Выбрать главу

Capítulo tercero

Dios frente a los filósofos

«En tanto exista la humanidad, no cesará la contienda entre el dogma y el libre examen, entre la religión y la filosofía, en una encarnizada lucha en la que -me temo- el triunfo no será para el libre pensamiento, porque la razón desagrada a las masas y porque sus enseñanzas no son comprendidas más que por ciertas inteligencias de las élites, a la vez que la ciencia, por hermosa que sea, no satisfará por entero a una humanidad sedienta de un ideal y a la que le gusta refugiarse en las oscuras y lejanas regiones que los filósofos y los sabios no pueden percibir ni explorar.»

Yamaleddin AL-AFGANI, Carta a M. Renan

Si preguntamos de qué va eso de la religión a gente sofisticada (¿como usted o como yo, hermano lector?) nos dirán que trata del sentido de la vida, del origen y causa del universo, del fundamento de la moralidad o de la vertebración simbólica de la sociedad; si preguntamos al peatón ingenuo e indocumentado de las aceras de este mundo, responderá sencillamente que trata de Dios. Uno a cero a favor del peatón. El sofisticado -que no tiene por qué ser también sofista- sonreirá con cierto embarazo, el embarazo que despierta el candor ilusionado pero insostenible de los parvulitos en el maestro y se acordará quizá de H. L. Mencken: «Para cada problema complejo hay una respuesta sencilla… y equivocada». Sabe que hay religiones sin Dios ni dioses, como el budismo, que Spinoza consideraba «Dios» como un sinónimo de la Naturaleza o la Sustancia, que ya ninguna persona espiritualmente elevada espera encontrar entre las nubes celestiales a un barbudo bonachón o justiciero, que es más bien la Energía Cósmica de la que formamos parte lo que… pero el peatón carente de la más elemental bibliografía se obstina, algo molesto, en que la religión sin Dios es como la tortilla sin huevo, la cerveza sin alcohol o el jardín sin flores: cosas que se nos ofrecen como alternativas de resignación pero que no satisfacen a quien de veras entiende del asunto. Vuelve a marcar: dos a cero. Debemos admitir, resignadamente, que cuando de religión se trata en nuestra latitud cultural, dejar a Dios en el desván es como sustituir en el sexo la pasión por la amistad: simplemente, un fraude. Decepcionante.

El estado de la cuestión, religiosamente hablando, lo detalla muy bien Daniel C. Dennett: «Mucha gente cree en Dios. Mucha gente cree en la creencia en Dios. ¿Cuál es la diferencia? La gente que cree en Dios está segura de que Dios existe, y eso le pone muy contenta, porque sostienen que Dios es la más maravillosa de las cosas. La gente que en cambio cree en la creencia en Dios está segura de que la creencia en Dios existe (¿y quién podría dudarlo?), y piensan que es algo muy afortunado, algo que debe ser vigorosamente reforzado y apoyado de todos los modos posibles: ¡ojalá la creencia en Dios estuviera más extendida! Uno debe creer en Dios. Uno se sentirá incómodo, pidiendo excusas, insatisfecho, uno se sentirá culpable, si descubre que sencillamente no cree en Dios. Es un fallo, pero a veces sucede». [37] Desde luego, no todo el mundo comparte este punto de vista… aunque buena parte de quienes lo rechazan tienen ciertos escrúpulos a la hora de manifestarlo abiertamente. No es de buen tono, resulta demasiado agresivo. En líneas generales, los ateos suelen mostrar más remilgos para proclamarse tales y con ello quizá ofender (?) a los creyentes que viceversa: ninguno de éstos piensa ni por un momento al vocear su fe que puede herir la sensibilidad intelectual de quienes prefieren la evidencia de lo visible frente a lo invisible o las pautas morales frente a los dogmas religiosos. Al contrario, esperan más bien que los incrédulos confiesen nostalgia y hasta admiración romántica por la fe que no tienen… Quizá tanta prudencia y cortesía provenga de la época en que los dinosaurios dominaban la tierra, perdón, quiero decir de aquellos tiempos en que las iglesias gobernaban sobre las almas pero también con igual contundencia sobre los cuerpos, castigando la incredulidad como si fuera no sólo un pecado a sus ojos sino también un delito ante toda la sociedad.

