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No, no dije una sola palabra de eso. Me limité a inclinarme, llegado al portal. Le mandaré un ejemplar de este libro, y entenderá.

18

La pregunta que hubiera querido hacer a Nina quedó sin formular. Hubiera querido preguntarle si nunca había advertido que el hombre de cara exangüe, cuya presencia encontraba tan tediosa, era uno de los escritores más notables de su época. Pero ¿habría valido la pena? Los libros no significan nada para una mujer de su clase: su propia vida le parece contener los estremecimientos de cien novelas. Si la hubieran condenado a permanecer todo un día encerrada en una biblioteca la habrían encontrado muerta por la noche. Estoy seguro de que Sebastian nunca le hablaba de su trabajo: habría sido como hablar de meridianos con un murciélago. Dejemos, pues, que el murciélago vuele y ruede en la creciente oscuridad, con la mímica astuta de una golondrina.

En los últimos y tristes días de su vida Sebastian escribió El extraño asfódelo,sin duda su obra maestra. ¿Dónde y cómo lo escribió? En la sala de lectura del British Museum (lejos de la mirada vigilante de Goodman). En la humilde mesa de un bistroparisiense (no de la clase preferida por su amante). En una silla plegable, bajo una sombrilla anaranjada, en Cannes o Juan, cuando ella y su pandilla lo abandonaban para retozar en otra parte. En la sala de espera de una estación anónima, entre dos ataques al corazón. En un hotel, entre el ruido de los platos que lavaban en un patio. En muchos otros lugares que sólo puedo conjeturar vagamente. El tema del libro es simple: un hombre se muere. Lo sentimos hundirse a lo largo de la obra. Sus pensamientos y sus recuerdos lo invaden todo con más o menos claridad (como las aspiraciones y espiraciones de un jadeo irregular), ya precisando esta imagen, ya aquélla, dejándola galopar al viento o arrojándola sobre la playa, donde parece mecerse y vivir un instante por sí sola, hasta que la arrebata el mar gris, donde se hunde o se transfigura extrañamente. Un hombre se muere, y él es el héroe del relato: pero mientras las vidas de otras personas en el libro parecen perfectamente reales (o al menos reales en un sentido knightiano), el lector ignora quién es el hombre moribundo, si su lecho de muerte está fijo o fluctúa, si es de veras un lecho. El hombre es el libro; el libro mismo está muñéndose como un fantasma. Una imagen-pensamiento, después otra, rompe en la playa de la conciencia y seguimos el ser o la cosa que son evocados: restos dispersos de una vida destrozada, inertes fantasmas que sacuden y despliegan alas con ojos. Esas vidas no son sino comentarios sobre el mismo tema. Seguimos al viejo y dulce Schwarz, jugador de ajedrez, que se sienta en una silla en una habitación en una casa para enseñar a un niño huérfano a mover el caballo; nos encontramos a la gorda gitana con esa franja gris en el pelo que traiciona su tinte barato; escuchamos a la pálida desdichada que denuncia ruidosamente el sistema de opresión a un hombre atento, bien vestido, en una casa pública de pésima fama. La alta y encantadora prima donna pone el pie en un charco y sus zapatos plateados se estropean. Un anciano solloza, consolado por una afectuosa muchacha de luto. El profesor Nussbaum, un estudioso suizo, mata a su amante y se suicida en una habitación de hotel a las tres y media de la mañana. Pasan y pasan, esas y otras personas, abriendo y cerrando puertas, viviendo mientras está iluminado el camino que siguen, tragadas sucesivamente por las oleadas del tema dominante: un hombre agoniza. El hombre parece mover un brazo o girar la cabeza sobre lo que puede ser una almohada, y mientras se mueve, tal o cual vida que acabamos de vislumbrar se desvanece o cambia. A veces su personalidad adquiere conciencia de sí, y entonces sentimos que atravesamos la arteria principal del libro. «Ahora, cuando era demasiado tarde y las tiendas de la Vida estaban cerradas, lamentaba no haber adquirido cierto libro que siempre había deseado, no haber presenciado ningún terremoto, ningún incendio, ningún accidente de tren, no haber visto Tatsienlu en el Tibet, no haber oído las urracas azules discurriendo en los sauces chinos, no haber hablado a aquella escolar errabunda, de ojos desvergonzados, que encontró un día en un páramo, no haberse reído del mal chiste de una mujer tímida y horrible, cuando nadie había reído en la habitación, haber perdido trenes, alusiones y oportunidades, no haber tendido la moneda que llevaba en el bolsillo a aquel viejo violinista que tocaba para sí, trémulo, en cierto triste día, en una ciudad olvidada.»

