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Chestov se atreve, con elocuencia y vigor, a sacar una y otra vez todas las consecuencias de este planteamiento kierkegardiano. Insta al lector a que aparque por un momento la ciencia, la lógica y hasta la ética. Estas sabias matronas hablan de lo necesario pero… ¿acaso a nosotros, pobres mortales, nos conviene lo necesario? En modo alguno. Las verdades universales y necesarias no se ocupan de nuestra insignificancia, de nuestra vida individual amenazada, de nuestras ansias de liberación y de justicia. Aún peor: las condenan, las trituran, las consideran caprichos irrelevantes. Se burlan de lo que nos conviene, lo consideran un lamentable infantilismo, una «idea inadecuada» como diría Spinoza. Y si la divinidad fuese un concepto metafísico, algo así como la antonomasia de la verdad absoluta, necesaria y legalmente ética, tampoco se ocuparía ni lo más mínimo de nuestra «conveniencia». Entonces ¿cuál es el Dios que nos conviene? Habrá de ser un Dios que no se someta a las verdades necesarias y universales, ni siquiera a la ética (un Dios que un buen día pueda ordenar a Abraham cometer el horrible crimen de sacrificar a su hijo Isaac, por ejemplo, o que prive a Job de su familia y de todos sus bienes sin pretexto lógico alguno): un Dios tan personal, individual y arbitrario como cualquiera de nosotros, pero omnipotente, creador, fabricador y si le apetece también rescatador de cada cosa y cada ser que existe. El Dios dueño del tiempo, que puede cambiar el pasado y alterar las leyes de la lógica, la suprema Voluntad para la que no existe lo imposible ni sabe lo que significa «no hay más remedio que…». Para Él dos y dos no siempre han de ser cuatro y desde luego ninguna muerte es fatal. La fe en semejante divinidad es precisamente lo que nos conviene para salvarnos, piensa Chestov. Pero ¿cómo ser capaces de tal salto al abismo, cómo considerar más auténtica nuestra conveniencia que la ciencia, la lógica y la ética según las cuales Aristóteles, Spinoza y el resto de los grandes sabios pos dicen que debemos regir nuestras vidas… mientras juren? Sin embargo «hay que elegir: o bien revocamos el dos «dos son cuatro, o bien admitimos que la muerte es la conclusión de la vida, su tribunal supremo». [48] Es decir, o bien logramos creer en un Dios personal que salva a quien quiere _no está obligado a salvar ni a conceder su gracia a todos los humanos porque para Él no hay obligación que valga- y para quien todo es posible, o bien abandonamos definitivamente toda esperanza de ser rescatados de nuestra perdición.

No cabe planteamiento religioso más radical que el de Chestov: es insoportable hasta para la mayoría de los creyentes, que aspiran a conciliar su fe con la lógica y las necesarias verdades universales. Por eso el pensador ruso enfrenta en el título de su obra más célebre Atenas -es decir, la razón clásica basada en el establecimiento de lo necesario para todos, sin hacer excepciones según la conveniencia individual- y Jerusalén, la escandalosa revelación bíblica. [49] Un enfrentamiento semejante temió en su día David Hume, que sin embargo creía que la conveniencia del anhelo humano terminaría por vencer a la lógica científica: «Oponerse al torrente de la religión escolástica con máximas tan débiles como éstas: es imposible que una misma cosa sea y no sea, queel todo es mayor que la parte, que dos más tres suman cinco, es como querer estancar el océano con un junco. ¿Cómo se pueden oponer razones profanas al misterio sagrado? Ningún castigo es demasiado grande para tal impiedad. Y los mismos fuegos que fueron encendidos para los herejes servirán también para la destrucción de los filósofos». [50] Sin duda Hume se equivocó respecto al devenir de la religión y la filosofía -o, mejor, la ciencia- en Europa. A partir de la Ilustración ganaron los filósofos y los científicos, mientras la religión perdió terreno y las hogueras inquisitoriales se apagaron (me refiero, naturalmente, a las encendidas por motivos religiosos, porque pronto ardieron otras aún más voraces alimentadas con combustible político). La divinidad oficial en los países desarrollados se hizo razonable, aunque con una razón «tutelada» por la fe y luchando siempre contra la visión laicista de la sociedad. Recientemente (septiembre de 2006) el papa Benedicto XVI pronunció una polémica conferencia en Ratisbona en la que vinculaba el Dios cristiano a la razón griega (como si no hubieran existido Lutero y Kierkegaard) frente a la arbitrariedad de Alá, situado según él por encima de la razón, la lógica y hasta la moral decente de cada día (algo así como el Dios de Chestov). En efecto, probablemente hoy es el islamismo el que responde mejor a esa «religión escolástica» antifilosófica e inquisitorial temida por el ilustrado Hume. Pero en Occidente también los pensadores posmodernos, tan opuestos en temple y doctrina a León Chestov como quepa imaginar, se acercan paradójicamente a algunos de los planteamientos del ruso: porque desde su perspectiva pragmática la fe vuelve a ser cuestión de conveniencia y no de argumentación racional, ya que el concepto mismo de «verdad universal y necesaria» les resulta irremediablemente obsoleto. Según el criterio posmoderno, en su titánica batalla Chestov o el habitante del subsuelo dostoievskiano se esforzaron en vano por derribar una puerta que estaba abierta… pero tuvieron el mérito de mostrar al menos las razones subjetivas por las que debía estarlo. En cualquier caso, para muchos de nosotros que no renunciamos a creer en lo verdadero, el dilema sigue estando entre lo que puede convencernos (ciencia, lógica, ética…) y aquello que contra toda verosimilitud podría salvarnos. ¿Es conveniente la verdad o debe ser verdad lo conveniente?

