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La cuestión más escabrosa en lo tocante a la necesaria laicidad del Estado democrático es la educación. Por una parte, los padres tienen derecho a formar a sus hijos en la religión que ellos profesan; por otra, la sociedad debe garantizar a cada neófito los instrumentos intelectuales necesarios y la información suficiente sobre otras alternativas, de modo que cada cual pueda elegir libre y responsablemente sus creencias cuando alcance la debida madurez para ello. En una palabra, nadie debe estar determinado desde la cuna a profesar tales o cuales creencias, por respetables que sean. Los padres tienen derecho a transmitir a los hijos sus valores y visión espiritual de la vida (como no dejarán de hacer por vía familiar o empleando a los intermediarios que ellos crean adecuados) pero en ningún caso esa perspectiva debe ser la única que reciban los niños, blindándolos contra cualquier otra forma de pensar. Es evidente que la educación moral -ni mucho menos la formación intelectual- no puede ser competencia exclusiva de los padres, por muy noblemente que se dediquen a la tarea. No se educa a los niños para la armonía familiar sino para la armonía sociaclass="underline" por tanto la responsabilidad de la enseñanza corresponde a la sociedad entera. Si el niño o el adolescente cuando crezcan se comportan de acuerdo con lo que sus padres quieren pero de modo que la comunidad democrática resulte lesionada, la educación habrá causado más daño que beneficio. Actualmente muchas veces es así. En su último libro antes comentado, Ian Buruma conversa con varios jóvenes musulmanes sobre su espinosa integración en Holanda y uno de ellos comenta: «lo que dificulta mi integración no es la sociedad holandesa sino mis padres». No es un caso único, desde ego: en los sucesos de violencia escolar que tanto preocupan ahora en España, muchas veces la mayor amenaza para los maestros no son los alumnos sino sus padres.

Resulta abusivo dar por hecho que los niños, antes de poder elegir, pertenecen obligadamente a la religión familiar. Los antiguos cristianos, que esperaban a la edad adulta para otorgar el bautizo, se portaban de manera más libe al que sus sucesores eclesiásticos de hoy día. En varias ocasiones, [87]Richard Dawkins ha expresado gráficamente el absurdo de creer en la afiliación religiosa de los niños por cuestión hereditaria: a veces hablamos de niños judíos, musulmanes, católicos o protestantes pero nunca de niños neoliberales, keynesianos o marxistas, demócratas o republicanos. Sin embargo, tan disparatado es lo uno como lo otro. En realidad, al aplicar esas calificaciones, sólo podemos referirnos a lo que los padres de los niños piensan, no a la opción elegida por los pequeños. Precisamente para que sean capaces de elegir es para lo que hay que educarles: como bien dice Dawkins, no se trata tanto de enseñarles qué pensar sino cómo. Parece una muestra de cinismo que quienes son más partidarios de encerrar ideológicamente a los niños en la ortodoxia familiar sin permitirles «contagios» exteriores sean precisamente los que más alto se lamentan contra la pretensión «totalitaria» del Estado laico de «adoctrinar» a los alumnos en valores confesionalmente neutros. La situación democráticamente inadmisible llega a su colmo en países como España, donde el Gobierno -socialista, para mayor deshonra- admite la instrucción religiosa a modo de asignatura puntuable e impartida por profesores elegidos y cesados (frecuentemente a causa de supuestas razones morales: divorcio, etc.) por el obispado… aunque estén pagados por el erario público. A veces, para quebrar el monopolio de las iglesias mayoritarias en el campo educativo (católicas o protestantes en los países europeos), se propone la medida de costear oficialmente la formación en otras creencias. Amartya Sen ha señalado bien lo insatisfactorio de esta medida, tomada en la Inglaterra de Tony Blair: «En vez de reducir las escuelas financiadas por el Estado basadas en creencias religiosas, añadir en cambio otras -escuelas musulmanas, escuelas hindúes o escuelas chutas- a las preexistentes escuelas cristianas, puede tener el efecto de reducir el papel del razonamiento que los niños deben tener la oportunidad de cultivar y usar. Y esto sucede en la época en que más se necesita ampliar el entendimiento de otra gente y otros grupos, y cuando la habilidad para emprender la toma razonada de decisiones es de particular importancia». [88] No necesitamos escuelas para formar creyentes: florecen casi espontáneamente y siempre habrá más de los que quisiera la cordura; las necesitamos para formar seres pensantes, autónomos y críticos, de los que hay permanente carestía.

