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—Bueno, inténtelo y vaya rápido —dije, y se me cayó el sombrero al subir al automóvil.

Tardamos un largo rato en salir de París. Encontramos en nuestro camino toda suerte de obstáculos y creo que nunca odié nada tanto como el brazo de un policía en una esquina. Al fin nos desembarazamos de la maraña del tráfico en una larga y oscura avenida. Pero no íbamos demasiado rápido. Corrí el cristal e imploré al chófer que aumentara la velocidad. Respondió que el pavimento estaba muy resbaladizo, y en verdad una o dos veces patinamos. Después de una hora de marcha se detuvo y preguntó por el camino a un policía que iba en bicicleta. Ambos discurrieron largamente sobre el mapa del policía, y el chófer cogió el suyo, y los compararon. Habíamos equivocado el rumbo en alguna parte y ahora debíamos rehacer por lo menos tres kilómetros. Volví a correr el cristaclass="underline" el conductor andaba a paso de tortuga. Sacudió la cabeza sin tomarse el trabajo de volverse. Miré mi reloj, eran casi las siete. Nos detuvimos en una estación de servicio y el chófer tuvo una conversación confidencial con el empleado. Yo no tenía la menor idea de dónde estábamos, pero como el camino corría entre campos supuse que nos acercábamos a mi destino. La lluvia golpeaba contra las ventanillas y cuando pedí una vez más al conductor que apurara un poco la marcha, perdió la paciencia y respondió con rudeza. Aterido, desesperado, volví a reclinarme en mi asiento. Ventanas iluminadas pasaban más allá de los cristales. ¿Llegaría alguna vez hasta Sebastian? ¿Lo encontraría vivo si alguna vez llegaba a St. Damier? Una o dos veces nos pasaron otros automóviles e hice notar su velocidad a mi conductor. No contestó, pero de pronto se detuvo y con un ademán violento desplegó su ridículo mapa. Pregunté si se había perdido de nuevo. Siguió ¿aliado, pero la expresión de su gordo cuello era de gran irritación. Seguimos la marcha. Advertí con satisfacción que ahora íbamos mucho más rápido. Pasamos bajo un puente y llegamos a una estación. El chófer bajó y abrió la portezuela.

—Bueno —pregunté—, ¿y ahora qué pasa?

—Siga usted en tren —dijo el chófer—. No quiero destrozar mi automóvil por usted. Esta es la línea St. Damier, y tiene usted suerte de haber llegado hasta aquí.

Tenía aún más suerte de lo que él pensaba, porque había un tren a los pocos minutos. El jefe de estación juró que estaría en St. Damier a las nueve. La última etapa de mi viaje fue la más oscura. Estaba solo en mi compartimiento y un curioso sopor se había apoderado de mí: a pesar de mi impaciencia, temía caer dormido y pasarme. El tren se detenía con frecuencia y era algo muy penoso descifrar el nombre de la estación. De pronto tuve la horrible sensación de que me había despertado una sacudida después de dormir pesadamente durante un lapso desconocido. Cuando miré el reloj eran las nueve y cuarto. ¿Me habría pasado? Ya estaba a punto de hacer funcionar la alarma, cuando el tren empezó a aminorar la marcha y al asomarme por la ventanilla vi un letrero que pasaba fluctuando y se detenía: St. Damier.

Después de un cuarto de hora de caminar por senderos oscuros entre lo que me pareció un pinar por su susurro, llegué al hospital de St. Damier. Oí un arrastrarse, un jadeo tras la puerta, y me abrió un hombre gordo, con un grueso jersey gris a modo de chaqueta y raídas zapatillas. Entré en una especie de oficina apenas iluminada por una débil lamparilla eléctrica, que parecía revestida de polvo por un lado. El hombre me miró pestañeando, con la cara hinchada brillante de sueño. Por algún motivo empecé a hablarle en un susurro.

—He venido para ver al señor Sebastian Knight, K-n-i-g-h-t, Knight.

Gruñó y se sentó pesadamente ante un escritorio, bajo la lamparilla.

—Demasiado tarde para las visitas —masculló como para sí.

—He recibido un telegrama, mi hermano está muy mal...

Mientras hablaba sentí que trataba de insinuar que apenas cabía duda de que Sebastian estuviese vivo.

—¿Cómo se llama? —preguntó con un suspiro.

—Knight —dije—. Empieza con «K». Es un nombre inglés.

—Los nombres extranjeros deberían ser reemplazados por números —murmuró el hombre—. Haría más sencillo todo... Había un paciente que murió anoche, y tenía un nombre...

Me hirió el horrible pensamiento de que se refiriera a Sebastian... ¿Habría llegado demasiado tarde, después de todo?

—Quiere usted decir... —empecé, pero sacudió la cabeza y volvió las páginas de un registro sobre el escritorio.

—No —masculló—. El señor inglés no ha muerto. K-K-K...

—K-n-i...

— C'est bon, c'est bon-interrumpió—. K-n-i-g-h-t... No soy idiota. Número treinta y seis.

Apretó el timbre y se echó atrás en el sillón con un bostezo. Yo iba y venía por el cuarto con un temblor de incontenible impaciencia. Al fin entró una enfermera y el portero me señaló:

—Número treinta y seis —dijo a la enfermera.

La seguí por un pasillo blanco hasta una corta escalera.

—¿Cómo está? —no pude evitar preguntarle. —No sé —dijo ella.

Me entregó a una segunda enfermera que estaba sentada en el extremo de otro pasillo blanco, copia exacta del primero, y leía un libro sobre una mesilla.

—Una visita para el treinta y seis —dijo mi guía, y desapareció.

—Pero el señor inglés está durmiendo —dijo la enfermera, de cara redonda y nariz muy pequeña y brillante.

—¿Está mejor? —pregunté—. Soy su hermano, y he recibido un telegrama...

—Creo que está un poco mejor —dijo la enfermera con una sonrisa que fue para mí la sonrisa más encantadora que he imaginado nunca—. Tuvo un ataque gravísimo ayer por la mañana. Ahora duerme.

—Escúcheme —dije, tendiéndole una moneda de diez o veinte francos—. Volveré mañana, pero ahora me gustaría entrar en su habitación y quedarme un minuto.

—Pero no debe despertarle —dijo ella, sonriendo de nuevo.

—No le despertaré. Sólo me sentaré junto a él durante un momento.

—Bueno, no sé... —dijo ella—. Desde luego, puede usted echar una mirada, pero debe tener mucho cuidado.

Me guió hasta la puerta con el número treinta y seis y entramos en un cuarto minúsculo o antecámara, con un diván. Empujó levemente una puerta semiabierta y atisbé un momento en un cuarto oscuro. Al principio sólo pude oír los latidos de mi corazón, pero después percibí una respiración corta y rápida. Alrededor de la cama había un biombo, pero de todos modos estaba demasiado oscuro para distinguir a Sebastian.

—Dejaré un poco abierta la puerta —susurró la enfermera — y podrá usted sentarse aquí, en el diván, un minuto.