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Sin embargo sigue latiendo el problema de fondo: ¿cuál debe ser la disposición de la persona éticamente recta, que busca una vida buena en los límites de la mortalidad, pero que está sometida al pánico y la urgencia esenciales de la muerte que llega? Su convicción deberá ser, al menos, utilitaria: habrá de comprender que el proyecto ético resulta favorable en conjunto a la vida, que la dota de mayor armonía y menor incertidumbre, incluso de un valor estético añadido de nobleza. Una noción genérica, que quizá no baste para motivar nuestras conductas concretas, en el momento apremiante. En último término, tendríamos que ser capaces de adoptar el punto de vista de la inmortalidad a sabiendas de que nuestro lote es precisamente la muerte. Para Agnes Heller, en la obra citada, esta actitud es imaginable y posible: «Cada vez que elegimos padecer un acto indebido en lugar de cometerlo actuamos como si fuésemos inmortales aunque sabemos que no lo somos. Uno no necesita creer en la inmortalidad del alma o en la resurrección para sentirse familiarizado con esta actitud. Para actuar como si fuésemos inmortales no necesitamos serlo». [62]Esta convicción coincide en cierto modo con la opinión de Spinoza, según la cual todo lo que los humanos hacemos movidos por pasiones -si es conveniente para nuestra condición- podríamos hacerlo también dirigidos por la razón. Obrar como inmortales, es decir sin el miedo y el afán que la muerte impone, pero sabiendo que somos mortales y que por eso y sólo por eso debemos comportarnos éticamente con nuestros semejantes en tal destino. Kant dijo que lo éticamente relevante para los mortales no es llegar a ser felices, sino merecer la felicidad; Nietzsche recomendó amar la fugacidad del presente y nuestro gesto en él como si debiera retornar una y otra vez, eternamente. En todos estos casos parece proponerse un ideal de la vida frente a la muerte que se sobrepone a nuestro condicionamiento biológico y transitoriamente lo refuta. ¿Es realmente posible esta forma laica de resignada santidad?

Capítulo sexto

La política de los profetas

«Imagina un mundo sin Cielo,

con sólo firmamento sobre nosotros.

Sin ninguna razón para matar o ser muerto…»

John LENNON, Imagine

Cuando yo tenía veinte años, allá por las vísperas del mitificado mayo del 68, nuestra pasión absorbente y tiránica era la política: discutíamos a todas horas sobre cómo acabar con el Poder y establecer la espontánea y sojuzgada Libertad, buscábamos maestros que rompiesen la coraza de conformismo y ortodoxia que atenazaba a nuestros mayores (Bakunin para corregir a Marx, Adorno y Marcuse para luchar contra los hombres unidimensionales, Gustav Landauer, los situacionistas, Norman O. Brown, la recuperación libidinal de la vida cotidiana, el final de las jerarquías y los partidos, el comienzo de la Asamblea definitiva, la eterna Asamblea igualitaria en la que todo sería planteado, debatido e incluso resuelto…). Nuestra generación -valga este concepto lo poco que valga- se rebelaba en Berkeley contra la guerra de Vietnam, en París contra la sociedad del espectáculo y el poder sin imaginación, en Madrid contra la dictadura de Franco y en Praga o Varsovia contra la tiranía de la burocracia estalinista, etc. Preveíamos y aún anhelábamos todas las luchas finales, las grandes batallas: contra el imperialismo, contra el capitalismo, contra la burocracia, contra la represión del hedonismo jubiloso, contra la prohibición histérica de las drogas, contra la rutina laboral… a fin de cuentas, supongo que también contra la vejez, incluso contra la muerte. Las únicas guerras que no atisbamos en el horizonte, las únicas para las que no estábamos preparados ni tampoco predispuestos, aquéllas de las que nos hubiésemos reído si alguien las hubiera pronosticado ante nosotros… fueron precisamente las que llegaron arrasadoras e inexplicables, casi cuatro décadas después: ¡las guerras de religión!

Sin embargo, en cierto modo las habíamos presentido. Es más: pertenecíamos de antemano al torbellino ideológico en el que vendrían envueltas. Nosotros, los jóvenes sublevados de entonces, ni éramos ni queríamos ser políticos (es decir, transformadores graduales y razonables de lo realmente existente), sino absolutos revolucionarios instantáneos de todo lo habido y por haber: éramos milenaristas, mesiánicos… conceptos truculentos que pertenecen al orbe religioso más que al secular. Creíamos ser radicales y en realidad éramos integristas de la pureza, creyentes poseídos por dogmatismos verbosos de los que no éramos dueños, ni siquiera responsables. Había clérigos vocacionales infiltrados en nuestras filas, eso es seguro: ¿no fue acaso Guy Debord un imitador aplicado del Gran Inquisidor de Dostoievski? Por supuesto, ninguno de nosotros era realmente «progresista»: esperábamos el final relampagueante de los malos tiempos, no su avance hacia la mejoría. No hay nada más opuesto a la actitud progresista que la mesiánica o milenarista (y eso que los clérigos actuales de cierta edad todavía siguen empeñados en vender estas mercancías averiadas como el auténtico «progresismo», traicionado según ellos por los egoísmos y ambiciones mundanas). Hannah Arendt ha señalado, con su lucidez habitual, que gran parte de la filosofía política occidental -empezando por Platón- tiene poco de política porque en realidad propone utopías o soluciones ideales destinadas a detener el cambiante flujo político en una situación perfecta que nos dispense a partir de entonces de continuar trazando proyectos y estableciendo componendas entre intereses opuestos. La actitud mesiánica no aspira al triunfo de una línea política preferible a las vigentes sino a la llegada del final de la turbiedad social y el establecimiento eterno de una justicia indiscutible: la Jerusalén definitivamente liberada, el Reino de Dios sobre la tierra. Esta impaciente esperanza no pertenece al orden de lo político ni siquiera al de la filosofía (por mucho que Kojéve y otros hayan querido rastrearla en Hegel) sino al de la profecía religiosa.

Con todo, incluso los más fervorosos de aquéllos que finos veíamos ese milenio envuelto en ropajes seculares, hasta materialistas en la mayoría de los casos. Ernst Bloch rastreó la génesis del principio revolucionario que ha de trastocar lo real en los discursos espiritualistas de diversos herejes pero como anticipo de una reconversión que para los contemporáneos debería ya leerse en términos económicos y sociales. Nadie creía que el motor de los enfrentamientos del porvenir fuese a revestir, como en pasadas épocas, el lenguaje directamente deísta de las antiguas guerras de religión. La desmitificación weberiana del mundo moderno resultaba algo irreversible y consolidado, aunque subrepticiamente diese lugar al nacimiento de nuevos -y a veces sanguinariamente peligrosos mitos que se encubrían con razonamientos supuestamente científicos, sean economicistas o biológicos. Sobre todo la secularización se presentaba sin marcha atrás en las sociedades democráticas avanzadas de Europa y América. El dictamen que aún hoy mantiene inalterado contra viento y marea Marcel Gauchet se veía entonces como irrefutable: «Nadie de nosotros puede concebirse, en tanto que ciudadano, mandado desde el más allá. La Ciudad del hombre es la obra del hombre, hasta tal punto que ya es una impiedad, incluso para el creyente más celoso de nuestros países, mezclar la idea de Dios al orden que nos une y a los desórdenes que nos dividen. Nos hemos convertido, en una palabra, en metafísicamente demócratas». [63]

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[62] Ibídem, p.178.

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[63] La religion dans la democratic, ed. Gallimard-Folio, 1998, p. 11.