Aunque hoy afortunadamente las posibilidades expresivas impunes de la libertad de conciencia sean mucho mayores (al menos y por el momento en las sociedades democráticas), todavía causa cierto escalofrío políticamente incorrecto escuchar declaraciones como las de Michel Onfray, autor de un militante Tratado de ateología, que en una entrevista periodística asegura que creer en Dios es como creer en Papá Noel o en los Reyes Magos. Desvanecido el breve escalofrío, no queda más remedio que admitir que ese exabrupto -por simpático que pueda resultarnos a algunos- no es del todo exacto. La idea de Dios puede ser sumamente vaga y refractaria a las comprobaciones racionales, pero el problema es que compromete significados o incluye demandas que desde luego no se presentan en otras supersticiones bonachonas, de índole meramente pueril o comercial. No hace falta estar adscrito a ninguna línea doctrinal religiosa entre las vigentes para interesarse por la cuestión que suscita el tema de Dios, mientras que es preciso guardar un punto de puerilidad o trabajar en unos grandes almacenes para emocionarse con Papá Noel. El asunto ha movilizado siglo tras siglo tantos intelectos humanos superiores a la media que sería insoportablemente pretencioso encogerse de hombros ante él o descartarlo con un exabrupto. Pero la dificultad para examinar convenientemente la cuestión estriba en el peso intimidatorio de los juicios morales que suelen viciarla: es decir, la calificación descalificatoria de groseros impíos para quienes pretenden someterla a examen racional o la de farsantes en el peor de los casos e ilusos en el mejor entre quienes la aceptan. Por no referirnos a la dolencia más reciente, posmoderna, que anula cualquier posibilidad de debate concediendo de entrada que todo el mundo tiene razón -los creyentes al creer y los escépticos al dudar- pero nadie está en posesión de la verdad… sencillamente porque no la hay.

Como en otros compromisos de semejante apuro, acudo para comenzar a pensar ordenadamente a los clásicos de la Ilustración. En este caso, por qué conformarse con menos, David Hume: «El único punto de la teología en el cual hallaremos un casi universal consenso entre los hombres es el que afirma la existencia de un poder invisible e inteligente en el mundo. Pero respecto de si este poder es supremo o subordinado, de si se limita a un ser o se reparte entre varios, de qué atributos, cualidades, conexiones o principios de acción deben atribuirse a estos seres, respecto de todos estos puntos hay la mayor discrepancia en los sistemas populares de teología». [38]Las dos características señaladas por Hume son efectivamente esenciales. En primer lugar, el dios es invisible. Lo que vemos -lugares, animales, objetos…- puede estar especialmente habitado o animado por el dios (y por ello lo consideramos sagrado), pero no es el dios. Porque la divinidad no es ninguna de las cosas perceptibles de este mundo sino su fundamento. Tener mentalidad religiosa -o, si se prefiere decir así, la disposición religiosa de la mente humana- consiste en sustentar lo que perciben nuestros sentidos en algo inverificable pero que intuimos como imprescindible para explicar la realidad. Lo divino se manifiesta en el mundo pero no responde a las coordenadas sensoriales: a veces se materializa pero nunca pertenece a la materia ni está obligado por sus pautas naturales. Precisamente por eso puede explicar y justificar lo que experimentamos, porque escapa a nuestra experiencia: si estuviera dentro de ella, caeríamos en el recurso a lo infinito (es algo semejante a la teoría de los tipos de lenguaje propuesta por Bertrand Russell, según la cual las paradojas del lenguaje nivel 1 sólo pueden solventarse desde un lenguaje nivel 2 que incluye al primero como miembro de su conjunto temático). De aquí también que los materialistas, o sea los negadores del «espiritualismo» sobrenatural, puedan ser muy bien espiritistas, es decir pretendan intentar forzar a lo imperceptible para que adopte imagen fotografiable, sonido registrable en magnetofón y textura ectoplásmica: pretenden «naturalizar» de algún modo lo divino, es decir, desdivinizarlo.

вернуться

[37] Breaking the Spell, ed. Allen Lane, Nueva York, 2006, p. 221.

вернуться

[38] «Historia natural de la religión», en Diálogos sobre la religión natural, trad. Ángel J. Capelleti y Horacio López, ed. Sígueme, Salamanca, 1974, p. 48.