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Y es que una divinidad absolutamente imprevisible o maligna no sería preferible a la necesidad natural (que nos ignora pero al menos es calculable y puede ser relativamente «controlada» por medios racionales). La divinidad absolutamente malvada que por afán blasfemo propone en algunas páginas Sade o los dioses dementes de Lovecraft son monstruos teológicos perfectamente inasumibles. Porque ningún dios inteligente y personal en sentido análogo a nosotros puede ser totalmente ajeno al vínculo recíproco que une socialmente a los humanos. El problema es que, entre los hombres, este vínculo responde a una necesidad de mutuo apoyo mientras que no está claro en qué sentido el dios puede necesitar el «apoyo» humano. Y, sin embargo, puesto que es inteligente, habrá de algún modo menester de la aprobación y el reconocimiento de los mortales. Todas las religiones que ha habido y hay hacen esta apuesta: la fe no es sólo creencia en el dios que necesitamos sino en el dios que en parte nos necesita. Algunos de los cultos más primitivos intentan someter la voluntad de los dioses por métodos expeditivos y groseros: engañándoles con falsos sacrificios, encadenando a los ídolos, negándoles ofrendas… o por el contrario sobornándoles con sacrificios auténticos, rituales propiciatorios, halagos y homenajes de todo tipo. De cualquier modo se intenta conseguir de ellos una respuesta positiva, concesiones que nos beneficien, colaboración: es preciso convencerles de que, a pesar de su rango excepcional, pertenecen a la comunidad humana lo mismo que los humanos pertenecemos a la divina. La evolución histórica de las religiones va sofisticando gradualmente esas creencias, renuncia a los métodos burdamente coactivos (aunque todavía San Agustín asegura que el Reino de los Cielos puede ser «asaltado» como quien conquista una ciudad fortificada) y da preferencia a un compromiso de tipo ético, legal, entre la divinidad y los humanos: el dios se convierte en legislador y garante de la rectitud moral, los hombres acatan esas leyes -sobre las que se basa su comunidad terrenal de intereses compartidos- y esperan el correspondiente premio o sanción de acuerdo con su conducta en el más allá ultramundano que es pleno dominio divino.

Este convenio deja, sin embargo, presente y acuciante un escándalo: la inocultable persistencia de los males más atroces en este mundo. Un dios despreocupado en su feliz inmortalidad o caprichoso puede encoger sus celestiales hombros ante ellos pero… ¿cómo pueden ser tolerados por una divinidad moralmente responsable? Supongamos que ciertos «males» resultan tales solamente para nosotros, no intrínsecamente: el cáncer, la inundación o el incendio son fenómenos naturales éticamente neutros aunque supongan amenazas para los humanos y el tiburón que viene a por mí en la bahía no pretende más que alimentarse para sobrevivir, lo cual en sí mismo es cosa buena. El capitán Ahab comete una locura cuando confunde a Moby Dick con la esencia del Mal y su cacería es una aberrante blasfemia, como le reprocha Starbuck en un pasaje célebre de la inmensa novela de Melville. De acuerdo, admitamos que tales perjuicios no son más que aspectos dolorosos de nuestra pertenencia al mundo de los efectos y las causas naturales, por lo que no comprometen de ningún modo a la justicia divina. Más difícil todavía, extendamos este criterio incluso a las enfermedades y plagas que atacan sin misericordia a los más desvalidos: los niños que nacen con terribles malformaciones, la degeneración humillante que impone la vejez… Todo esto es natural y el decurso de la naturaleza no puede prescindir por lo visto de tantos horrores, Dios sabrá por qué. Pero en cambio hay otros males que responden inequívocamente a la perversidad intencionada: la tortura, la esclavitud, las matanzas constantes que ensangrientan las páginas de los libros de historia, la crueldad de los tiranos, el abuso de los explotadores, los campos de concentración, las minas que acechan escondidas para mutilar a cualquier inocente… ¿No debería una divinidad moralmente exigente sentir ante tales desafueros aún mayor repugnancia e indignación que la experimentada por cualquier ser humano decente? No basta argumentar que los culpables serán finalmente condenados en el otro mundo: castigado o impune, el mal sigue siendo execrable y el dolor que produce perfectamente real, por lo que debería ser evitado. Si Dios considera esos males tan aborrecibles como nosotros (y en eso consiste nuestro pacto moral con Él, ¿no?), tendría que impedirlos en lugar de limitarse a penalizarlos…

