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«Por siempre sin nombre,

por siempre desconocido,

por siempre inconcebido,

por siempre irrepresentado,

mas por siempre sentido en el alma.» [42]

Así la proclamación de lo radicalmente incomprensible se convierte en garantía de lo argumentalmente invulnerable. El teólogo moderno (no digamos ya el posmoderno) acoge con paternal benevolencia a Feuerbach, a Nietzsche, a Freud, a Sartre y a cualquier otro que dé en negar la divinidad antropológica como mera compensación de las deficiencias humanas o de nuestra íntima frustración. Tienen razón en rechazar esa prótesis ficticia de nuestra contingencia aunque su ateísmo revoltoso para nada afecte a la auténtica sobreabundancia y otredad divina: al contrario, sirve para exigirla y librarla de gangas indeseables. Lo malo es que al despedir así las objeciones de los ateos quedan también licenciados los rasgos mismos «humanizadores» que garantizaban a Dios como persona. Al hacerse inabarcable -e inatacable racionalmente, por tanto- la divinidad se hace también impersonal, rasgo más apofático que suponerle cualquier tipo de personalidad intuitivamente aceptable. Si se emprendió la vía negativa para superar las contradicciones que encierra considerar a Dios como omnipotente, bondadoso y creador de un mundo lleno de dolorosas catástrofes (entre las cuales la peor de todas es la propia voluntad humana), el resultado no responde del todo a lo previsto porque a fin de cuentas junto con las contradicciones es la propia imago personal lo que se desdibuja y pierde. El Dios Creador, Padre, Juez, Misericordioso, etc., es decir, el Dios Vivo, paradójico pero definido, se diluye en la bruma ardiente e informe del arrobo místico, en cuyo arrebato todo cabe pero nada se perfila. Es un Dios del que resulta equívoco incluso decir que «es», según el criterio de Simone Weil. Ya no es un «Alguien» sino un «Algo»… a punto de hacerse Nada por mera coquetería. Siempre me ha sorprendido la cantidad de conocidos míos, ilustrados y progresistas, que cuando se menciona el tema de Dios sienten embarazo en declararse creyentes convencionales y se refugian en un «hombre, yo creo que hay Algo…». Me cuesta responderles: «vaya, que hay Algo es cosa en la que todos estamos de acuerdo, incluso los más incrédulos. De lo que se trata al mencionar a Dios es si creemos o no que hay Alguien». Pero eso ya son, como suele decirse, palabras mayores. [43]

Y así llegamos, pasando de la negación a la afirmación dialécticamente superadora como Hegel nos enseñó, a la consideración metafísica de Dios, a la divinidad como concepto. Aunque este tránsito trascendental viene de lejos -tiene raíces en el demiurgo platónico y en el motor inmóvil aristotélico, el Uno de Plotino, etc.- su instalación triunfal en el pensamiento moderno se debe sin duda a Spinoza. Fue Spinoza quien estableció que hablar de la inteligencia o la voluntad de Dios puede no ser racionalmente inapropiado del todo pero resulta equívoco, salvo que tengamos en cuenta que esa «inteligencia» y «voluntad» se parecen a las humanas tanto como la constelación astronómica del Can se parece a los chuchos que ladran y mueven la cola en este mundo. Porque hay Dios, sin duda ni emborronamiento, pero ese nombre excelso puede ser sustituido sin mengua por los de Naturaleza o Sustancia, es decir, el eterno entramado de efectos y causas que a su vez carece de causa exterior y que abarca todo lo real, de lo que formamos parte ni más ni menos «privilegiada» que las amebas, los mares o las estrellas. Dios (o la Naturaleza, o la Sustancia) es conocido por los humanos en dos de sus atributos, la idea y la extensión… aunque jamás sabremos del resto infinito de sus facetas: conocemos lo que por nuestra condición nos corresponde saber. Para Spinoza no existen el Bien y el Mal como polos absolutos de un enfrentamiento maniqueo, sólo lo malo y lo bueno (es decir, lo inadecuado y lo adecuado) para cada uno de los seres: el bacilo de la tuberculosis o el fuego devastador no tienen en sí mismo nada de «malo» sino que sólo lo son para nosotros porque nos perjudican; en cuanto a la perversidad, el engaño o el crimen son trastornos pasionales que provienen no de una mala voluntad humana (todos los seres humanos queremos por igual perseverar en nuestro ser, lo cual es perfectamente apropiado) sino de las falsas ideas y los errores que cometemos al buscar lo que más nos conviene. El hombre libre, el «sabio» según Spinoza, profesa un amor intelectual a Dios cuya consecuencia activa es vivir de acuerdo a lo que determina nuestra condición racional y social -«nada es más útil para un hombre que otro hombre»-, rechaza la tristeza, el odio, la envidia, el arrepentimiento… y desde luego no espera ser correspondido en su amor por la Naturaleza o la Sustancia de la que forma parte.

