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De modo que debemos aceptar la creencia en Dios y el más allá de otros aunque no la compartamos, y hay que tomarla en serio no como un residuo del pasado sino como algo estable y fiable que llega desde nuestros orígenes culturales (sea cual fuere nuestra cultura) hasta hoy mismo. Las razones antropológicas, psicológicas e incluso ontológicas de esta fe serán la primera pregunta en torno a la que merodeará este libro que aquí se inicia. Tendremos también que preguntarnos por la estructura intelectual de las creencias religiosas y sus mecanismos (sociológicos, psicológicos) de fabricación. ¿Qué garantías de veracidad ofrecen las religiones y cómo pueden justificarse? Algunos cínicos coincidirán en que el único secreto que sirve de peana a las creencias sobrenaturales es su utilidad social como calmante de las iras y desasosiegos populares. Famosamente, Marx dijo que «la religión es el opio del pueblo» y este dictamen ha sido repetido con populosa indignación por muchos revolucionarios; pero tampoco han faltado ilustrados de ayer y conservadores de hoy (Voltaire puede ser a veces un ejemplo de los primeros, numerosos teocons actuales de los segundos) que comparten la opinión de Marx con alivio, aunque no la vocean por prudente miramiento y que sin duda estiman socialmente importante la religión por su carácter de insustituible estupefaciente. Sin abandonar el registro de la utilidad sociológica, destacados teóricos siguen considerando a las religiones como el mejor fundamento para los valores morales (pese a que las iglesias que las organizan conceden a veces más peso a cuestiones rituales que a la justicia o la libertad) y también como el mejor «suplemento de alma» aunador capaz de aglutinar a los miembros de una colectividad (aunque en las naciones democráticas actuales, pluralistas y multiétnicas, más bien operen a veces como estímulo de enfrentamientos o banderías). En cualquier caso, oímos ahora con frecuencia recomendaciones discretas -casi me atrevería a decir tongue in cheek- de las versiones moderadas de las creencias tradicionales y de la piedad establecida como paliativos a la desestructuración social y a la llamada «crisis de valores». Algo intentaré decir acerca de tan intrincadas cuestiones en páginas venideras…

Pero hay otro aspecto del asunto que me interesa especialmente. Algunas de las cuestiones de las que se ocupan las doctrinas religiosas -el universo, el sentido de la vida, la muerte, la libertad, los valores morales, etc.- son también los temas tradicionales de la reflexión filosófica. Por ejemplo, el filósofo francés Luc Ferry establece: «A la pregunta ritual “¿qué es la filosofía?”, desearía responder sencillamente así: un intento de asumir las cuestiones religiosas de un modo no religioso, o incluso antirreligioso». Y concreta un poco más su postura: «La filosofía siempre se concibe como una ruptura con la actitud religiosa, en la forma de abordar y tratar las cuestiones que se plantea; pero al mismo tiempo conserva una continuidad menos visible, aunque también crucial, con la religión en el sentido de que recibe de ella interrogantes que sólo asume cuando ya han sido forjados en el espacio religioso» [3] Algo no muy diferente me parece que sostiene Maximo Cacciari, cuando en una entrevista periodística, aún reconociendo que no es creyente («no creo en ese acto de fe que resuena en el evangelio o en el judaísmo o en el islam… yo no puedo creer que el logos se haya hecho carne, que el crucifijo sea Dios, en eso no creo»), afirma que la figura que más detesta es la del ateo, porque vive como si no hubiera Dios: «Lo detesto porque creo que en este ejercicio mental yo no puedo dejar de pensar en lo último, en la cosa última, que el creyente, y nuestra tradición metafísica, filosófica, teológica ha llamado Dios. Es lo que decía Heidegger: “ateo es el que no piensa”. El que hace algo y punto, termina su tarea sin interrogarse sobre lo último. Pueden ser muy inteligentes, pero pensar es a fin de cuentas pensar en lo último». [4] No me parece demasiado justificada la santa cólera de Cacciari contra los ateos, porque al menos algunos de éstos también se dedican a pensar en lo último aunque no lo llamen Dios sino cualquier otro nombre no menos propio de nuestra tradición filosófica, como pudiera ser «Naturaleza». Me refiero por ejemplo a filósofos como Marcel Conche (y Heidegger, ya que estamos, tampoco habla de Dios como lo último, sino del Ser). Pero la vehemente opinión de Cacciari reivindicando la reflexión sobre lo último interesa al tema de este libro porque señala la vinculación entre el campo especulativo de la filosofía y aquello a lo que se refieren las doctrinas religiosas. Y desde luego el modesto ateo que firma estas páginas no quisiera dejar en modo alguno y sobre todo a priori de pensar sobre lo «último», aunque opine que intentar acotar intelectualmente qué es lo último y por qué lo calificamos así sea un empeño enorme que gana cuando se libera de prótesis teológicas. Tal será -Dios mediante- otro de los objetivos centrales de este libro…

Es indudable que los filósofos, en el mejor de los casos, tratan de ocuparse de manera laica de lo mismo que preocupa a sacerdotes y teólogos. Unos y otros se plantean preguntas no instrumentales, que no pueden ser zanjadas por ninguna respuesta que nos permita despreocuparnos de ellas y pasar a otra cosa (como ocurre en el caso de la ciencia) y que no se refieren a cómo podemos «arreglarnos» con las cosas del mundo, sino a lo que somos y a lo que significa ser como somos. Las respuestas de la ciencia cancelan la pregunta a la que responden y nos permiten preguntarnos cosas nuevas; las respuestas de la filosofía y de la teología abren y ahondan aún más la pregunta a la que se refieren, nos conceden plantearla de una forma nueva o más compleja pero no la cancelan jamás totalmente: sólo nos ayudan a convivir con la pregunta, a calmar en parte nuestra impaciencia o nuestra angustia ante ella. Al menos así ocurre cuando filosofía y teología escapan a la tentación dogmática (propia de las iglesias y de académicos fatuos), que consiste en ofrecer respuestas «canceladoras» como las de la ciencia a preguntas que no son científicas. Por eso la ciencia progresa, mientras que filosofía y teología -¡en el mejor de los casos!- deben contentarse con ahondar. Pero en un aspecto fundamental se parecen la ciencia y la religión, difiriendo en cambio de la filosofía: las dos primeras prometen resultados, herramientas o conjuros para salvarnos de los males que nos aquejan (gracias a desentrañar los mecanismos de la Naturaleza o a la fe en Dios); la filosofía en cambio sólo puede ayudar a vivir con mayor entereza en la insuficiente comprensión de lo irremediable. Ciencia y religión resuelven cada cual a su modo las cosas, la filosofía a lo más que llega es a curarnos en parte del afán de resolver a toda costa lo que quizá es (y no tiene por qué dejar de ser) irresoluble. De ahí que el propio Bertrand Russell escribió en alguna parte que los filósofos se instalan como pueden en la incómoda zona mental que separa el firme suelo de la ciencia del etéreo y enigmático cielo de la religión…

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[3] ¿Qué es una vida realizada?, ed. Paidós, Barcelona, 2003, pp. 169-170.

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[4] Entrevista publicada por El País, 30 de octubre de 2005.