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Otra cosa sería un tipo de existencia del que desapareciese la sombra de un acabamiento más o menos lejano. En tal supuesto, habría un cambio radical no en la cantidad sino en la misma calidad de lo vivido. Y quizá no precisamente para mejor… Así lo expuso José Ferrater Mora en El ser y la muerte, una obra fallida, hoy muy olvidada, pero que no carece de pasajes sugestivos: «Hay, pues, diferencia esencial entre una vida de continuo amenazada y limitada por la muerte y una hipotética vida susceptible de continuación indefinida. En esta última, los contenidos no le serían específicos, porque le serían indiferentes. No -precisemos- absolutamente indiferentes. Esto ocurriría únicamente en una vida que imagináramos no sólo inmortal, mas también irreversible. Pero sí lo suficientemente indiferentes para que tal vida sintiera los contenidos como ajenos. En efecto, ningún acontecimiento podría afectar radicalmente a tal vida. Habría siempre tiempo para llevar a cabo cualquier proyecto, para desdecirse de cualquier intento, hasta para borrar, con la acumulación de hechos en el tiempo, lo que acabarían por ser las huellas levísimas, casi imperceptibles del pasado. Los hechos de la vida acabarían Por no significar nada para ella». [31] En una palabra: la vida perdería cualquier sentido -no ya intrínseco, que dudo que tenga en ningún caso, sino ante nuestros propios ojos- porque nos sobraría tiempo para emprenderlo todo, conseguirlo todo y renunciar a todo. La única interpretación inteligible de lo que llamamos «dar sentido a la vida» es la administración orientada hacia esto o aquello de la escasez del tiempo de que disponemos. La falta de tiempo -argumento central de nuestra contingencia- es el auténtico significado existencial de la vida, como afirmó a su modo enrevesado pero consistente el Heidegger de Ser y tiempo. Si sobra el tiempo, perdemos cualquier atisbo de sentido y autenticidad en una vida que ya nos sería imposible seguir llamando «humana». Tal es la condena a la perpetua frustración que expresa la leyenda del Judío Errante (de sus numerosos avatares literarios yo me quedaría con el fragmento novelado por Leo Perutz en El marqués de Bolíbar) o, aún mejor, el retrato de los inmortales degradados a lo largo de los eones a una insignificante bestialidad en el relato El inmortal de Jorge Luis Borges.

Para intentar resolver la contradicción entre una vida dotada de sentido y una vida eterna, el instinto metafísico de numerosas culturas ha recurrido a la distinción entre cuerpo y alma. Al cuerpo le están destinados la contingencia, la escasez del tiempo y sus agobios, la necesidad de elegir de modo irrevocable en el presente así como los padecimientos, gozos, méritos y culpas de tal opción o suma de opciones. Al alma pertenece la vida imperecedera que perpetuará ya sin final en otro plano de la existencia el perfil eventual que nos hemos configurado con nuestras obras en este mundo. Mientras ambas partes del hombre están unidas, vivimos en el tiempo, para el tiempo y contra el tiempo: es decir, la transitoriedad biológica impone el marco de juego aunque sea el alma quien con sus ideales o desfallecimientos orienta nuestras acciones. Después, el alma continúa en solitario una existencia inacabable cuya calidad bienaventurada o punitiva se ha establecido para siempre durante el breve período de su coalición con el organismo físico. Si no pasase una temporada ligada al cuerpo y padeciendo sus urgencias, no tendría sentido decir que el alma es «inmortal»: lo que la inmortaliza es la mortalidad del cuerpo y su capacidad de sobreponerse a ella, de echar a volar cuando éste toma definitivamente tierra. Psijé es la mariposa inacabable que brota del capullo roto y abandonado, efímero, según la metáfora pregnante cuyos innumerables meandros estudió Erwin Rhode en su célebre libro. Casi podríamos decir que el alma brota del temor a la muerte del cuerpo, o sea que no es precisamente sino el deseo mismo de inmortalidad de éste.

