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Desde luego, nunca llegamos a hacer explícito este razonamiento que podríamos calificar como «egotismo ontológico». Cultivamos secretas dudas, igual que el protagonista del poema borgiano o el de la novela de Waugh, acerca de si nuestra sentencia de muerte puede ser tan firme como las otras pero no las exteriorizamos ni apenas nos atrevemos a reconocerlas en nuestro foro más íntimo (me refiero siempre, claro está, al plano de la consciencia; en lo inconsciente será sin duda como Freud dispuso). Nadie se dice al oído del alma: «los otros mueren porque son mortales, pero tú no morirás porque eres… ¡de lo que no hay!». Y es que nuestros temores son muy serios, se agravan con los años y sus perjuicios, fomentados por tantos indicios y por la fatalidad estadística. Más bien preferimos emplear fórmulas apotropaicas, es decir, proclamarnos casi con exhibicionismo vulnerables y frágiles, al borde mismo ya de la extinción… precisamente para evitar por medio de tal conjuro que ocurra lo que decimos que está a punto de ocurrir. A veces nos gana el desaliento o, si se prefiere, el realismo no «egotista» sino objetivo: habrá que resignarse… Pero enseguida tropezamos de nuevo con señales que nos favorecen y nos animan, según señaló con finura Santayana: «La convalecencia, la súbita buena fortuna, un amor largo tiempo aplazado, e incluso el esplendor del sol en abril o el aire de la mañana, aportan cierto rejuvenecimiento al hombre… profético de que no es idealmente imposible la perpetuidad y el constante reforzamiento de sus poderes vitales». [26]Nuestra resistencia a admitir la muerte propia se alimenta de tenues augurios. Cada nueva bocanada de aliento confirma que permanecemos indestructibles contra viento y marea de la necesidad naturaclass="underline" apuñalado cien veces, las últimas palabras de Calígula en el drama de Albert Camus son para constatar que aún está vivo… Siempre estamos a la espera de indicios que nos permitan rebelarnos contra la necesidad imperiosa de la muerte, quiero decir: de nuestra muerte. Porque cuando mueren los otros, nuestros seres queridos, su aniquilación nos acongoja (el desgarrador monólogo de Lear junto al cadáver de Cordelia: «Quédate un poco más… un poco más. ¿Será posible que una rata tenga vida, que viva la lombriz mientras que tú…?») pero la perspectiva de la nuestra nos subleva. ¿Morir yo, también yo? ¡No puede ser! Y en ese «no puede ser» se mezcla la protesta indignada contra la suprema injusticia («si lo sé, no nazco») y la constatación de lo increíble…

A favor de que la vida no va a faltarme todavía, de que sigo y seguiré férreamente vivo por mucho que la muerte impere a mi alrededor, siempre puedo encontrar pruebas… aunque sean «circunstanciales», como diría un leguleyo. Pero los argumentos que confirman mi mortalidad son aún más abrumadores, incluso si dejamos de lado el agobiante peso de la estadística (a fin de cuentas, todo el mundo sabe lo engañosas que son las estadísticas en apariencia más concluyentes…). Para empezar, el habeas corpus. No hay peor síntoma que tener un cuerpo y recibir sus constantes señales perecederas. Incluso al más optimista o al menos observador, nuestros órganos han de parecerle cualquier cosa menos indestructibles. Sin llegar al despojo definitivo de la tumba, el simple e inevitable paso del tiempo nos va robando agudeza visual o auditiva, agilidad en los miembros, capacidad digestiva o pulmonar, potencia sexual… en una palabra, funcionamos cada vez peor. Para ser piadosos, más vale abstenerse de mencionar las correspondientes transformaciones estéticas que sufre nuestra apariencia: hay toda una literatura terrible sobre la repugnancia y el repudio moral que inspiran los viejos y las viejas que cometen el atrevimiento de no renunciar a gustar… ¿Diremos como compensación que en cambio perduran nuestras dotes más espirituales? Si por tales entendemos la memoria o la viveza para comprender y exponer argumentos, difícilmente el paso del tiempo las mejora o tan siquiera las respeta. ¿Cómo podría ser de otro modo, cuando el resto de nuestros recursos biológicos se debilita? Nada augura, por tanto, que algo sutil o «inmaterial» sobreviva al deterioro de nuestros mecanismos corpóreos que les sirven de fundamento real. Así lo precisa Voltaire con su nitidez habituaclass="underline" «La razón me ha enseñado que todas las ideas les vienen a los hombres y a los animales por los sentidos; y no puedo impedir reírme cuando oigo que me dicen que los hombres aún tendrán ideas cuando ya no tengan sentidos. Cuando un hombre ha perdido su nariz, esa nariz perdida forma parte de él en tan escasa medida como la estrella polar. Si pierde todas sus restantes partes y ya no es un hombre, ¿no resulta un poco raro decir entonces que aún le queda el resultado de todo lo que ha perecido? No estoy más dispuesto a decir que tiene ideas después de su muerte que a decir que come y bebe después de su muerte; lo uno no es más inconsecuente que lo otro y ciertamente ha hecho falta el paso de muchos siglos para que alguien se atreviera a una suposición tan asombrosa». [27]

