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Conseguir superar el temor a la muerte a costa de sacrificar el amor primordial a la vida (puesto que tanto la una como la otra pierden sustancia frente a la realidad eterna del más allá) es quizá pagar un precio demasiado alto por mantener el respeto a los preceptos morales. Pero también implica otras contraindicaciones. Como ya hemos dicho, la moral terrena nace de la necesidad que tenemos los mortales de apoyo y cuidado benevolente por parte de nuestros semejantes, los que mejor pueden comprender las carencias de nuestra condición puesto que la comparten. Su único objetivo es lograr una vida mejor para quienes sufrimos las contingencias propias de nuestra especie perecedera. No sólo no se desvaloriza porque seamos mortales sino que extrae su perentoriedad de esa necesaria circunstancia. Así lo ha señalado Steven Pinker: «¿Perdería la vida su propósito si dejáramos de existir cuando muere nuestro cerebro? Al contrario, nada da más sentido a la vida que percatarse de que cada momento de sensibilidad es un don precioso. ¿Cuántas peleas se han evitado, cuántas amistades han renacido, cuántas horas no se han dilapidado, cuántos gestos de afecto no se han hecho porque a veces nos acordamos de que “la vida es breve?”». [60] Pero la moral basada en la creencia religiosa en el más allá, con sus castigos y premios, no se contenta con una vida mejor en este mundo sino que aspira a algo mejor que la vida en el otro. Y por tanto los mandamientos que impone no se justifican sencillamente por nuestras necesidades naturales sino que a veces las arrollan en nombre de exigencias de los dogmas sobrenaturales. De ahí que puedan ser precisamente los buscadores de lo Absoluto, que desprecian la muerte en nombre del más allá, los que incurran también en el nihilismo aterrador que menosprecia la vida ajena como un ingenuo egoísmo burgués pecaminoso y fatuo. En pocas novelas contemporáneas se ha planteado tan elocuentemente esta postura como en La montaña mágica de Thomas Mann. El jesuita Naphta, que disputa al ilustrado Settembrini la educación de Hans Castorp, se burla de las normas democráticas y progresistas, con su pacifismo y su deseo de mejoras tangibles en cuestiones materiales: «¡La moral burguesa no sabe lo que quiere!», exclama Naphta y más adelante, en un tono apocalíptico que los sangrientos atentados recientes nos hacen escalofriantemente próximo, dictamina: «No son la liberación y expansión del yo lo que constituye el secreto y la exigencia de nuestro tiempo. Lo que necesita, lo que está pidiendo, lo que tendrá es… el terror». Si el miedo a la muerte ha sido siempre origen de atropellos inmorales, el intento de corregirlo con una creencia dogmática en el más allá puede desembocar de nuevo en otro terror que aniquile la insignificancia de la vida terrena en nombre de la purificación necesaria para alcanzar la sobrenatural. En la época en que Thomas Mann escribió su gran novela (final de los años veinte del pasado siglo) el representante de esta inquisición intransigente y suicida era el católico Naphta, pero hoy podría serlo algún fanático del terrorismo islamista.

