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No todas las negaciones de la muerte son idénticas: las hay de diversas modalidades, calibres y formulaciones demostrativas. Para empezar por la dicotomía más sencilla, es preciso distinguir entre supervivencia o prolongación de la vida y la inmortalidad propiamente dicha. Estirar hasta el máximo la duración de la existencia por medio de pócimas o prácticas de magia higiénica es uno de los empeños más antiguos de la humanidad. Y desde sus inicios ha chocado con una dificultad elementaclass="underline" para que sea realmente atractiva y deseable, la longevidad tiene que evitar no sólo la muerte sino también los peores deterioros del envejecimiento. Algunas leyendas clásicas grecorromanas advierten del peligro atroz de olvidar este fundamental requisito: así por ejemplo el caso de la imprudente y lasciva Eos, la Aurora, que pidió a Zeus la inmortalidad para su amante, el bello príncipe troyano Titón… sólo para verle envejecer y resecarse siglo tras siglo hasta la insignificancia más repugnante, mientras ella conservaba la lozanía imperecedera de los dioses. O la sibila de Delfos, a la que Apolo había prometido el obsequio de cumplir su mayor deseo: ella solicitó no morir nunca y también padeció los horrores de una senectud interminable, hasta que convertida en una suerte de grillo amojamado acabó como juguete de los niños. Los chavales la tenían encerrada en una jaulita, que zarandeaban gritando entre carcajadas: «Sibila… ¿qué quieres?», y acercando el oído podían escuchar un chirrido estridente y agónico: «¡quiero morir, quiero morir!».

Bien consideradas las cosas, como señaló con su acida lucidez habitual Giacomo Leopardi, deberíamos temer más a la vejez que a la muerte: porque la muerte suprime todos los males que nos afligen, así como el deseo o la conciencia de bienes y placeres de los que ya no podremos gozar; en cambio la vejez se lleva los placeres pero deja intacto el apetito insatisfecho de ellos, además de aportar dolores y humillaciones inéditos. Sin embargo por lo común tememos a la muerte y deseamos la vejez, se asombra el autor del Zibaldone… Para ser exactos, empero, habría que precisar que la senectud sólo nos parece deseable comparada con la muerte. Cuando alguien preguntó a Maurice Chevalier si sobrellevaba bien la ancianidad, el chansonnier repuso: «bueno, en vista de las alternativas…». Por mucho que los apólogos nos prevengan en contra, es posible que haya quien prefiera ser una momia reumática o incluso una especie de grillo que ramonea con su boca desdentada una hojita de morera antes que dejar de existir del todo, es decir caer en la perdición absoluta. No es que apetezcamos vivir porque consideremos las incidencias de la vida invariablemente gratas sino porque aborrecemos la perspectiva de cesar definitivamente, para bien y para mal. En la peor de las vidas quizá haya míseros placeres o minúsculas gratificaciones rutinarias y siempre la inverosímil esperanza de alguna forma de regreso. De la nada en cambio sólo cabe esperar eso: nada. Por cierto, es curioso que -junto a la reivindicación de juventud duradera- la mayoría de quienes buscan inmortalidad olviden otra reivindicación primordiaclass="underline" compañía. Tendrían que preocuparse de asegurar al menos una docena de contemporáneos tan perdurables como ellos mismos. Sólo un egocentrismo demente puede olvidar que la vida humana, para serlo realmente, supone la presencia próxima de personas que nos amen, nos aprecien o valoren, al menos que nos conozcan suficientemente bien. ¿Cómo sería una existencia eterna absolutamente «monoplaza», en la que no podríamos comentar con nadie las incidencias vividas en el pasado, sin testigos de nuestra infancia o juventud ni de los avatares de nuestra personalidad? Por no mencionar otra cosa, ninguno de nuestros coetáneos sucesivos podría entender nuestros chistes de mayor calado… Claro que la ambición de inmortalidad no suele denotar excesivo sentido del humor.