Como en tantos otros asuntos, fue Spinoza quien planteó la relación entre libertad religiosa y poder político con mayor lucidez y serena bravura. En su Tratado teológico-político defiende la libertad de pensamiento y expresión como garantía imprescindible del desarrollo pleno de los seres humanos. Pero señala claramente la diferencia entre la libre discusión racional y las predicaciones religiosas o proféticas a partir de textos sagrados: la primera busca la autonomía humana de acuerdo con la naturaleza, la segunda trata de asegurar la obediencia según lo establecido por los guardianes de la ortodoxia. Esta búsqueda de obediencia a preceptos socialmente útiles puede ser beneficiosa (lo ha sido en muchas épocas, porque no todo el mundo es libre, es decir: no todo el mundo se guía por la sola razón), pero también implica hoy -en el «hoy» de Spinoza y en el nuestro- gran peligro de abusos: «La ambición y la audacia han sido llevadas tan al extremo, que la religión más consiste en defender las quimeras de los hombres que en obedecer los mandamientos de la Escritura: pienso, por eso, que no consiste hoy la religión en la caridad, sino en sembrar discordias y odios intensísimos entre hombres, que se ocultan bajo el falso nombre de un celo ardiente por las cosas divinas. A estos males se añade la superstición, que enseña a los hombres a temer a la razón y a la naturaleza y a no venerar ni respetar sino aquello que las repugna». [89] Este peligro se concreta cuando clérigos o figuras «inspiradas» de corte profético intentan arrebatar a las autoridades civiles el poder de decidir qué es lo mejor para la conservación del Estado, interfiriendo en sus funciones: «¿Qué podrán mandar los soberanos si se les niega este derecho? Nada, sin duda, ni de guerra ni de paz ni de ningún otro negocio, si está obligado a esperar opinión de otro que le enseñe si aquello que juzga útil es piadoso o es impío; sino que, al contrario, todas las cosas dependerán más bien de la voluntad de aquél que posea el derecho de juzgar y de decretar lo que es piadoso y lo que es impío, lo que es fasto y nefasto». [90] La teocracia -explícita o simulada- no sólo es incompatible con la democracia sino sencillamente con cualquier forma de autoridad humana asada en razones inteligibles y no en la revelación arbitraria e lo inefable.

El ideal político progresista busca mejorar este mundo, mientras que mesiánicos y milenaristas pretenden alcanzar «otro mundo», se supone que en ruptura mortal con el actual. Son actitudes opuestas y en modo alguno la segunda es una radicalización «generosa y audaz» de la primera. El lema «otro mundo es posible» puede leerse de forma razonable y no fanática, desde luego, pero encierra en su propia formulación una impregnación religiosa que poco tiene que ver con la política como arte de promover lo posible frente a lo mera y rutinariamente probable. Esta contradicción se hace presente en cada una de las concentraciones internacionales antiglobalización o «altermundistas». Por otra parte, dentro de las sociedades democráticas es necesario desde luego defender la libertad de conciencia pero sin convertir la afiliación religiosa voluntaria -la obligatoria o hereditaria no puede ser «religiosa» en ningún sentido respetable del término- en única y hegemónica sobre cualquier otra determinación civil. Digamos que en cada uno de nuestros países hay que atender con las debidas garantías tanto al ser como al estar de los ciudadanos. El ser pertenece a las opciones individuales de cada uno, que opta por elegir y practicar su panoplia de identidades de diverso tipo, favoreciendo a unas respecto a otras de acuerdo con su propio criterio de excelencia personal. El estar, en cambio, se ocupa de los requisitos de la convivencia armónica de todos y por tanto debe establecer pautas democráticas institucionales que prevalezcan en caso de colisión con las exigencias de cualquiera de las identidades privadas. El ser es una búsqueda personal pero el estar es una exigencia conjunta… fundamentadora de las libertades que permiten la pluralidad de identidades. El imprescindible y cuestionado laicismo democrático no tiene en el fondo otro sentido que el cumplimiento de estos objetivos.

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[87] Especialmente en The God Delusion, pp. 337 y ss.

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[88] Sen, op. cit., p. 117.

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[89] Tratado teológico-político, trad. Ángel Enciso Bergé, ed. Sígneme, Salamanca, 1976, p. 155.

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[90] Ibídem, p. 339.