Выбрать главу

No faltan quienes sostienen que el islamismo resulta intrínsecamente incompatible con la convivencia democrática y sus usos políticos o sociales. Esta opinión sería verosímil si sólo hubiera una doctrina islámica auténtica -la representada por los más integristas de esos creyentes- y si el Islam resultase ser la única religión incapaz de metamorfosis para adaptarse a la realidad histórica. Ambos supuestos me parecen falsos, para empezar, existen diversas maneras igualmente «ortodoxas» o válidas según un amplio consenso piadoso de interpretar las enseñanzas del Corán y el resto de escritos musulmanes sagrados… tal como ocurre con cualquier otra religión basada en un Libro santo. Las actitudes más radical y belicosamente antioccidentales no son probablemente las mayoritarias y precisamente por eso necesitan recurrir a la violencia para afirmarse. En segundo lugar, a lo largo de los siglos se han dado estilos muy diferentes de islamismo (tolerantes, intransigentes, científicos, irracionalistas, etc.) y hoy mismo los hábitos de una mujer musulmana en Turquía o Túnez no son los mismos que los de sus correligionarias en Arabia Saudí. Por no hablar de los creyentes de ambos sexos que viven en Estados Unidos o los países europeos, así como -¡sobre todo!- los no creyentes o no practicantes que pertenecen sin embargo al ámbito cultural islámico y viven de modo semiclandestino en Estados teocráticos o parcialmente desarraigado de sus comunidades de origen en los nuestros. Y es que se puede ser musulmán (o disidente de la creencia mayoritaria) de formas diferentes. El mal estriba en que hay países musulmanes donde el ateísmo o la apostasía son castigados hoy de forma tan rigurosa como lo fueron ayer en la Ginebra de Calvino o en la España inquisitorial (¡imaginen la libertad religiosa que reinaría en Europa si todas las naciones estuvieran sometidas a un régimen político teocrático como el actualmente vigente en el Vaticano!). No es cuestión de sutilezas teológicas sino de instituciones cívicas: lo que les hace falta a la mayoría de los musulmanes no es una religión mejor sino un gobierno mejor, es decir más desentendido de las directrices religiosas y más preocupado por las libertades civiles. Por lo demás, el islamismo no tiene por qué ser en esencia más refractario a la democracia liberal que el catolicismo o, para el caso, que el comunismo o el socialismo (¡a final de los años setenta del pasado siglo todavía las juventudes socialistas españolas se planteaban en sus congresos la oportunidad de la lucha armada!). De modo que si se pretende recuperar un relativo optimismo comprobando cómo los más fanáticos pueden ser doblegados y que siempre le es posible a los humanos salir de los cepos ideológicos más asfixiantes, no hace falta repasar la historia del Islam sino que basta con la del cristiano Occidente…