Mientras que las responsabilidades éticas de los hombres pueden delimitarse con cierta precisión, según sus culpables transgresiones de las pautas morales, las del Dios que garantiza y respalda la moral misma permanecen envueltas en una bruma sumamente espesa. Las reclamaciones de Job siguen vigentes, a pesar de que la divinidad actual ha pasado ya por trámites «civilizadores» que el Jehová del Antiguo Testamento estaba muy lejos de conocer. Los clérigos (uno de los mayores problemas de todo este asunto es que siempre la divinidad habla por boca de intermediarios, y ya sabemos qué fiabilidad merecen los intermediarios…) aportan diversas justificaciones. Una de ellas es que Dios, tras haber creado el mundo y todo lo que contiene según el reglamento de las leyes naturales, no puede -es decir, no quiere- estar interviniendo permanentemente con medidas correctoras en el rumbo que siguen las cosas. Pero los herederos de Job no se conforman con tal explicación: vamos a ver, ¿acaso no sabemos que se producen milagros, como en las bodas de Cana y ocasiones parecidas? «¿Por qué esos milagros y por qué precisamente entonces? No es lo que uno hubiera podido esperar. Un pequeño milagro o dos borrando del mapa a los Hitleres y Stalines parecería mucho más útil que el de cambiar el agua en vino en un particular festejo matrimonial.» [41] Ante tal objeción, los ortodoxos se refugian en el inescrutable misterio de la voluntad divina, «ese asilo de toda ignorancia» como dijo Spinoza. Los creyentes más ingenuos la aceptan sin especial dificultad: los supervivientes del atentado terrorista que ha producido mil muertos cantan loores a la bondad divina que les salvó, mientras que los familiares de los fallecidos no proclaman en base a su desgracia que vivamos bajo un cielo perverso. Sin arredrarse, los intermediarios oficiales u oficiosos nos aseguran que estas paradojas demuestran que Dios respeta la libertad humana, según el uso que hagamos de la cual seremos juzgados. Bueno, en tal caso, ¿por qué no respeta por completo nuestras elecciones y deja de inmiscuirse en nuestros asuntos? Castigar con penas eternas a los infractores no es precisamente respetar sus deseos y opciones, sobre todo después de haberles creado precisamente tal como son y haberles situado en las circunstancias en que deben desenvolver su vida. Se diría que el dios supuestamente justiciero ni evita el mal ni comprende al malo; es igualmente cruel con la víctima y con el verdugo. Sólo clérigos tan audaces como Lutero se atreven a proclamar el dogma subversivo consecuente con estas aparentes contradicciones: precisamente porque Dios no es explicable ni comprensible, hay que tener fe en Él. En De Servo Arbitrio, asume triunfalmente las protestas contra la divinidad y las convierte en base de su visión religiosa: «Este es el grado más alto de la fe, el creerle clemente, a Él que salva a tan pocas almas y condena en cambio a tantas; creerle justo, a Él que por su voluntad nos hace necesariamente condenables, de tal suerte que parece -como dice Erasmo- alegrarse por las torturas de los desdichados y ser más digno de odio que de amor. Puesto que si yo pudiera comprender la razón por la que resulta que es misericordioso este Dios que muestra tanta cólera y tanta iniquidad… ya no haría falta la fe».

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[41] Think, de Simon Blackburn, Oxford University Press, Oxford, 1999, p. 185. Claro que quizá Dios preserva a Stalin y Hitler para que no perdamos la referencia de lo que es el mal, según lo que podríamos llamar el argumento 007. En efecto, en la primera novela de James Bond -Casino Royale- el personaje creado por Ian Fleming lamenta haber acabado con su enemigo Le Chiffre porque así ha privado al diablo de uno de sus más distinguidos propagandistas. Dice Bond que al pobre diablo «no le damos ni una oportunidad. Hay un Libro de Dios sobre el bien y cómo ser bueno y todo eso, pero no hay un Libro del Mal sobre el mal y cómo ser malo. El diablo no tiene profetas que escriban sus diez mandamientos ni un equipo de autores para escribir su biografía, etc.». De modo que los malvados de este mundo son como apóstoles asilvestrados del Maligno, cuya función es no dejarnos olvidar en qué consiste el mal. Acabar con ellos nos hace perder referencias. Puede que Dios comparta este criterio de James Bond…