Выбрать главу

Aunque otras funciones de la religión vayan haciéndose superfluas o anticuadas, la oferta de inmortalidad sigue garantizándole una cuota importante de interés popular. Y lo saben muy bien los gestores menos escrupulosos de estas creencias, como el telepredicador Jim Bakker, que solía decir: «Tenemos un producto mejor que el detergente o los automóviles. Tenemos la vida eterna». Esta concepción tan descarnadamente comercial de la oferta religiosa terminó llevando a Bakker a la cárcel, pero otros líderes espirituales más respetables también confían -aunque sea de forma más sofisticada- en que el afán de encontrar curación sobrenatural para la muerte siempre será el más sólido fundamento pragmático de la fe. No hay más que recordar esos habituales pero algo indecentes comentarios sobre que nadie es ateo en su lecho de muerte, conversiones in articulo mortis, etc. Sin embargo, si se la analiza con cierto detenimiento, la vida perdurable de ultratumba resulta difícilmente concebible no ya en cuanto a sus condiciones de posibilidad sino en su condición misma de «vida». Llamamos vivir a la forma de existencia de nuestros cuerpos en el mundo: en el más allá no tendremos ni cuerpo ni mundo, por lo que difícilmente podremos considerarnos «vivos» en ningún sentido inteligible del término. Como oportunamente señala Santayana, «el universo sin duda contiene toda suerte de experiencias, mejores y peores que la humana; pero es ocioso atribuir a cualquier hombre en particular una vida divorciada de sus circunstancias y de su cuerpo». [34] De ahí la audacia del dogma cristiano que promete la resurrección de la carne, aunque su cumplimiento esté aplazado, eso sí, hasta el final de los tiempos… y quede poco claro de qué nos servirá un cuerpo que ya no necesitará ningún mecanismo orgánico ni seguirá los dictados del instinto de conservación. Incluso si alcanzásemos tan improbable reintegro cabe imaginar que los más exigentes echarían de menos bastantes cosas. Por tanto, no resulta difícil simpatizar con la protesta anticipada por Charles Lamb en esta deliciosa página: «No bastan las metáforas para endulzar el amargo trago de la muerte. Me niego a ser llevado por la marea que suavemente conduce la vida humana a la inmortalidad y me desagrada el inevitable curso del destino. Estoy enamorado de esta verde tierra; del rostro de la ciudad y del rostro de los campos; de las inefables soledades rurales y de la dulce protección de las calles. Levantaría aquí mi tabernáculo. Me gustaría detenerme en la edad que tengo; perpetuarnos, yo y mis amigos; no ser más jóvenes, ni más ricos, ni más apuestos. No quiero caer en la tumba, como un fruto maduro. Toda alteración en este mundo mío me desconcierta y me confunde. Mis dioses lares están terriblemente fijos y no se los desarraiga sin sangre. Toda situación nueva me asusta. El sol y el cielo y la brisa y las caminatas solitarias y las vacaciones veraniegas y el verdor de los campos y los deliciosos jugos de las carnes y de los pescados y los amigos y la copa cordial y la luz de las velas y las conversaciones junto al fuego y las inocentes vanidades y las bromas y la ironía misma, ¿todo eso se va con la vida? ¡Y vosotros, mis placeres de medianoche, mis infolios! ¿Habré de renunciar al intenso deleite de abrazaros? ¿Me llegará el conocimiento, si es que me llega, por un incómodo ejercicio de intuición y no ya por esta querida costumbre de la lectura?». [35] Dentro del grato carácter conservador de la queja (no lamenta la pérdida de desbordamientos pasionales, sólo de amables rutinas), tan convincentemente antimilenarista (son poco fiables los que se proclaman nostálgicos del inconcebible paraíso), los amantes de los libros compartimos especialmente la mención final a lo desabrido que nos resultaría un cielo en el que ya no fuera preciso leer…

En ocasiones se asegura que las creencias religiosas responden al muy extendido y humano miedo a la muerte. Adversarios persuasivos de este planteamiento, desde Lucrecio a ciertos antropólogos como Pascal Boyer, han hecho notar que frecuentemente lo que las religiones cuentan del más allá contribuye más a aumentar nuestro pánico que a proporcionarnos serenidad. Es cierto: pero quizá olvidan que el individuo con conciencia de tal lo que teme tras la muerte no es el castigo sino la total perdición, o sea el que nadie -ni para bien ni para mal- vuelva a ocuparse ya jamás de nosotros. La atención punitiva de una divinidad revanchista, que anota y castiga puntillosamente nuestras innumerables faltas, puede tener aspectos muy inquietantes pero también una compensación honrosa: ¡por fin alguien realmente importante nos considera auténtica y eternamente en serio! No hay peor castigo para quien se toma en cuenta a sí mismo -el «animal simbólico» de Ernst Cassirer- que la pérdida definitiva de cualquier interlocutor capaz de comprenderlo al menos y valorarlo -¡aunque sea negativamente!- en el mejor de los casos. Por esta razón se hará deseable, incluso vagamente creíble, la existencia de un Dios personal… ¡qué tantos inconvenientes, por no hablar de inverosimilitudes presenta! Pero de semejante cuestión hablaremos en el próximo capítulo.

Mientras tanto: ¿carece de cualquier atisbo de la universalmente apetecida inmortalidad quien no padece en algún grado de creencias religiosas? A finales de su Ética, Spinoza hace una enigmática mención a que el hombre libre -el ser racional- puede «saberse y experimentarse eterno» pese a su incontrovertible mortalidad, fruto como por él sabemos del inevitable «mal encuentro» con lo que nos elimina, que todos los seres antes o después debemos sufrir. Interpretando a mi modo este dictamen, que tanta tinta ilustre ha hecho correr, pienso que esa «eternidad» es la de quien ha existido una vez, por fugazmente que sea: el presente de su vida no lo podrá borrar ni la inexistencia pasada ni la aniquilación del porvenir… La vida es transitoria, pero quien ha vivido, vivió para siempre. Y por medio de nuestra comprensión intelectual de lo que no depende del tiempo, hemos atisbado una ráfaga de lo que puede llamarse «eternidad»: somos capaces de ideas que no padecen nuestras limitaciones, ni en cuanto a la necesidad ni en cuanto al tiempo. La cuestión queda abierta, pero ahora -después de reflexionar- podemos plantear mejor su sentido y así lo hace Santayana: «Ningún hombre es completamente inmortal, como ninguna filosofía es completamente verdad y ningún lenguaje completamente inteligible; pero solamente en tanto que es inteligible es el lenguaje un lenguaje y no meramente un ruido, solamente en tanto que es verdadera es una filosofía algo más que un viento de humores cerebrales, y solamente en tanto que un hombre es racional e inmortal es un hombre y no un simple sensorio». [36]

вернуться

[34] Ibídem, p. 245.

вернуться

[35] Lamb en Borges, p. 15.

вернуться

[36] Ibídem, pp. 265-266.