Desde luego, no pretendo minimizar la distancia que hoy separa las libertades individuales de que goza cualquier persona bajo las leyes democráticas occidentales de las que padecen los obligados a someterse a la sharia. Sobre todo en el caso de mujeres, como ha mostrado elocuentemente Ayaan Hersi Ali, la diputada holandesa de origen familiar musulmán que finalmente tuvo que abandonar su país tras el asesinato del cineasta Theo Van Gogh -en cuya película más polémica había participado- y que ha explicado con elocuencia los mecanismos de género esclavizadores que se siguen de cierta interpretación del Corán. Un historiador conservador creyó estigmatizar a Hersi Ali con el siguiente elogio: «es una heredera de Spinoza». ¡Bravo por ella! También Ayaan Hersi Ali y e1 propio Van Gogh han sido descalificados como personas de derecha o ultra derecha» (calificación que por lo visto convertía las agresiones que han sufrido en simple respuesta a una previa provocación) por algunos obtusos «multiculturalistas» de ésos que hacen a los musulmanes democráticos más daño que sus peores enemigos. Contra estos «orientalistas por sectarismo» nos ha prevenido muy bien el filósofo iraní Daryush Shayegan, que opina que el Islam o cualquier otra religión que organiza en cuanto Ley el Estado y la sociedad funciona de manera retrógrada. También en los países de cultura islámica podría haberse implantado un estado de derecho de estilo democrático, pero han faltado una serie de circunstancias históricas favorables: «Para que hubiera democracia, habría tenido que haber previamente una secularización de los espíritus y de las instituciones, que el individuo como tal fuera un ser autónomo de derecho y no un alma anónima fundida en la masa gelatinosa de la Umma (comunidad islámica); que el derecho tuviera una base contractual y, finalmente, que la soberanía nacional hubiese preponderado en razón de su legitimidad imperativa sobre la represión coercitiva de los dictadores y la no menos sofocante de las instancias religiosas». [67]Estas carencias propician que el islamismo haya llegado a ser en todas partes una fórmula ideológica imprevisible y potencialmente explosiva, según advirtió proféticamente Shayegan en estas líneas escritas más de una década antes del atentado contra las Torres Gemelas: «El gran peligro de la islamización no está sólo en sus excesos, en sus cambios súbitos, en sus titubeos, en sus anacronismos, sino en el hecho de que, por no estar en condiciones de implantar un orden histórico estructurado, provoca el caos y el caos se aprovecha de los elementos más subversivos, que estaban esperando su oportunidad en los bastidores del poder. De esa caja de Pandora puede salir cualquier cosa: los más inverosímiles unicornios, los más terribles monstruos del zoo político, desde Khadafi a Pol Pot, pasando por los iluminados de todo tipo, puesto que el culto a la revolución se convierte en un fin en sí mismo y pone en marcha su propia demonología». [68] Y en ese punto entra Al Qaeda…

La amenaza perfectamente real del integrismo islámico en nuestros países democráticos ha despertado pavores y pronunciamientos apocalípticos de signo contrapuesto. Algunos responsables culturales se adelantan incluso a las protestas de los temidos intransigentes y suprimen de todo espectáculo cualquier cosa que supongan ofensiva para ellos (lo cual es sumamente difícil de calibrar, porque cada cual se ofende por lo que quiere y prácticamente no hay gesto público o incluso privado incapaz de herir la susceptibilidad del neurótico o del fanático). Una de las últimas y más notables ridiculeces es la retirada de los «moros» en las fiestas de Moros y Cristianos de varias localidades españolas para no ultrajar a los musulmanes, algo tan «comprensible» desde lo políticamente correcto como abolir la figura de Pilatos y sus centuriones en las representaciones de Semana Santa para no ofender al gobierno italiano… Los atentados y las polémicas (caricaturas de Mahoma, referencia de Benedicto XVI a una opinión del Manuel Paleólogo, etc.) han creado un clima de suspicacia y estruendo mediático que algunos se han apresurado a calificar de «islamofobia» y han denunciado como una posición ultraderechista. En realidad lo que se detecta socialmente es una fobia contra la intransigencia y los comportamientos violentos de ciertos musulmanes, no una postura xenófoba generalizada contra los miembros de ninguna etnia o grupo cultural. También la reprobación de ciertas prácticas incompatibles con la igualdad e ambos sexos en las sociedades democráticas. Defender que las mujeres -sea cual sea su circunstancia cultural o las tradiciones familiares- no pueden ser mutiladas o forzadas a llevar indumentarias humillantes no es una forma de discriminación, sino muy al contrario una reivindicación del trato igual a todos los ciudadanos. Y también lo es luchar por crear circunstancias laicas en las que ellas puedan optar libremente por cómo vivir y comportarse, sin la coacción de sus varones familiares y de un entorno tradicionalista -secundado por «orientalistas» majaderos- que determinan con triunfalismo que su evidente subyugación es asumida de manera voluntaria.

вернуться

[67] La mirada mutilada, de D. Shayegan, trad. Roser Berdagué, ed. Península, 1990, pp. 40-41.

вернуться

[68] Ibídem, p. 127.