Respecto a esto último, quizá Voltaire se equivoca. Puede que desde muy pronto, desde el comienzo mismo de lo que llamamos «humanidad», los hombres hayan abrigado la esperanza de que la extinción física del cuerpo no acaba con nuestras ideas y emociones, con nuestra autoconciencia, o en una palabra: con lo que realmente somos hacia adentro. Incluso se mantuvo desde el principio la creencia en alguna forma estilizada y simbólica de alimentación o actividad social, como demuestran los más primitivos rituales funerarios. Si no me equivoco del todo, esta ilusión insólita nos viene de los sueños. La disposición de soñar cada noche nos familiariza con otra vida semejante a la de la vigilia pero que tiene lugar cuando aparentemente nuestro cuerpo y sus sentidos están en reposo. Creo firmemente que si no soñásemos al dormir jamás hubiéramos imaginado la posibilidad de una vida perdurable posterior al profundísimo sueño de la muerte. Ser o no ser, dormir… tal vez soñar. Nuestro deambular nocturno, en el que frecuentamos lugares conocidos y fantásticos, así como tratamos familiarmente con los muertos, convenció a nuestros antepasados de que incluso cuando parecemos fuera de los afanes compartidos de la vida, otro vivir íntimo e inaccesible puede continuar, quizá para siempre. Su principal atractivo no sería sencillamente prolongar sin fin nuestra existencia, sino permitirnos reencontrar a quienes fueron esenciales en ella y ya hemos perdido: no sólo que en algún lugar fantástico la vida dure y dure, sino que allí reviva y nos traiga de nuevo a aquéllos a los que quisimos tanto o más que a la vida misma.

En cualquier caso, tratamos de sobreponernos a las funciones y necesidades fisiológicas que avisan de nuestra finitud. La nutrición, la excreción, el coito, la menstruación, el parto, etc., resultan tareas especialmente ligadas a nuestra condición corpórea (más que el habla, por ejemplo, o la danza o la investigación científica) y por tanto suelen acompañarse de rituales y fórmulas apotropaicas que certifiquen nuestro control «espiritual» sobre su desempeño. Por lo común se rodean de secreto o al menos reserva -no se realizan en cualquier parte ni de cualquier modo, a diferencia de cómo suele ocurrir entre los animales- y se someten a la estricta disciplina de prohibiciones o restricciones higiénicas. Debe quedar claro que las controlamos (que somos los «amos» de nuestros esfínteres o nuestros genitales), que no estamos sometidos o arrastrados por ellas como las bestias mortales, que nos sentimos capaces de desafiar su imperio. En especial el sexo nos ocupa a este respecto con preocupación predominante: a fin de cuentas, nada denuncia tan claramente lo irrevocable de nuestro destino mortal como la reproducción sexuada. Quien mira el rostro de su hijo ve en él la réplica de sí mismo que le desplazará y ocupará su puesto, como ocurre alegóricamente en esas películas de ciencia ficción en que invasores del espacio roban nuestro cuerpo para sustituirnos en el panorama cotidiano. En cierto sentido fundamental es la reproducción lo que nos perpetúa más allá de nuestra muerte: pero en cualquier caso, como supresión individual, también la requiere y la exige. Por tanto es lógico que el comercio sexual esté rodeado de tabúes y ceremonias propiciatorias en casi todas las culturas, así como que dé lugar a todo tipo de «perversiones». Tanto el erotismo heterosexual como el homosexual son esfuerzos individuales por desviarse de la obligación reproductora de la sexualidad -mortífera para el sujeto aunque perpetúe sus genes- y por sobreponerse a su función biológica, convirtiéndola en una estrategia lúdica que reafirme el entusiasmo vital por la vía del placer personalizado. Así cobra todo su sentido el dictamen de Georges Bataille cuando definió el erotismo como «la afirmación de la vida hasta en la muerte», es decir: asentimiento hedonista y corporal al afán de vivir individual en el acto mismo precisamente que sentencia de forma irrevocable nuestra necesaria prescindibilidad según la especie.

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[26] Reason in Religion, Dover Public, Nueva York, 1982, p. 251.

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[27] Voltaire, Mel, 184.