En todo caso, los menos incautos han buscado con ahínco no sólo la supervivencia sino también la permanente lozanía. Así lo hicieron los alquimistas obsesionados por encontrar el elixir de la eterna juventud (la mítica Fonte de Jouvence, el manantial legendario que no sólo renueva la vida sino también devuelve la juventud, reaparece una y otra vez en acuñaciones de la imaginación más generosamente popular, desde la ambrosía mitológica hasta las novelas de Rider Haggard y Pierre Benoit, para concluir por el momento en las aventuras cinematográficas de Indiana Jones), sin olvidar después métodos propiciatorios más crueles como los baños en sangre de vírgenes de la condesa Bathory. De nuestra época podría decirse que tributa un culto idólatra a la juventud e incluso hace creer a través de sus múltiples medios de propaganda que lo contrario de ser joven es estar enfermo. Prolongar la vida es prolongar la juventud y a ello se orienta el consumo, sobre todo el que vende primavera vital a quienes ya están en el trance de perderla y avanzan por el otoño (que además son los más pudientes): Viagra para la potencia sexual, cremas revitalizantes, cirugía estética, ropa deportiva y desenfadada, viajes con aventura garantizada… Y por supuesto los laboratorios farmacéuticos buscan con más ahínco pócimas vigorizantes para esta clientela que remedios contra la malaria o el sida para adolescentes tercermundistas e indigentes. De modo que hoy las perspectivas de inmortalidad adoptan un formato caro aunque bien mirado a fin de cuentas modesto. Como dicen Edoardo Boncinelli y Galeazzo Sciarretta, que han dedicado un ensayo de divulgación científica al tema: «De hecho, una solución en grado de multiplicar dos o tres veces, en aceptable estado de eficiencia física y psíquica, el ya halagüeño valor de expectativa de vida alcanzado hoy por los ciudadanos de los países industrializados podría satisfacer a cualquiera, más allá de las más optimistas previsiones. Desde el punto de vista filosófico, frente a la eternidad mil años no son nada, pero desde el punto de vista práctico serían… ¡la inmortalidad!». [30] La mención final al punto de vista filosófico me recuerda la parábola que cuenta Gracián en El criticón: un rey planea construirse un palacio suntuoso pero antes de emprender la magna obra consulta a los arúspices para saber cuánto tiempo va a vivir y calcular si merece la pena su costoso empeño; los adivinos le garantizan una existencia de mil años y el rey renuncia al palacio, porque para tan breve tránsito basta una choza o una cueva…

En efecto, para quien considera el asunto con una perspectiva más ambiciosa que la del cliente de los grandes almacenes, vivir más tiempo no es equivalente ni mucho menos a no morir. Quien consigue arrebatar tiempo a la muerte, la aplaza pero no la derrota. Sigue amenazado por ella, tanto si le queda una hora de vida como un siglo o un milenio: mueran cuanto mueran, los mortales -es decir, los que se saben tales- siempre están a punto de morir. Prolongando algo más de lo habitual la duración de su existencia, lo más a que pueden aspirar los beneficiarios de este progreso es a que se amortigüe su afán de vivir por el cumplimiento de objetivos y la reiteración de los goces, o sea que se les vayan poco a poco pasando las ganas de seguir en el juego y por tanto disminuya su miedo al inevitable cese postrero… Pero si, como pretende la ciencia geriátrica, se mantienen durante ese aplazamiento de lo inevitable activos, lúcidos y capaces de disfrutar de placeres habitualmente reservados a la primera juventud, es perfectamente probable que incluso aumente su apego a la dulzura de la vida y por tanto se hagan más y más temerosos de la muerte, soportando cada día con mayor zozobra y angustia su creciente proximidad. En líneas generales, así ocurre entre las clases pudientes de los países desarrollados, la avanzadilla de ese futuro artificialmente revitalizado de supervivientes: los que viven mejor y más tiempo se aferran a la existencia con determinación más feroz que los jóvenes desesperados de tantas zonas deprimidas de nuestro planeta, dispuestos a jugarse el mañana que no tienen en una explosión vengativa contra los potentados que desprecian su suerte. Cierto: si en un mundo más justo todos pudiésemos vivir más tiempo y en mejores condiciones, aumentaría la seguridad global porque habría menos despechados capaces de renunciar a su vida con tal de castigar a quienes egoístamente disfrutan la suya de forma más duradera y privilegiada. Así mejoraría sin duda la convivencia social -logro nada desdeñable, desde luego- pero no cambiaría esencialmente el enfrentamiento de cada cual con la fatalidad de su muerte y la de quienes le son más queridos. Nuestra condición mortal no se habría modificado ni un ápice.

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[30] Ibídem, p. 5.