Recapitulemos. Los dioses mitológicos no conocían deberes éticos los unos para con los otros, puesto que su inmortalidad les resguardaba de toda fragilidad y daño. En cambio los humanos, por ser mortales, necesitamos pautas morales que proscriban causar daño intencionado al prójimo y recomienden apoyo, incluso complicidad, en la necesidad o la desventura. La reflexión sobre nuestra condición perecedera y la comprensión solidaria de quienes la comparten con nosotros basta para justificar el más elemental de los códigos morales, aquél que recomienda no hacer a los demás lo que no desees que te hagan a ti mismo y ayudar a los otros como tú quisieras que te ayudasen cuando fuera menester. Sin embargo, las útiles y meritorias directrices morales tropiezan con nuestro desaforado terror ante la muerte, que nos tienta a suponer que es preciso ignorar o pisotear a los otros para retrasar la inevitable llegada de nuestro fin. Intentando conjurar ese destructivo pánico ante la muerte, las religiones que hablan de castigos y premios ultramundanos desvalorizan conjuntamente la muerte como mero tránsito y la vida terrenal como simple campo de pruebas para exaltar un más allá en el que se juzgará nuestro comportamiento de acuerdo con ciertas leyes establecidas. Pero estas leyes, emanadas de dogmas sobrenaturales, pueden ser tan inadecuadas para la felicidad terrena como los dictados del propio pánico ateo ante la muerte inevitable. Un personaje de Dostoievski resume bien el dilema, asegurando: «Si Dios no existe, todo está permitido». Lo cual no sólo quiere decir que los humanos no aceptarán ninguna restricción moral más que por sumisión al espanto ante castigos infernales (lo cual ya es bastante abyecto) sino que dichas normas no tienen otra base que la voluntad divina y es irrelevante que colaboren o no a nuestro mejor vivir en este mundo. Según este planteamiento, los preceptos morales sólo son válidos como pruebas de nuestra sumisión a lo Absoluto, pero no como emanaciones racionales de lo que social e individualmente puede resultarnos más conveniente. Tienen mucho que ver con la obediencia y bastante con el miedo, pero nada, absolutamente nada, con la comprensión de lo que realmente necesitamos y queremos.

Sin embargo, la vida moralmente buena no es lo mismo ni mucho menos que la vida eterna, religiosamente premiada o castigada. La vida buena lo es porque comprende y respeta lo que la muerte significa para quienes estamos sujetos a ella: es la forma más intensa de compañerismo. En cambio, la eternidad no añade nada a la vida en cuanto tal sino que le resta aquello que justifica realmente la legitimación racional de los preceptos morales. Si nuestra verdadera existencia hubiera de ser inacabable e invulnerable (tras la muerte) como la de los dioses legendarios (pero careciendo de su despreocupada naturaleza divina: nosotros seríamos inmortales creados por un Ser eterno ante y post factum, de rango superior), los preceptos morales sólo serían los enunciados de una prueba de obediencia, destinada no a mejorar nuestro tránsito por este mundo sino a asentar el poder omnímodo del Dueño universaclass="underline" «De ese árbol no comeréis… para no ser como dioses». Casi da vergüenza hablar de esta hipótesis como si fuera seria. Yo creo que incluso a un creyente -si tiene auténtica rectitud de conciencia- deben producirle simpatía y alivio aquellas palabras pronunciadas por la protagonista de Major Barbara, una pieza dramática de Bernard Shaw: «Me he librado del soborno del cielo. Cumplamos la obra de Dios por ella misma; la obra para cuya ejecución nos creó, porque sólo pueden ejecutarla hombres y mujeres vivientes. Cuando me muera, que el deudor sea Dios y no yo». La vida buena, éticamente hablando, expresa una valerosa autonomía que es lo más opuesto que cabe imaginar a la vida eterna según criterios religiosos, heterónoma por definición y necesidad: me refiero, naturalmente, al plano teorético, porque en el de la práctica bien pudiera ser que coincidiesen los comportamientos morales de quien comprende lo que implica el irremediable compañerismo de la mortalidad con los del que espera ser premiado -o teme ser castigado- en el más allá por hacer aquí y ahora lo humanamente debido. Esta coincidencia se percibe a veces en las descripciones menos ridículas que se nos hacen llegar del otro mundo: los castigos de los condenados en el infierno de Dante, por ejemplo, pueden ser entendidos como un estilizado trasunto de los males que ciertos vicios ocasionan en la vida terrenal de quienes los cometen. Según explica George Santayana, Dante «como muchos otros videntes cristianos, deja traslucir de vez en cuando una concepción esotérica de las recompensas y de los castigos, que convierte en meros símbolos de la calidad intrínseca del bien y del mal. El castigo, parece entonces decir, no es nada que se agrega al maclass="underline" es lo que la pasión misma persigue; es el cumplimiento de algo que horroriza al alma que lo deseó». [61]

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[60] S. Pinker, La tabla rasa, ed. Paidós, Barcelona.

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[61] G. Santayana, Tres poetas filósofos, trad. J. Ferrater Mora, ed. Losada, Buenos Aires, 1943, p. 94.