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La respuesta a todas las cuestiones de la vida y la muerte, «la solución absoluta», estaba escrita en el mundo todo que él había conocido: era como un viajero que advierte que la salvaje región por donde caminó no es un conjunto accidental de fenómenos naturales, sino la página de un libro donde esas montañas y selvas, y campos, y ríos, están dispuestos de tal modo que forman una frase coherente: la vocal de un lago se funde con la consonante de una pendiente sibilante; las vueltas de un camino escriben su mensaje en una caligrafía redondeada, nítida como de su propio padre; árboles que conversan en su muda pantomima, que impresiona a quien ha aprendido los gestos de su lenguaje... Así el viajero deletrea el paisaje y su sentido es manifiesto. Asimismo, el intrincado dibujo de la vida humana se revela monogramático, luminoso para los ojos interiores que desentrañan las letras enlazadas. Y la palabra, el sentido que surge, es asombroso por su sencillez: la sorpresa es tanto mayor, quizá, porque en el curso de una existencia terrena con el cerebro oprimido por un anillo de hierro, por el ceñido sueño de nuestra propia personalidad, no hemos hecho el menor esfuerzo mental, que habría liberado el pensamiento prisionero y le habría otorgado infinita comprensión. Ahora el enigma estaba resuelto. «Y como el sentido de todas las cosas brillaba a través de sus formas, muchas ideas y acontecimientos que parecían de gran importancia degeneraron no convirtiéndose en cosas insignificantes, porque nada podía ser insignificante ahora, sino colocándose en el mismo nivel al que otras ideas y acontecimientos, antes desprovistos de toda importancia, han llegado ahora.» Así, estos maravillosos gigantes de nuestros pensamientos, la ciencia, el arte o la religión, cayeron del esquema familiar de su clasificación y, dándose la mano, se mezclaron gozosamente en el mismo nivel. Así, un hueso de cereza y su minúscula sombra proyectada sobre la madera pintada de un banco, o un pedazo de papel roto o cualquier otra fruslería entre millones y millones de fruslerías alcanzaba proporciones maravillosas. Remodelado, recreado, el mundo comunicaba su sentido al alma naturalmente, como ambos respiraban.

Y ahora sabemos qué es exactamente; la palabra será formulada... y ustedes, y yo, y cada ser en el mundo se dará una palmada en la frente: ¡Qué tontos hemos sido! Al final de su libro el autor parece detenerse un instante, como diciéndose si es sensato revelar la verdad. Parece levantar la cabeza, olvidar al hombre agonizante cuyos pensamientos seguía y volverse para pensar: ¿Lo seguiremos hasta el fin? ¿Susurraremos la palabra que sacudirá el silencio espeso de nuestras mentes? Lo haremos, hemos llegado demasiado lejos, la palabra ya está forjándose y surgirá. Y nos volvemos una vez más, y nos inclinamos sobre un lecho oscuro, sobre una forma gris y flotante... cada vez más abajo, más abajo... Pero ese minuto de duda ha sido fataclass="underline" el hombre ha muerto.

El hombre ha muerto y nosotros lo ignoramos. El asfódelo en la otra orilla es tan incierto como siempre. Tenemos en nuestras manos un libro muerto. ¿O estamos equivocados? A veces, cuando vuelvo las páginas de la obra maestra de Sebastian, siento que la «solución absoluta» está allí, en alguna parte, oculta en algún párrafo. Lo he leído con demasiada prisa, o está entrelazada con otras palabras cuya acepción familiar me ha despistado. No sé de otro libro que dé esa peculiar sensación y quizá ése fue el intento principal del autor.

