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En segundo lugar, las religiones no son sistemas filosóficos cuyas perplejidades o contradicciones ocupan solamente los ocios cultivados de algunos intelectuales. Son amalgamas e creencias inverificables diversas, supersticiones, leyendas, pautas morales, cuentos edificantes, tabúes y profecías que inspiran la cotidianidad de personas de todas las clases sociales, con estudios o sin ellos, cultas o ignorantes, etc. La misma fe que para algunos es un estímulo poético que espiritualiza su da hacia una más amplia y más comprensiva humanidad, funciona en otros casos como un oscurantismo fanático que pulsa al exterminio y a la persecución implacable de los semejantes. Cuando contemplan los efectos criminógenos del tan temido odium theologicum, los creyentes más templados y benévolos nos aseguran que sus correligionarios más feroces no han entendido el «verdadero» mensaje de Cristo, Mahoma o Moisés… Pero ¿cómo determinar de modo inequívoco ese mensaje auténtico? En los libros sagrados hay de todo, como en botica, y junto a preceptos solidarios y fraternos se ofrecen tantos más que destilan crueldad punitiva: la opción por unos u otros depende de circunstancias políticas y sociales ajenas a la religión misma, la cual -como la lanza del héroe griego- lo mismo sirve para infligir las heridas fatales que para sanarlas. Verbigracia: es cierto que el Corán abunda en suras mortíferas («¡Cuando encontréis a los infieles, matadlos hasta hacer una gran carnicería!» Sura 47, v. 14) y, a la vista de trágicos acontecimientos recientes, es difícil para la mayoría de nosotros aceptar que los llamamientos a la yihad o guerra santa se refieren en su origen ortodoxo simplemente al combate espiritual en el alma del creyente contra sus malas inclinaciones. Pero tampoco tranquilizan estas palabras en boca del supuestamente más dulce de los profetas, sobre todo cuando se conoce la historia del cristianismo: «No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa» (Mateo, 10: 34). También las descripciones en Números o Deuteronomio del destructor herem judío, según el cual tanto el hombre como la mujer, el joven como el viejo deben ser degollados (Números, 31: 17 -«Matad pues a todos los varones de entre los niños, matad pues también a toda mujer que haya conocido a varón carnalmente…-Josué, 6: 21, etc.) encuentran actualmente un eco devastador en los acontecimientos de Oriente Próximo. En el Antiguo Testamento las exhortaciones al genocidio son tan frecuentes que más que escandalizar, aburren.

Desde luego, cada una de estas doctrinas monoteístas abunda también en recomendaciones generosas hacia el prójimo, sobre todo si comparte nuestra fe, pero la propuesta belicosa y exterminatoria no está menos presente por ello en las tres. El mensaje auténtico del Evangelio, la Torah o el Islam es bifronte, como Jano: tolerante e intransigente, cordial y excluyente, fraterno y belicoso, criminal y pacífico… Que la predicación vaya por un camino u otro depende de circunstancias históricas, de los distintos juegos políticos de poder que se dan en cada caso y sobre todo de la influencia de los predicadores mismos. Sobre la existencia de Dios pueden caber dudas razonables y muchos lamentarán tal incertidumbre; pero de que existen clérigos muy activos y emprendedores en todas las religiones monoteístas no puede caberle a nadie duda ninguna… y esa certeza nos parece a bastantes más lamentable todavía. La escritura de la palabra divina presenta aspectos contradictorios: que el énfasis se ponga en las exhortaciones persecutorias o en las recomendaciones fraternas depende en gran medida de los intermediarios que se prestan voluntariosamente a interpretarla. Lo que la lección de la historia demuestra es que ninguna de las tres grandes confesiones se ha abierto paso solamente a fuerza de mansedumbre, porque esta virtud admirable es en el campo ideológico muy poco competitiva. Así lo asegura por ejemplo Jean-Paul Gouteux: «El éxito evolutivo de un sistema ideológico cualquiera depende de su capacidad para generar proselitismo, para combatir, excluir y reemplazar a los sistemas concurrentes. La naturaleza totalitaria de los sistemas religiosos e ideológicos de mayor éxito está ligado a esta implacable forma de selección. Las religiones dulces, tolerantes, humanistas y pacíficas no tienen oportunidad alguna de mantenerse. Insistamos sobre esta evidencia que a veces no quiere verse: sólo se reproducen los sistemas que desarrollan medios eficaces de reproducción: el proselitismo, el totalitarismo intelectual, la intolerancia, el absolutismo de las convicciones». [66]

