imagen evocada por Pahl Pahlich no era una broma demasiado evidente? La mujer ligera que arruina la vida de un hombre necio. Pero ¿era Sebastian un necio? Recordé su aguda aversión por el bien obvio y el mal obvio, por las formas corrientes de placer y las formas convencionales de dolor. Una muchacha de ese tipo le habría irritado en seguida. ¿Cuál habría podido ser su conversación, suponiendo que se las hubiera arreglado para entrar en relación con aquel silencioso, insociable y distraído inglés en el hotel Beaumont? El la habría evitado, sin duda, después del primer cambio de palabras. Sebastian solía decir, lo recuerdo, que las muchachas livianas tienen mentes pesadas y que nada hay más tonto que una mujer bella con ganas de divertirse. Más aún, si examina uno con atención a la más hermosa de las mujeres en el momento en que destila lo más selecto de su idiotez, sin duda se encontrarán algunos defectos en su belleza correspondientes a sus hábitos de pensamientos. Quizá Sebastian no se abstuviera de dar algún mordisco a la manzana del pecado porque, salvo los solecismos, era indiferente al pecado; pero le gustaban las manzanas deliciosas, en cajas y con marca. Habría podido perdonar a una mujer la coquetería, pero nunca habría sobrellevado un misterio fingido. Le habría divertido una mujer borracha de cerveza, pero habría sido incapaz de tolerar a una grande cocotteque hablara de la imposibilidad de vivir sin hashish.Cuanto más pensaba en ello, tanto menos verosímil me parecía la idea. De todos modos, no seguiría preocupándome por la muchacha mientras no examinara las otras dos posibilidades.
Así que entré con paso decidido en la imponente casa (en una parte muy elegante de la ciudad) frente a la cual se detuvo mi taxi. La criada dijo que Madame no había regresado, pero al ver mi decepción me pidió que aguardara un momento y volvió con la sugerencia de que podía hablar, si quería, con una amiga de Madame Von Graun, Madame Lecerf. Era una mujercilla delgada, pálida, de suave pelo negro. Pensé que nunca había visto una piel tan uniformemente pálida; el vestido negro le llegaba al cuello y usaba una larga boquilla negra.
—¿Desea usted ver a mi amiga? —dijo.
Había en su francés cristalino una deliciosa suavidad nostálgica.
Me presenté.
—Sí, lo he leído en la tarjeta... Es usted ruso, ¿verdad? —He venido por un asunto muy delicado —expliqué—.
Pero dígame usted antes, ¿estoy en lo cierto al suponer que Madame Graun es compatriota mía?
— Mais oui, elle est tout ce qu'il y a de plus russe-respondió con su delicada voz cantarina—. Su marido era alemán, pero también él hablaba ruso.
—Ah —dije—, bienvenido el pretérito...
—Puede usted ser franco conmigo —dijo Madame Lecerf—. Me encantan los asuntos delicados...