Capítulo séptimo
«¿Qué íntima lealtad, qué religión última será la más adecuada a un espíritu ya por entero libre y desilusionado?»
George SANTAYANA, La religión última
Las religiones y las iglesias que las administran han cumplido a lo largo de los siglos cruciales funciones de cohesión y vertebración social. En la mayoría de las ocasiones, gracias a ellas o a sus derivaciones secularizadas, lo que era un simple «amontonamiento» de gente se ha convertido en una comunidad, según ha postulado elocuentemente Régis Debray. Cómo se ha cumplido esta función sociopolítica y cuáles fueron sus avatares o metamorfosis históricas es cuestión que deben tratar los estudiosos de las colectividades humanas: sociólogos, antropólogos, historiadores… Sin recusar globalmente este planteamiento, que considero fundamentalmente convincente, tengo a veces la incómoda sensación -por ejemplo al leer Durkheim y sobre todo a algunos de sus herederos más o menos fieles, incluso en ocasiones al propio Debray- de una cierta petición de principio. En último término, el concepto e «religión» (que desde luego no existe propiamente hablando en todas las culturas) se hace tan amplio que sirve para denominar cualquier gran principio abstracto, ideal y unificador, al que se pueda reconocer la función de dar sentido conjunto a la interacción humana. Es decir: la religión cumple funciones indispensables de cohesión y vertebración social… porque estamos dispuestos a llamar «religión» a todo lo que sirva para cohesionar y vertebrar a las comunidades humanas.
Por supuesto, Debray es consciente de ese riesgo de circularidad argumental y por ello en su último libro -tan sugestivo y bien escrito como suelen serlo los suyos- prefiere recurrir al término «comuniones» humanas para sustituir y acabar con ese otro, tan equívoco y rodeado de prejuicios, de «religión». [91] ¿En qué consisten tales «comuniones»? Las personas podemos ser parientes de los bichos, lo somos sin duda, pero tenemos nuestras rarezas… para dar cuenta de las cuales no basta con repetir mil veces los principios generales de la teoría de la evolución. Hay un punto de inflexión a causa del cual puede existir un Proyecto Gran Simio entre los hombres pero no un Proyecto Gran Hombre entre los simios. Es una de esas cuestiones que desde luego no se explica por el escaso tanto por ciento de diferencia genética. Como bien dice Debray, «un espermatozoide y un óvulo bastan para hacer un feto. Hace falta mucho más para hacer una cría humana: prohibiciones, leyes, mitos, en resumen: lo fantástico». [92] Las religiones tradicionales han surtido de esos elementos intangibles a las sociedades que la historia recensiona, pero quizá desde hace doscientos años -a partir de la Ilustración, para entendernos- en Occidente provienen ya de otras fuentes. V. gr.: «Nuestro texto sagrado no es ya la Revelación divina sino la Declaración de los derechos del hombre. La democracia representativa es nuestro tabú. Sería pueril imaginar que seguirá siéndolo ad vitam aeternam. Hace falta mucho menos tiempo para reemplazar un tabú que para abatirlo (puesto que la coacción simbólica prohíbe no prohibir)». [93]
Con razón, Debray opina que las necesarias «comuniones» humanas sólo merecen su nombre si prestan servicio como aunadoras de voluntades colectivas. Quizá el humanitarismo (tal como lo ejemplifican algunas destacadas ONGs) pueda ser otro ejemplo aceptable en los países europeos. También la respetabilidad casi indiscutida del desarrollo tecnológico: mientras que la noción de «progreso» se ha hecho justificadamente sospechosa (muchos la consideran sencillamente un truco del capitalismo transnacional para arrollar en nuestras sociedades y sobre todo en las del llamado Tercer Mundo los obstáculos tradicionales y sociales a su despliegue) el avance de las técnicas sigue gozando de universal reverencia. Incluso se le considera un principio dinámico más potente en lo axiológico que cualquier otra consideración valorativa, como prueba la habitual afirmación de que «todo lo científicamente posible acabará llevándose a cabo, tanto lo apruebe la moral tradicional como si no». Es decir, cuanto es técnicamente posible será antes o después socialmente lícito… Por encima de todos los demás, el culto al dinero es el elemento de comunión más sólido y universalmente acatado en las sociedades occidentalizadas: conseguirlo, conservarlo, aumentarlo, multiplicarlo, invertirlo juiciosamente son las tareas mejor reputadas, las que requieren menos explicación o justificación. Elemento fantástico y eficaz por excelencia, basado en la fe, es decir, en el crédito, define la calculabilidad racional de la vida moderna y sirve como referencia poco o nada discutible de casi todos los valores, tanto de la acumulación egoísta como del desprendimiento altruista. El lenguaje del provecho económico es el más internacional de todos, el que cualquiera entiende sea cual fuere su identidad cultural. Es una comunión que no cuenta con ateos ni incrédulos y apenas tiene herejes…
No discuto que existan tales elementos de comunión social, junto a otros que sociólogos más perspicaces puedan detectar. Ni que sean los herederos contemporáneos e ilustrados de funciones que antes cumplieron las grandes doctrinas religiosas institucionalizadas (las cuales en las naciones europeas pueden ser hoy más factor de discordia civil que ninguna otra cosa). Pero me resulta muy poco convincente acogerlos sin más como variantes actuales de lo que ayer fue la fe de los creyentes. Decir que los derechos humanos o el dinero son algo así como una religión es una simple analogía y no demasiado exacta: en ningún caso una descripción precisa. Es decir: puede que socialmente funcionen como semirreligiones, pero no cumplen en la vida de quienes los respetan el papel que tuvieron antaño Dios, los dogmas eclesiales o la veneración de lo sobrenatural. Las religiones no han sido solamente ideologías de vertebración sociaclass="underline" han brindado algo más personal a sus fieles, una protección y una esperanza trascendentes que ningún principio ético, legal o político -por racionalmente atinado que sea- es capaz por sí mismo de ofrecer. Uno de los elementos fundamentales de las religiones -al menos de las mayoritarias en las grandes comunidades de Occidente y Oriente- es su dimensión de salvación orescate de la perdición. Por decirlo breve y apresuradamente: la religión nos salva o rescata de la perdición del tiempo y del acoso irremediable de la muerte, nos asciende de uno u otro modo al sublime resguardo de la eternidad (en ello coinciden con sus promesas, cada cual a su modo, el paraíso personal y el nirvana impersonal). Y eso es lo que las grandes religiones y las iglesias que las han administrado terrenalmente han ofrecido a los efímeros y borrosos seres humanos: «el culto socialmente establecido de la realidad eterna», según la fórmula apretada y sabrosa de Leszek Kolakowski. [94] Por medio de ese culto, los mortales se han sentido realmente significativos, es decir, partícipes de una trama de sentido permanente e inviolable que nada limita ni condiciona, cuyo poderío rebasa ampliamente por igual los apaños de la utilidad, los melindres de la estética e incluso la legislación moral. A cuyo océano nos acogemos para no ahogarnos en la temporal perdición…