A Sebastian Knight siempre le había gustado hacer malabarismos con los temas, estrechándolos o armonizándolos diestramente, haciéndoles expresar ese oculto sentido que sólo podía expresarse en una sucesión de olas, como la música de una boya china sólo puede producirse por ondulación. En El extraño asfódelo,su método ha llegado a la perfección. No son las partes las que importan, sino su combinación.

Parece haber un método, asimismo, en el modo con que el autor expresa el proceso físico de la muerte: los pasos que llevan a la oscuridad; la acción que sucesivamente desarrollan el cerebro, la carne, los pulmones. Primero el cerebro sigue cierta jerarquía de ideas, ideas sobre la muerte: pensamientos de falsa profundidad escritos al margen de un libro prestado (el episodio del filósofo): «Atracción de la muerte: el crecimiento físico considerado al revés, como el afinarse de una gota suspendida; al fin el precipitarse en la nada.» Pensamientos poéticos, religiosos: «... el pantano del pútrido materialismo y el dorado paraíso de los que Dean Park llama optimistas...» «Pero el moribundo sabe que no eran ideas verdaderas; que sólo puede decirse que existe una mitad de la noción de la muerte: este lado de la cuestión; el arranque, la partida, el muelle de la vida alejándose con los pañuelos; ah, él estaba ya del otro lado, ya que podía ver alejarse la orilla. No, no del todo, si aún pensaba.» (Así alguien que acude a despedir a un amigo, puede quedarse demasiado tiempo en la cubierta sin convertirse en viajero...)

Después, poco a poco, los demonios de la enfermedad física sofocan bajo montañas de dolor toda suerte de pensamientos, filosofía, conjetura, recuerdos, esperanza, nostalgia. Tropezamos y nos arrastramos por horribles paisajes y no reparamos adonde vamos... porque todo es angustia y sólo angustia. El método se invierte. En vez de esas ideas-pensamientos que se atenuaban cada vez más, mientras las seguíamos por ciegos pasajes, es ahora el asalto de horribles visiones que nos cercan por todos lados: la historia de un niño torturado; el relato de un exiliado sobre su vida en un despiadado país de donde ha escapado; un pobre demente con un ojo en blanco; un campesino que da puntapiés a sus perros... divirtiéndose cruelmente. Después también el dolor desaparece. «Quedó tan exhausto que casi no se interesaba en la muerte.» Como «un hombre sudando ronca en un vagón de tercera; como un escolar cae dormido sobre sus deberes incompletos». Estoy cansado, cansado... un neumático que rueda y rueda por sí solo, unas veces bamboleándose, otras aminorando la marcha, otras...»

Es el momento en que una oleada de luz súbitamente inunda el libro: «...como si alguien hubiese abierto la puerta y las personas de la habitación hubieran saltado sobre sus pies, recogiendo nerviosamente sus paquetes». Sentimos que estamos al borde de una verdad absoluta, deslumbrados por su esplendor y al mismo tiempo sosegados por su sencillez perfecta. Por su increíble ardid de palabras sugestivas, el autor nos hace creer que conoce la verdad sobre la muerte y que va a contárnosla. Dentro de un instante, al fin de esa oración, en medio de la siguiente, o acaso un poco más adelante, hemos de saber algo que cambiará nuestros conceptos, como si descubriéramos que moviendo nuestros brazos de un modo simple, pero nunca ensayado, podemos volar. «El nudo más difícil no es sino un cordel que resiste a nuestras uñas, un poco por inercia, otro poco por sus graciosas revueltas. Los ojos lo disciernen, mientras los dedos inexpertos sangran. El (el moribundo) era ese nudo, y habría sido desatado de inmediato si hubieran podido ver y seguir el cordel. Y no sólo él mismo: todo habría sido resuelto, todo lo que pudiera imaginar en nuestros infantiles términos de espacio y tiempo, ambos acertijos inventados por el hombre como acertijos, y así vueltos a nosotros: los boomerangs del disparate... Ahora había aprehendido algo real, que nada tenía que ver con ninguno de los pensamientos o sentimientos o experiencias que pudiera haber tenido en el jardín de infantes de la vida.»