Desde luego, una vez consolidadas, las iglesias pueden moderar estratégicamente sus afanes de influencia terrenal, sobre todo si el poder civil establecido no les es totalmente favorable. No hay circunstancia más dulcifícadora de la intransigencia teológica que la debilidad política de quienes la ejercen. Existe un gran contraste entre los clérigos que tienen la autoridad vigente a su servicio y los que la tienen en contra o simplemente en una disposición neutral. Con gran rapidez adoptan las reivindicaciones emancipatorias que combatieron cuando estaban en posición dominante, según la celebrada fórmula de Montalambert: «Cuando soy débil, os reclamo la libertad en nombre de vuestros principios; cuando soy fuerte, os la niego en nombre de los míos». Es una cita que nunca olvido al oír a la exfranquista iglesia católica española reclamar hoy a la democracia la libertad de enseñanza que tan eficazmente obstaculizó durante la dictadura… Sin duda ciertos clérigos han luchado pacíficamente y con imprescindible denuedo por defender derechos humanos atropellados, en Alabama o Sudáfrica, así como en varios países de América Launa. Han prestado inolvidables servicios… y no sólo a los creyentes. En otros casos, en cambio, han reivindicado libertades democráticas pero solamente en la medida en que favorecían el ejercicio de su culto: aunque contribuyeron sin duda al deseable derrocamiento del régimen comunista, los curas polacos -encabezados en su día desde Roma por Juan Pablo II- sólo se han preocupado realmente de la libertad religiosa en el país y poco han hecho a favor de otras franquicias democráticas, a cuyo liberalismo son más bien tumultuosamente opuestos.

En la mayoría de los países avanzados de Europa, con más o menos ocasionales reticencias, la Iglesia Católica acepta -¡a la fuerza ahorcan!- la convivencia laica imprescindible para el funcionamiento del Estado democrático. Pero lo que parecía que iba a ser la tónica general del mundo, la vía que habían de seguir antes o después todos los Estados -laicidad, liberalismo, la ética universalista como «código genético de la sociedad moderna» tal como profetizó Gilles Lipovetsky- se ha quedado reducida a una variante europea peculiar de convivencia, una originalidad cuestionada tanto desde fuera por el fanatismo de los creyentes (incluidos los fundamentalistas cristianos en EE.UU.) como desde dentro por la permanente puesta en cuestión de los antirracionalistas y antiilustrados. Además, la sombra agigantada y a veces caricaturizada del Islam se ha convertido en la gran amenaza que compromete nuestra seguridad y nuestras libertades. Es indudable que el terrorismo islamista de Al Qaeda (denominación «de origen» que también opera hoy como franquicia para otros grupos de fanáticos que tomado -multiplicando víctimas- el relevo de los nihilistas decimonónicos) compromete la seguridad de muchos seres humanos en países occidentales y orientales. Puede muy poco en cambio contra nuestro sistema de libertades democráticas, salvo por la vía indirecta de ayudar a recortarlas cuando argumentos a los políticos autoritarios que siempre buscan razones para aumentar los controles sobre la indisciplinada población civil. Lo cual preocupa al ciudadano celoso e sus derechos, desde luego, tanto como la temblorosa docilidad con que ciertas autoridades políticas y culturales se pliegan a las vociferaciones integristas de los supuestamente ofendidos» por caricaturas, declaraciones papales o incluso -en España- fiestas de moros y cristianos. Después hablaremos de ello. Pero los atentados de Al Qaeda se dirigen sobre todo en forma demostrativa (la propaganda por la acción, que decían los antiguos nihilistas antes mencionados) contra los musulmanes que en sus países de origen o en los occidentales de adopción parecen propensos a adoptar las formas de convivencia y representación propias de la democracia. Los terroristas islámicos quieren desanimar y destruir a cuantos pretendían probar con su propio ejemplo que ni en Oriente ni en Occidente es obligado para los ciudadanos -laicos o religiosos, pero adscritos al área cultural musulmana- el doblegarse a la sharia teológicamente revelada y fundada como única legalidad vertebradora de la comunidad.

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[66] Apologie du blaspheme, de J.-P. Gouteux, ed. Syllepse, París, 2006, p. 220.