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Tuve ocasión de acordarme de esta anécdota minúscula cuando hace pocos años se publicó un diálogo más o menos teológico entre Umberto Eco y el cardenal Martini, que adjuntaba como apéndice intervenciones de algunos otros pensadores italianos destacados. El título del librito me pareció sorprendente: ¿En qué creen los que no creen? Sin duda se daba por supuesto que «creer» es ante todo creer en lo que establece la religión vigente en nuestros pagos, tal como asumía por descontado mi interpeladora en la Feria del Libro. Y puesto que la pregunta se refería a cuáles son las creencias de los que no creen en Dios ni en los dogmas religiosos, la respuesta resultaba bastante obvia: creemos en las constataciones sobre los fenómenos naturales establecidos por las ciencias, en lo refrendado por estudios históricos o sociales, en la pertinencia de ciertos valores morales, etc. Es decir, en todo aquello en cuyo apoyo hay argumentos y pruebas suficientes, aunque a veces controvertidas y no siempre igualmente convincentes. Y creemos en cada uno de esos sucesos físicos y contenidos culturales de acuerdo con el nivel de creencia correspondiente a su pertinente variedad epistemológica: desde Aristóteles sabemos que no es lo mismo «exactitud» que «rigor» y que no puede exigirse la misma certidumbre para los datos de la historia o para los razonamientos persuasivos de la ética que para los resultados de la física… por no hablar de los resultados de las operaciones matemáticas. En conjunto, los llamados desde un punto de vista exclusivamente religioso (pero que se tiene por antonomásico) «incrédulos» podemos dar cuenta bastante competentemente de aquello en que creemos y sobre todo de las razones por las que creemos en tales cosas y no en otras. No es necesario compartir estas creencias (al menos no todas ellas, porque las que atañen al mundo físico y a los resultados de las ciencias experimentales pocos las discuten en serio) para al menos comprender las creencias de los religiosamente incrédulos.

De ahí mi sorpresa porque algo tan escasamente misterioso se convirtiese en pregunta trascendental en el título del mencionado librito. Sobre todo cuando es obvio que, ya puestos a situarnos en el brumoso plano teológico, hay una pregunta mucho más urgente y más difícil de responder. Me refiero, claro está, a la siguiente cuestión: «¿En qué creen los que creen?». Y su lógico corolario: «¿Por qué creen en ello… si es que logran aclarar en qué creen?». Desde luego, damos aquí por hecho que esos «creyentes» lo son en cuestiones de índole religiosa o teológica. Pues bien: no me parece especialmente difícil, al menos en un primer y elemental momento, aclarar el contenido racional y razonable de cada una de las creencias de los teológicamente considerados «incrédulos», mientras que en cambio establecer el contenido de la creencia en Dios, por ejemplo principal, o en la Santísima Trinidad o en la Encarnación del Verbo Divino no parece tarea igualmente accesible. No se trata de exigir a quien cree en «Dios» que aclare el contenido de su creencia y las razones que le llevan a adoptarla con la misma nitidez con que puede responder a tales preguntas, por ejemplo, quien cree en la función fanerógama de las plantas o en la existencia del abominable hombre de las nieves. Pero ¿podría al menos ilustrarnos sobre ese tema con similar precisión a la que puede exhibir quien cree en las causas económicas de la Revolución Francesa o en el carácter virtuoso de la veracidad? Puestos a ello, no hay incredulidad más radical y escandalosa que la de quien cree que la muerte es solo una apariencia y que no morimos realmente del todo cuando se certifica nuestra defunción. ¿Podrían aclararnos los incrédulos en la muerte (es decir, los paradójicamente llamados «creyentes» religiosos) qué creen que en verdad ocurre a nuestro ego, espíritu, alma o lo que sea cuando aparentemente morimos? Lo dudo bastante y por eso me parece mucho más intrigante saber en qué creen los que creen que en qué creen quienes no creen…

