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La otra condición señalada por Hume es, si cabe, aún más importante: el dios invisible es también inteligente. Es decir, intencional, dotado de voluntad y propósito. No es una simple concatenación mecánica de efectos y causas sino una subjetividad que proyecta y decide: el dios no es nunca algo, sino alguien. Los humanos pueden mantener una relación con los dioses, apelar a su misericordia, obedecerlos o desafiarlos. A la personalidad del hombre le corresponde la personalidad divina, se reconocen entre sí. Como observó Voltaire, si Dios nos hizo a su imagen y semejanza no hay duda de que le hemos devuelto cumplidamente el favor… De modo que tener mentalidad religiosa -o, si se prefiere, la disposición religiosa de la mente humana- consiste también en creer que el fundamento invisible de lo real es personal como nosotros, no inerte o dinámicamente ciego.

Desde el punto de vista de su génesis natural, hay razones que justifican la comprensión religiosa de la realidad como anterior a su comprensión científica. Volvamos a las intuiciones pioneras de Hume: «Existe entre los hombres una tendencia general a concebir a todos los seres según su propia imagen y a atribuir a todos los objetos aquellas cualidades que les son más familiares y de las que tienen más íntima conciencia. Descubrimos caras humanas en la luna, ejércitos en las nubes. Y por una natural inclinación, si ésta no es corregida por la experiencia o la reflexión, atribuimos malicia o bondad a todas las cosas que nos lastiman o nos agradan». [39] La psicología evolutiva actual confirma y aclara este punto de vista. Nuestra especie es depredadora y ha sobrevivido luchando contra depredadores que nos elegían como presas (al final de Los trazos de la canción, Bruce Chatwin propone la hipótesis de un felino prehistórico especializado en cazar humanos, cuya amenaza unió duraderamente a los hombres y les entrenó primero para la caza y luego para la guerra). De modo que ser capaces de identificar conductas intencionalmente dirigidas en cuanto se nos presentan es una habilidad imprescindible. Incluso es preferible para sobrevivir atribuir intencionalidad a lo que no la tiene que desconocerla allí donde se da… «Nuestra herencia es la de organismos que han tenido que tratar tanto con depredadores como con presas. Tanto en un caso como en otro, es mucho más beneficioso sobredetectar la presencia de agentes que subdetectarla. El coste del error (de ver agentes allí donde no los hay) es mínimo si se es capaz rápidamente de renunciar a las intuiciones erróneas. Por el contrario, el coste de la no detección de agentes efectivamente presentes (sean presas o depredadores) puede ser muy elevado.» [40] De modo que atribuir designio voluntario al rayo y al trueno, a las enfermedades, a las inundaciones e incluso al universo entero no es en principio una estrategia estúpidamente supersticiosa, sino una prudente precaución…

Que la divinidad invisible sea inteligente, es decir que obre con intención y motivos, nos ayuda sin duda a comprenderla (es decir, a comprender mejor el fundamento de lo real), porque discernir lo intencional es una de nuestras especialidades específicas; pero si su inteligencia no es meramente «animal», es decir como la de las presas que perseguimos y los depredadores que nos persiguen, sino antropomórfica -o sea, como la nuestra, capaz de juzgar según valores y de apreciar la reciprocidad en las conductas- podremos mantener además una relación privilegiada con ella. Con el dios antropomórficamente inteligente, es decir personal, podemos establecer tratos, pactos, recibir favores y hacerle homenajes. En una palabra, viviremos en sociedad con él o con ellos, si hay más de uno. Este es el beneficio más importante que se obtiene para empezar de la religión (lo señaló con agudeza Guyau en La irreligión del porvenir): la extensión de las pautas sociales, con más o menos modificaciones, al universo entero. La herramienta fundamental de los humanos para defender y mejorar su vida es la sociedad: la naturaleza es inhóspita y amenazadora porque no es sociable, porque está sometida a leyes de acción y reacción distintas a las pautas sociales de reciprocidad. Pero si el fundamento invisible de lo visible es una inteligencia como la nuestra (es decir, propia de un «animal político» según dijo Aristóteles) entonces el mundo entero se hace más acogedor y propicio para nosotros. Estemos donde estemos y vayamos donde vayamos, podremos mantener con nuestro entorno vínculos socialmente negociables y nunca nos veremos por completo sometidos al albur de elementos «intratables», es decir incapaces de establecer tratos recíprocos con nosotros y que ignoran plenamente el compromiso societario. La sociedad es la casa de los humanos, el hogar en que podemos encontrarnos razonablemente seguros: merced a la religión que reconoce y venera una divinidad o divinidades personales como fundamento de todo lo real, extendemos esta zona de seguridad al máximo y convertimos al mundo entero en nuestro hogar.

Desde luego, la divinidad no es una compañía social fácil de manejar, aunque siempre resulte menos impenetrable que la hosca e impersonal necesidad de la naturaleza. Para comprender, convencer, seducir o incluso «camelar» a nuestros semejantes, los humanos contamos con nuestra muy desarrollada penetración psicológica: la experiencia del trato con parientes y vecinos nos faculta desde muy pequeños (durante nuestra larga infancia, prefacio de la intensa vida social) para leer a través de los rostros y de los gestos los meandros intencionales que rigen el comportamiento de los demás. Así podernos influir en ellos, predisponerlos en nuestro favor, hasta manipularlos en bastantes ocasiones. Los dioses… vaya, eso ya es otro cantar. No es fácil adivinar ni prever los movimientos de ánimo de entidades invisibles, sin otro «rostro» que árboles, mares y montañas ni más «gestos» que sequías o huracanes. Por lo común, se les supone una psicología semejante a la de los poderosos humanos que en este mundo conocemos: son perentorios, arbitrarios y gustan de la obediencia y del halago. Establecer tratados con ellos es imprescindible pero problemático, porque pueden castigar con sumo rigor las infracciones humanas mientras que los hombres difícilmente pueden pedirles cuentas de las suyas. Hay quien lo ha intentado, sin embargo: pocos testimonios más emocionantes que el de Job, reivindicando tercamente frente a la divinidad su derecho conculcado. En su muladar, despojado de sus seres queridos y todos sus bienes, Job protesta por el trato que recibe de Jehová: él ha sido justo y recto, es decir ha cumplido su parte del trato, y a cambio no ha recibido más que desdichas en lugar de beneficios. A pesar de los amigos que le aconsejan prudencia y de su mujer que se burla de que persista en su fe, Job no se desespera pero tampoco se resigna: a pesar de todos sus pesares, presenta seriamente una reclamación. Jehová le responde truculentamente, recordándole la disparidad de sus condiciones respectivas, el poder colosal del Dios y la pequeñez insignificante del pobre mortaclass="underline" ¿cómo sueña siquiera con obligar a la divinidad a cumplir su parte del contrato, como si se tratase de un acuerdo entre iguales? Job calla ante el desbordamiento tempestuoso de su incómodo «socio», pero no se rinde. Al final, enigmáticamente, será Jehová quien parezca ceder y le restituya sus bienes perdidos (algunos estudiosos piensan que es una interpolación posterior en la obra original, la imposición de un happy end como el que fuerzan a veces las productoras cinematográficas americanas a sus directores menos conformistas). Desde el punto de vista religioso puede que no haya obra más inquietante que el Libro de Job, porque plantea con crudeza la cuestión teológica por excelencia: la reciprocidad de la relación social entre el hombre y Dios.

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[39] Ibídem, p. 45.

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[40] Et l'homme crea les dieux, de Pascal Boyer, ed. Gallimard, París, 2003, p. 208.