Con motivo de la polémica que siguió a las palabras de Benedicto XVI en Ratisbona y casos similares, ciertos rigoristas católicos reclaman la necesidad de regresar a «nuestros valores» frente a la intransigencia agresiva de los peores musulmanes. Pero se trata de un equívoco, porque «nuestros valores» democráticos y occidentales no son los tutelados por la teocracia vaticana, sino los resumidos en el concepto de laicidad institucional. Quienes pretenden teocratizar «a la católica» nuestras sociedades para resguardarlas de la teocracia islamista, en realidad están musulmanizando el cristianismo: como tantas otras vanguardias a lo largo de la historia, avanzan en cabeza con tanta decisión que terminan pasándose al enemigo que se nos viene encima… Para que pueda realmente darse una sociedad laica pero a la vez cohesionada y activa en la búsqueda de mejoras sociales, es preciso dejar bien claro que en la época actual -quizá por mérito precisamente de la evolución histórica del cristianismo, «la religión para salir de la religión» según explicó Marcel Gauchet- ya no es imprescindible el poder unificador y justiciero de la religión para legitimar estos fines. Sin embargo, esta constatación no anula la deuda de nuestros valores laicos con sus orígenes culturalmente religiosos. En este punto, suelen confundirse algo grotescamente las cosas: como una parodia del «si Dios no existe, todo está permitido» del personaje de Dostoievski, algunos creyentes o ex creyentes exigen a los que salieron de la religión dogmática la entrega del botín robado, como por ejemplo los derechos humanos. Su ukase. «o creen en Dios o deben pasarse a los devoradores de seres humanos».
Véase el caso, que me afecta personalmente en su polémica, de lo que sostiene Reyes Mate en «Retrasar o acelerar el final. Occidente y sus teologías políticas». [74] Este autor comenta opiniones de Sloterdijk y sobre todo de Enzesberger, que a su juicio vinculan de manera indisoluble la suerte de la religión cristiana y de los derechos humanos. En el caso de Enzesberger, aporta una cita en la que el pensador alemán señala que tales derechos plantean una obligación sin límites hacia los demás y una demanda infinita que muestra su originario núcleo teológico, para concluir luego que ha llegado el momento de librarse de todas las fantasías morales de omnipotencia. Entonces anota Reyes Mate: «Comparemos ahora estos planteamientos con la teoría de Savater según la cual la raíz cristiana de los derechos humanos consiste en que a éstos “se les niega la sanción divina, por lo que fueron en sus orígenes condenados por el papado” (la cita pertenece a “Nuestras raíces cristianas”, un artículo publicado en El País, 4-VII-04, que el lector encontrará en los apéndices de este libro. FS). Savater, en un gesto muy convencional, se queda con los derechos humanos, que debe atribuir a la razón ilustrada e ironiza sobre el ascendiente religioso. Lo que no ve, a diferencia de los alemanes, es que esos derechos humanos tienen tanto futuro como lo tenga la razón religiosa de la que proceden. Lo coherente, si se les niega su carácter de secularización, sería desentenderse de ellos, como piden los autores citados. Savater quiere estar a la vez con Dionisos y con el Crucificado». [75]Así soy yo de ambicioso, pero lo que en este caso indicaba en mi artículo es algo bastante obvio y tampoco demasiado originaclass="underline" la promulgación de los derechos humanos es una realización laica de la razón ilustrada (en el caso de los padres fundadores de Filadelfia aún más explícitamente irreligiosa que en el de los constitucionales franceses) que hereda precisamente del cristianismo primigenio su capacidad de sublevarse en nombre de la verdad contra la autoridad eclesial establecida. Los derechos humanos provienen de la cultura cristiana, pero en su formulación institucional revolucionaria prolongan lo más humanista y moderno de ese mensaje hasta la ruptura con el acriticismo de la fe y con la sumisión a la jerarquía, obteniendo una autonomía ideológica y moral que el Papa -menos distraído en esta cuestión que Reyes Mate- condenó inmediatamente. Conservan la igualdad humana, la libertad de conciencia y la fraternidad universalista como el contenido ético-político obligatorio de unas leyendas piadosas cuya literalidad dejan abierta al juicio personal de cada cual. Por supuesto, no hay ninguna razón para leer los derechos humanos fanáticamente, o sea como una demanda infinita: quienes los han analizado mejor -pienso en Norberto Bobbio- los comprenden más bien como un compromiso solidario de largo alcance y como un conjunto de límites autoimpuestos frente a la perentoriedad utópica dé las transformaciones políticas. Por lo demás, establecer que hay que elegir entre abandonar el cristianismo (como creencia, pues ni Nietzsche ni nadie pretende renunciar a él como tradición cultural) o renunciar a los derechos humanos es tan convincente como pedir que los ateos no celebren ningún día de descanso semanal, puesto que todos tuvieron en su origen legitimación religiosa… [76]