¿Y lo posible? ¡Ah, lo posible! Creyente o ateo, nadie actúa bajo la tutela del determinismo, la necesidad o lo irremediable, aunque teóricamente acepte su vigencia en ciertos campos. Quien elige, quien decide, quien ejerce su voluntad, obra siempre desde la fe en lo posible. ¿Sería abusivo decir que, en cierto sentido, actuar es siempre -al menos en parte- creer en Dios?

Capítulo cuarto

El cristianismo como mito de la posmodernidad

«-Imagino que también es bastante descreído.

– Oh, de ninguna manera. Ahora mismo la moda es tener una disposición de ánimo católica con una conciencia agnóstica: así disfruta uno del pintoresquismo medieval de lo primero con las comodidades modernas de lo segundo.»

H. H. MUNRO «SAKI», Reginald

La Feria del Libro, en la primavera del jardín del Buen Retiro madrileño, es un lugar adecuado para las investigaciones de campo sobre corrientes intelectuales entre los lectores españoles. Por lo menos yo he solido aprovechar mis estancias anuales como escritor firmante en alguna de sus casetas para llevar a cabo reflexiones empíricas sobre tema tan litigioso. Las anécdotas a lo largo de tantas ediciones de la Feria -más de treinta y cinco, en mi caso- son innumerables, pero hay una especialmente significativa o que al menos viene al pelo respecto al tema de este libro. Se me acercó un matrimonio de cierta edad (la mía, más o menos) para que les firmase uno de mis libros. Así lo hice y después la señora, con amable timidez, inquirió si podía hacerme una pregunta «personal». Le animé con todo gusto a plantearla, porque sé muy bien que no hay preguntas comprometedoras: sólo las respuestas lo son a veces. Inclinándose confidencialmente sobre el mostrador que nos separaba, la señora me susurró: «¿es usted creyente?». Entonces respondí con otra pregunta, según la táctica que la sabiduría popular atribuye a nuestros hermanos gallegos: «creyente… ¿en qué?». La buena mujer se quedó algo parada, consultó con la vista rápidamente a su marido -que la miraba con cierta reprobación condescendiente- y prosiguió: «bueno, no sé… en lo corriente». Concluí: «desde luego, señora, claro que creo en lo corriente. En lo que no creo es en lo sobrenatural». Consigno para la historia que mi interlocutora sonrió con cierta satisfacción al oírme, mientras le daba un codazo disimulado a su cónyuge.

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[48] Sur la balance de Job, p. 58.

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[49] Alheñes et Jerusalem, trad, francesa de Boris de Schloezer. Ed. Flammarion, París, 1967. Debe hacerse notar que Chestov contrapuso Atenas y Jerusalén en este libro original de 1951, dieciséis años antes de la conferencia de título semejante pronunciada en Nueva York por Leo Strauss, a quien se suele atribuir la paternidad de tal enfrentamiento teórico.

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[50] Op. cit, p. 73.