La divinidad conceptual de Spinoza -quizá el más elegante monumento de la historia de la filosofía- es en parte clara y accesible, en parte por siempre impenetrable para nosotros como el universo mismo. Siglos después Hegel remataría en su sistema la conceptualización de Dios y convertiría los dogmas cristianos en metáforas especialmente significativas de las abstracciones que el trabajo intelectual del filósofo establece en su tarea titánica de pensar lo real y lo ideal en su devenir histórico. Ahora bien, por grandes que sean los méritos especulativos de este rescate metafísico de la vieja divinidad -o mejor, de todos los dioses del pasado- su valor para el mortal doliente que busca consuelo religioso es sumamente escaso. Las religiones pretenden algo diferente. Lo ha expuesto con nitidez contundente Pascal Boyer: «En la historia de la humanidad, se han tenido siempre pensamientos religiosos por razones cognitivas en contextos prácticos. Estos pensamientos son eficaces. Producen comentarios pertinentes sobre situaciones como la muerte, el nacimiento, el matrimonio o la enfermedad, etc. Las religiones “metafísicas” que no se manchan las manos con preocupaciones bajamente humanas son por tanto tan vendibles como un coche sin motor». [44] El Dios que encuentra la filosofía no es ya el de la fe religiosa, por muchas consecuencias morales que intente el pensador derivar de Él. La filosofía ayuda a comprender pero no aporta el remedio salvador en cada trance mortal a que aspira el creyente, ni el bálsamo redentor a su sentido de culpa. Desde el punto de vista filosófico, Dios puede ser un nombre alternativo y gratificadoramente legendario para la Realidad Absoluta pero carecerá de sus atribuciones tradicionales como rescatador de almas y enderezador de entuertos. Spinoza nos diría que el papel de la filosofía es comprender, no consolar ni alentar falsas esperanzas de un rescate personal ininteligible que anhelamos a consecuencia de nuestro miedo irracional ante la muerte. ¡Ay! Pero, si vamos a morir… ¿cómo conformarnos sólo con comprender lo que nos aniquila? Quizá el sabio se contente con la serenidad y su beatitud, pero el creyente quiere algo más: quiere escapar a la perdición. La divinidad religiosa y no meramente metafísica a la que consagra su fe tiene un alcance mucho más ambicioso y poco le importan las contradicciones especulativas que encierre con tal de que le saque en sus redes del océano de la nada. Kolakowski ha sintetizado muy bien el perfil de este Dios: «El Absoluto se supone que redime al mundo, que lo salva de la muerte sin comienzo ni fin; en su eterno presente todo queda preservado, todo está protegido y convertido en permanente, nada nunca perece; produce el último soporte para la existencia de todo lo que hay, realiza la subyugación final del tiempo». [45] Ante oferta tan potente, por contraria que sea a la razón, palidece la esforzada e ingeniosa filosofía.

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[42] Traducción de Rafael Cadenas.

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[43] Mientras corregía las pruebas de este capítulo, leí en el interesante libro El alma del ateísmo (ed. Paidós, Barcelona, 2006) de André Comte Sponville un comentario prácticamente idéntico a este mío (p. 97). Lo malo de seguir al espíritu de la época que nos inclina a hablar de elefantes es que todos repetimos que tienen trompa…

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[44] Ibídem, p.467.

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[45] Metaphysical Horror, ed. Basil Blackwell, Oxford, 1988, p. 54.