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En teoría psicoanalítica se llama «analidad» o carácter anal al conjunto de comportamientos, fetichismos y fobias que pretenden acorazarnos contra la amenaza siempre inminente de la mortalidad que pesa sobre nosotros como consecuencia de nuestra condición biológica y zoológica. Según Ernest Becker, que dedicó un apreciable ensayo al tema que nos ocupa, «decir que alguien es “anal” significa que es alguien que intenta con especial empeño protegerse contra los accidentes de la vida y el peligro de muerte, intentando usar símbolos culturales como medios seguros de triunfar sobre el misterio natural, intentando presentarse como cualquier cosa salvo un animal». [28] Ser sencillamente un animal significa proseguir la línea irremediable de la especie, asumirse como hijo de unos padres mortales a quienes nuestro nacimiento primero y crecimiento después desalojará fatídicamente del mundo, para ejercer luego nuestra capacidad genésica y procrear descendientes que ejercerán con nosotros la misma abolición. En cambio el énfasis anal en las creaciones culturales aspira a identificarnos según lo sublime, o sea según lo que no padece contingencia corporal ni se somete a los mecanismos de transmisión genética de la especie. La cultura se reclama como mejor que la vida y por tanto como relativamente invulnerable ante la muerte: es el mensaje que formula entre esperanzado y orgulloso el «non omnis moriar» (no moriré del todo) del poeta latino Horacio. Los logros artísticos (artificiales, no naturales) transcurren históricamente navegando por el tiempo pero no fallecen ni perecen… al menos con la fatalidad rutinaria de los cuerpos. El objetivo de la cultura (como a su modo el de la «perversión» erótica que desvía al sexo de la función reproductora) es ascendernos a padres de nosotros mismos, auto-engendrados por nuestro espíritu y no fabricados en serie por la naturaleza: llegar a ser -como el Dios de Spinoza- «causa de nosotros mismos», originarios y originales sin sumisión al diseño biológico previo… invulnerables a la asechanza programada del desgaste físico. Pero a su vez la cultura misma, una de cuyas funciones es reflexionar sobre su capacidad emancipadora, acaba ironizando acerca del programa de lo sublime, como en este poema meta-anal de Jorge Luis Borges que describe al hombre encerrado en su retrete y cuyo significativo título es La prueba:

«Del otro lado de la puerta un hombre

deja caer su corrupción. En vano

elevará esta noche una plegaria

a su curioso dios, que es tres, dos, uno,

y se dirá que es inmortal. Ahora

oye la profecía de su muerte

y sabe que es un animal sentado.

Eres, hermano, ese hombre. Agradezcamos

los vermes y el olvido.»

De acuerdo: pese a momentáneas intuiciones esperanzadas, el peso de la fatalidad estadística y los avisos de nuestra decadencia fisiológica nos conceden derecho a pocas dudas sobre la certeza de la muerte. ¿Por qué no aceptarla de una buena vez, dado que se trata de la común condición que compartimos con nuestros semejantes y con todo el resto de los seres vivos? Puesto que todos mueren, puesto que todo muere… ¿por qué no voy a morir yo también como los demás? Considerar que precisamente yo debo ser la excepción a esta regla general, que merezco serlo… ¿no supone algo así como un supremo pecado de vanidad, un narcisismo ontológico desmesurado? Así lo han reconocido todos los sabios de la antigüedad clásica, que han enseñado a sus discípulos la inevitabilidad de la muerte y también que no hay nada que temer en ella, que no se trata realmente de un mal. ¿Cómo va a ser un mal, si es necesaria e inevitable? Los «males» necesarios e inevitables son precisamente lo que debemos racionalmente considerar bienes. Sólo es verdadero mal el torcido capricho de la voluntad humana que se opone a la armonía ordenada del universo. Por tanto, la muerte será en realidad un bien o como mucho algo neutral desde el punto de vista de la virtud y la excelencia (Marco Aurelio dice que deberíamos estar dispuestos a abandonar este mundo cuando su atmósfera se vuelva irrespirable por ambiciones e injusticias, como quien sale de una estancia asfixiante por los efluvios de una chimenea que tira mal, diciendo: «Hay humo, me voy»). Incluso puede que «muerte» sea el nombre de un fantasma que nunca es capaz de afligirnos más que por desvarío de la imaginación: según enseña Epicuro y remacha Lucrecio, la muerte jamás nos alcanzará porque mientras nosotros estamos ella no está y cuando llega nosotros ya no estamos. ¿Por qué angustiarnos fantaseando qué será de nosotros durante la eternidad que seguirá a nuestra desaparición, si se nos da una higa respecto a dónde estuvimos en los eones que precedieron a nuestra aparición en el mundo? Tanto los estoicos como los epicúreos y demás maestros del buen vivir desaconsejan firmemente preocuparse por ese incidente inevitable, la muerte, por muy personalmente que creamos que va a afectarnos. El más sereno de los sabios, Spinoza, afirma sin temblar que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y que toda su sabiduría es solamente sabiduría de la vida mejor…

Pero los ignorantes -quizá también usted o yo, que ni somos sabios ni siempre deseamos verdaderamente serlo- siguen sublevándose íntimamente, aunque a menudo no lo reconozcan ante los demás, contra este destino letal que nos espera. En nuestro fuero más recóndito, nos escandaliza que tantos a nuestro alrededor acepten sin patalear la horrorosa aniquilación sin retorno de cuanto somos, sentimos y apetecemos. Y compartimos el grito de protesta que le brota de la entraña misma a Miguel de Unamuno, uno de los pocos autores «cultos» que no temen llegado el caso perder la compostura académica e incluso hacer un cierto ridículo frente al selfcontrol profesional de los sabios: «No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia». [29] El sabio, que comprende lo irremediable de la necesidad y sabe que frente a ella no caben caprichosas reivindicaciones individuales como la unamuniana, centra su enseñanza frente a la muerte en un mensaje de sosiego y resignación: lo malo no es morir, eso es algo natural y por naturaleza conveniente, lo realmente malo es vivir de cualquier modo, no practicar las virtudes, etc. Pero el pueblo ignorante (con unos pocos aliados «cultos» como Unamuno o Elías Canetti, quien se llamó a sí mismo «enemigo de la muerte») grita y alborota reclamando vivir para siempre, bien o mal, como sea con tal de no morir nunca. Exigen estos indocumentados caprichosos que la muerte sea abolida como un impuesto injusto o que al menos admita una excepción en su caso personal. Pese a lo contundente e incontrovertible de los argumentos que confirman la fatalidad de nuestro destino como miembros de la especie, el repudio popular de la muerte es aún más incontrovertible y contundente: nuestra sección racional y consciente acata la lógica biológica que nos suprime, pero la ciudadela inconsciente (Freud dixit) donde se refugian nuestros deseos más intransigentes sigue sublevada y proclamando: ¡no, no quiero… ni quiero quererlo!

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[28] The Denial of Death, The Free Press, Nueva York, 1973, p. 32.

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[29] «Del sentimiento trágico de la vida», en Ensayos, t. II, ed. Aguilar, Madrid, 1967, p. 770.