Recuerdo vividamente el día en que vi El extraño asfódeloanunciado en un periódico inglés. Había dado con un ejemplar del periódico en un hotel de París, mientras esperaba a un hombre que la compañía para la cual trabajo necesitaba comprometer en un negocio. Mientras estaba sentado a solas en el vestíbulo de lúgubre comodidad y leía los anuncios editoriales y el hermoso nombre de Sebastian en letras capitales, envidié su suerte como nunca la había envidiado antes. No sabía dónde estaba Sebastian en esos momentos, no lo había visto en los últimos seis años, ignoraba que estuviera tan enfermo y fuera tan desgraciado. Por el contrario, el anuncio de su libro me pareció un índice de felicidad, y lo imaginé en una habitación cálida y alegre de algún club, con las manos en los bolsillos, las orejas relucientes, los ojos húmedos y brillantes, una sonrisa notándole en los labios... y todas las demás personas de la habitación de pie alrededor de él, con vasos de oporto, festejando sus bromas. Era un cuadro trivial, pero seguía brillando con los toques de las blancas pecheras de las camisas y las negras chaquetas de etiqueta y el vino color de miel y los rostros bien delineados, como una de esas fotografías iluminadas que vemos en las portadas de las revistas. Decidí comprar el libro no bien se publicara —siempre compraba sus libros en cuanto aparecían—, pero de algún modo estaba particularmente impaciente por leer este último. Al fin apareció la persona que esperaba. Era un inglés, muy instruido. Antes de abordar el negocio conversamos unos instantes sobre otros temas, y observé por casualidad que acababa de leer el anuncio en el diario y hasta le pregunté si había leído alguno de los libros de Sebastian Knight. Dijo que había leído uno o dos, Caleidoscopio«o algo así» y El bien perdido.Le pregunté si le gustaban. Dijo que sí, en cierto modo, pero que el autor le parecía terriblemente snob, al menos en el sentido intelectual. Le pedí que se explicara. Agregó que Knight le parecía constantemente embarcado en un juego de su propia invención cuyas reglas no comunicaba a sus compañeros. Dijo que prefería los libros que le hacían pensar a uno; los libros de Knight no hacían pensar: dejaban a sus lectores perplejos e irritados. Después habló de otro autor contemporáneo que juzgaba mucho mejor que Sebastian Knight. Aproveché una pausa para iniciar nuestra conversación mercantil. La conversación no resultó tan fructífera como esperaba mi compañía.

El extraño asfódelofue objeto de muchas reseñas y la mayoría de ellas resultaron muy halagüeñas. Pero aquí y allá se reiteraba la insinuación de que el autor era un autor cansado, lo cual parecía otro modo de decir que era aburrido. Y hasta percibí como un asomo de conmiseración..., como si ellos supieran ciertos tristes detalles sobre el autor que no estaban en el libro, pero que influían en la actitud con que lo consideraban. Un crítico llegó a decir que lo había leído con «sentimientos dispares, porque era una experiencia más bien desagradable para el lector sentarse junto a un lecho de muerte sin tener la certeza de si el autor es el paciente o el médico». Casi todas las reseñas dieron a entender que el libro era quizá demasiado largo y que muchos pasajes eran oscuros y oscuramente pesados. Todos elogiaban la «sinceridad» de Sebastian Knight..., sea lo que fuere tal «sinceridad». Me pregunto qué pensó Sebastian de todas esas reseñas.

Presté mi ejemplar a un amigo que pasó varias semanas sin leerlo y al final lo perdió en un tren. Compré otro y no lo presté a nadie. Sí, creo que entre todos sus libros ése era mi favorito. Ignoro si le hace «pensar» a uno y poco me importa si lo consigue o no... Me gusta por lo que es. Me gusta su estilo. Y a veces me digo que no sería demasiado difícil traducirlo al ruso.

19

He procurado reconstruir el último año de la vida de Sebastian: 1935. Murió a principios de 1936 y observando esta cifra no puedo sino decirme que hay un extraño parecido entre un hombre y la fecha de su muerte. Sebastian Knight m. 1936... Esa fecha me parece el reflejo del nombre en un estanque de agua rizada. Hay algo en las curvas de los últimos tres números que recuerda el sinuoso perfil de la personalidad de Sebastian... Como he solido hacer a lo largo de este libro, procuro expresar una idea que le hubiera agradado... Si aquí y allá no he captado siquiera la sombra de su pensamiento, o si de cuando en cuando la actividad cerebral inconsciente no me ha llevado a encontrar el camino acertado en su laberinto privado, mi libro es un fracaso total.