Creer, no creer… y aportar razones para apoyar la creencia o la incredulidad: ¿y si todo esto fuesen residuos de una pesada metafísica que concede a la noción de «verdad» -es decir, de aquello en lo que debemos creer, objetivamente, nos guste o no- una gravedad excesiva, hoy ya hermenéuticamente injustificable? Para el pensamiento posmetafísico (léase: posheideggeriano), el concepto operativo de verdad es un exceso de equipaje a declarar en la aduana filosófica. Tanto los creyentes como los incrédulos en materia teológica están enredados en la tela de araña tejida por la tarántula más peligrosa y ya felizmente periclitada, la tarántula metafísica. «Hoy ya no hay razones filosóficas fuertes y plausibles para ser ateo o, en todo caso, para rechazar la religión», anuncia emancipadoramente Gianni Vattimo. [51] Se entiende que tal aligeramiento teórico proviene de que tampoco la creencia en Dios o la aceptación de la religión cuenta a su favor con razones mejores. El cristianismo posmoderno -pues de esta religión y no de otra trata la reflexión que estamos comentando- no pretende brindar una concepción del mundo explicativa de lo real que compita con la que facilita la ciencia experimental. Tal como resume esta postura Richard Rorty, «Vattimo quiere disolver el problema de la coexistencia de la ciencia natural con el legado del cristianismo no identificando a Cristo ni con la verdad ni con el poder, sino sólo con el amor». [52] La secularización de la modernidad primero salva a la verificación científica del cepo del dogma religioso, pero inmediatamente después alivia a la religión de las trampas de la ciencia empeñada en verificar. El cristianismo, más que una forma de pensar, pasa a ser una forma de hablar e interpretar el discurso que nos expresa, así como una forma de actuar (no dogmáticamente sometida a prescripciones y prohibiciones de la jerarquía eclesiástica, piensa Vattimo) basada en el mandamiento del amor. El poeta francés Pierre Revérdy dijo: «No hay amor, sólo pruebas de amor». Si no le interpreto mal, Gianni Vattimo dictamina que ya no hay cristianismo como dogma o creencia en una Verdad mayúscula, de fundamento natural-metafísico, un repertorio de explicaciones de los principios de este mundo y del más allá… sino solamente pruebas de amor cristiano. La caridad es lo único que resiste -y con ella basta- a la ola de secularización que nos anega desde finales del siglo XIX. Aunque este criterio viene de más atrás, porque ya en 1777 Lessing escribió: «Basta que los hombres se atengan al amor cristiano; poco importa lo que suceda a la religión cristiana». La pregunta, claro está, es si el amor cristiano en cuanto tal puede darse fuera, al margen o incluso después de la religión cristiana…

Sin embargo, esta interpretación del cristianismo no es universalmente compartida, sobre todo si se refiere a los orígenes mismos de esa doctrina religiosa (por no mencionar lo que pudo opinar al respecto en su día el Papa Juan Pablo II, según expone en su encíclica Fides et Ratio, o lo que creen los creacionistas y partidarios del «diseño inteligente» que debería arrinconar teológicamente a Darwin, por ejemplo). La señal distintiva del cristianismo en sus comienzos es que reivindicaba una concepción digamos agresiva de la verdad, polémicamente rebelde a toda concesión al relativismo o la razón de Estado. En una página especialmente combativa de su libro Straw Dogs, que titula significativamente «Atheism, the last consequence of Cristianity», John Gray mantiene una posición teórica tan aparentemente opuesta… que podríamos hasta leerla a rébours como complemento de la de Vattimo. Según Gray, el ateísmo moderno ha pretendido alcanzar por medio de la secularización un mundo del que estuviera ausente el Dios cristiano… pero ese mundo no por ello deja de ser cristiano, aunque carezca de Dios: «La secularización es como la castidad, una condición definida por aquello que niega. Si el ateísmo tiene un futuro, sólo podrá ser como revival del cristianismo. Pero de hecho el cristianismo y el ateísmo van decayendo juntos». ¿Quiere esto decir que los primeros cristianos se desentendían de la verdad objetiva, naturalista, y que por tanto -como creen los posmodernos- los ateos científicos de la actualidad se equivocan al intentar rebatirlos en ese plano? No nos apresuremos, porque el razonamiento de Gray sigue aquí una línea diferente a la de Vattimo.

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[51] Vattimo, G., Creer que se cree, ed. Paidós, Barcelona, 1996, p. 122.

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[52] Rorty, R., El futuro de la religión, ed. Paidós, Barcelona, 2006, pp. 56-57.