De las tres funciones clásicas que los estudiosos confieren a la religión (explicar el origen del universo y de lo que somos, confortarnos ante la muerte y brindar un vínculo moral para la comunidad a que pertenecemos) sólo la segunda sigue sin encontrar hoy alternativa aceptable ni siquiera en los contextos culturales donde mayor aceptación ha logrado la ilustración científica y sociopolítica. Sin demasiado temor a ser desmentidos, podríamos afirmar que si no fuese porque somos mortales no existirían creencias religiosas; pero esta aparentemente enorme proclama aminora su contundencia explicativa cuando recordamos que si no fuésemos mortales tampoco existirían casi ninguna de nuestras instituciones, ciencias o pautas de conducta. En cualquier caso creo que puede mantenerse que el ansia de inmortalidad (sobre todo si aceptamos que la inmortalidad es la única verdadera idea que ha tenido la humanidad, según sostiene Dostoievski en su Diario de un escritor) constituye el motivo esencial de la fe en los dogmas religiosos, al menos en los monoteísmos que prometen al creyente una salvación personal. Quizá el autor que, antes de los demás y con mayor elocuencia, ha sostenido este planteamiento sea Ludwig Feuerbach, considerado el «padre» intelectual del humanismo ateo contemporáneo.

Ya su primera obra fueron unos Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad en la que mantiene una visión naturalista y casi diríamos que «ecologista» de la muerte del individuo, que hay que aceptar como una realidad definitiva y no como «apariencia» (según hacen las creencias religiosas) para poder disfrutar plenamente de la existencia terrenal y comprender nuestra continuidad impersonal con el resto de las realidades materiales del universo. El verdadero defecto del cristianismo, señala con agudeza heredada de Hegel, es haber acentuado hasta lo omnicomprensivo la individualidad humana. Si el individuo personal lo es todo, como es la individualidad lo que acaba cuando perecemos, bien podemos afirmar que después de la muerte no hay «nada»: «Entonces… ¿no hay nada después de la muerte? En efecto, exactamente: si tú eres todo, cuando mueres después de la muerte no hay nada; pero si tú no eres todo, después de la muerte permanece todo lo que no eres tú». [32] Sin embargo, esto último es más fácil de aceptar en las sociedades tradicionales que en las modernas, diga Hegel lo que quiera, porque todo progreso evoluciona hacia formas más acendradas de individualidad, como bien señaló el poco hegeliano Oscar Wilde. La modernidad se preocupa bastante menos por la perpetuación de lo impersonal que por la eventual inmortalidad de lo personaclass="underline" de modo que la fe religiosa que corresponde a sus inquietudes será la que mejor satisfaga este deseo. Según la interpretación de Feuerbach, el fulcro de la creencia religiosa es el cumplimiento compensatorio de los deseos humanos. Ahora está de moda minimizar la contribución de Feuerbach, menospreciando sus teorías por decimonónicas o reduccionistas, como suele hacerse por cierto con las de Darwin en su área correspondiente. Pues bien, yo creo que en cierto modo Feuerbach es el Darwin de la antropología de la religión: limitado en algunos aspectos circunstanciales, pero genialmente acertado e insustituible en lo fundamental del problema. Escuchémosle: «Un dios es por tanto esencialmente un ser que satisface los deseos de los hombres. Pero a los deseos del hombre, de ese hombre, al menos, que no limita sus propios deseos a la necesidad natural, pertenece más que ningún otro el deseo de no morir, de vivir eternamente; este deseo es el último y sumo deseo del hombre, el deseo de todos los deseos, como la vida es el compendio de todos los bienes; porque un dios que no satisface este deseo, que no supera la muerte o al menos la compensa con otra vida, con una nueva vida, no es un dios, por lo menos no es un verdadero dios, que corresponde al concepto de dios». Y poco antes había establecido que «en la representación, en la doctrina, la teoría de la inmortalidad es sólo una consecuencia de la fe en Dios; pero en la práctica, o en la verdad, la fe en la inmortalidad es la base de la fe en Dios. El hombre no cree en la inmortalidad porque cree en Dios, sino que cree en Dios porque cree en la inmortalidad, porque sin la fe en Dios no puede aportar un fundamento a la fe en la inmortalidad. Aparentemente lo primero es la divinidad, lo segundo la inmortalidad; pero en verdad lo primero es la inmortalidad, lo segundo la divinidad». [33] O sea, es el deseo de inmortalidad humano el que manda y el que crea lo que le conviene creer para satisfacerse, para apaciguar trascendentalmente lo desmesurado y sobrenatural de su devoradora urgencia.

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[31] El ser y la muerte, ed. Aguilar, Madrid, 1962, p. 194.

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[32] Thoughts on Death and Inmortality, University of California Press, 1980, p. 113.

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[33] «Lecciones sobre la esencia de la religión», Gesammelte Werke, Akadenie Verlag, vol. 6. Berlín, 1967. Citado en el n.° 23 de «La societa degli Individui», ed. Franco Angeli, Milán, 2005-6, pp. 61-63.