Para comprender mejor la desvinculación entre los derechos humanos tal como se han establecido tradicionalmente y la creencia religiosa cristiana actual no hay más que compararlos con la alternativa que, a final de los años setenta del pasado siglo, elaboraron una serie de teólogos y representantes de entidades islámicas. Esa «Carta islámica de los derechos del hombre» pretendía denunciar el carácter eurocéntrico y prooccidental de la presente Declaración de Derechos Humanos. En tal alternativa, se comenzaba por afirmar que Alá es el autor de la ley y la fuente de todos los derechos humanos, de modo que los tales para ser viables exigen creer en Dios y someterse al Islam. A partir de ese punto, admitía castigos para el robo consistentes en diversas amputaciones… porque así figuran en el Corán. Y desde luego condenaba como crimen capital la incredulidad y la apostasía. Poco tiene que ver este planteamiento fideísta con los derechos humanos laicos y universalistas que conocemos: más bien representa su reverso, como sería también lo contrario de los derechos humanos una serie de compromisos que dependiesen de la fe cristiana y la sumisión a las autoridades eclesiásticas.
La laicidad del Estado democrático se establece sobre el principio de que la legitimación de las instituciones no necesita ni acepta una justificación teocrática sino que se basa en un fundamento cívico, la voluntad libremente expresada, contrastada y medida de los ciudadanos. Aquéllos que deploran -casi siempre clérigos de mayor o menor rango- el impuesto «silencio de Dios» o la pretensión blasfema de prescindir de su tutela, aciertan en parte sin dejar de equivocarse en conjunto. Efectivamente, en cuestiones políticas o legales Dios debe guardar silencio institucional, lo cual no puede ser una pérdida verdaderamente seria para Alguien capaz de hablar directamente a los corazones de los hombres y de iluminar sus mentes (en cambio obispos, ulemas y rabinos echarán probablemente de menos una mayor audiencia pública). En cuanto a la presencia tutelar de la divinidad, no se trata de que prescindan de ella los ciudadanos sino de que disfruten de sus beneficios sin necesidad de reconocimientos explícitos en los códigos: puesto que Dios está en todas partes, no menos en las cancillerías que en las carpinterías o comercios de ultramarinos, es inútil -tanto para quien cree como para quien no cree- levantar acta oficial de su paternal benevolencia sobre ninguna asamblea humana en particular. Lo importante es dejar claro que la vertebración de la comunidad democrática no se debe a ningún principio religioso ni puede ser resultado de la ofrenda a ningún altar… ni siquiera el de la Patria: es creación de la ciudadanía. Según establece Jürgen Habermas, «el prendimiento democrático debe su fuerza generativa de legitimación a dos componentes: por un lado, a la participación política igualitaria de los ciudadanos, que garantiza que los destinatarios de la leyes puedan también entenderse al mismo tiempo a sí mismos como los autores de esas leyes; y, por otro lado, a la dimensión epistémica de las formas de discusión y de acuerdo dirigidas deliberativamente, que justifican la presunción de resultados racionalmente aceptables». [77] Con eso, por supuesto, debe bastar.
[74] «Retrasar o acelerar el final. Occidente y sus teologías políticas», de M. Reyes Mate, en Nuevas teologías políticas, ed. Anthropos, Madrid, 2006.
[75] Ibídem, p. 35 (nota).
[76] Por lo demás, no falta ni siquiera un pensador que se declara a la vez muy radicalmente cristiano y nietzscheano: Gianni Vattimo. En su obra más reciente, autobiográfica, sostiene que «la modernidad interpreta el cristianismo en términos de derechos individuales, libertad de conciencia, todas esas cosas contra las que la iglesia siempre ha militado a muerte. Como sigue sucediendo hoy. Lo que para mí no quita que la autenticidad del cristianismo sea el pensamiento moderno-liberal-socialista-democrático, aunque eso fastidie a todos los papas y cardenales. El nihilismo posmoderno es la forma puesta al día de cristianismo» (G. Vattimo y P. Paterlini, Non essere Dio, Alberti editore, Regio Emilia, 2006, p. 182).