Quizá mi indignación soterrada proviene del asco ante la mentira, que siento con anticuada intensidad. Por supuesto, no ignoro lo endémico de esta dolencia ni estoy por desgracia libre de recaídas en ella. «Los seres humanos mentimos con la misma naturalidad con que respiramos. Mentimos para ocultar nuestras inseguridades, para hacer que otros se sientan mejor, para sentirnos mejor nosotros mismos, para que nos quiera la gente, para proteger a los niños, para librarnos del peligro, para encubrir nuestras fechorías o por pura diversión. La mentira es un auténtico universaclass="underline" se practica con destreza en el mundo entero». [5] Aún así, la mentira no sólo me repugna sino que también me asusta: comparto la opinión de Marlow, el protagonista de El corazón de las tinieblas, tal como he explicado en otra parte (vid. «Buscar la verdad», en los apéndices de este libro). Mi oposición no es tan extrema e indiscriminada como la de Kant, para quien la mentira constituye la mayor violación que un ser humano -en cuanto ser moral- puede cometer contra sí mismo… Sí, contra sí mismo y no contra otro, porque el embustero utiliza su cuerpo físico como mero instrumento (una máquina de hablar) en contra de su fin interno propio, como capaz de comunicar pensamientos y razones. De modo que para Kant ninguna falsedad intencionada es disculpable, lo cual me parece una exageración un tanto histérica… aunque le gana en el fondo y casi a regañadientes mi mejor simpatía humana. A mi más modesto y cauto entender, en cambio, no todo lo que se llama mentira resulta efectivamente igual ni mucho menos. Según creo sólo mentimos de verdad -si se me disculpa el oxímoron- cuando negamos voluntariamente la verdad a quien tiene derecho a esperarla de nosotros en un terreno determinado. Por ejemplo, no creo que el presidente Clinton estuviera obligado a discutir coram populo sus relaciones sexuales -adultas y consentidas- frente a todos los ciudadanos norteamericanos: preguntado inquisitorialmente por ellas, tenía perfecto derecho a decirles a los inquisidores y a los cotillas lo primero que se le pasara por la cabeza, es decir a intentar engañarles. Sus obligaciones con los votantes le vinculaban a la sinceridad en los asuntos públicos, no en los privados. Quizá con Hillary, en cambio, tuviese otro tipo de compromisos… aunque eso era algo entre ellos, no de un comité del Congreso.
De todas las mentiras, las que más me escandalizan son las que dan explicaciones fraudulentas sobre procesos naturales o acontecimientos históricos. Quizá sea por mi vocación de educador, pero considero un auténtico agravio contra el espíritu aprovecharse del deseo de saber de alguien -uno de los más nobles y humanos- para inculcarle falsedades. Sobre la mayoría de las cuestiones está justificada la ignorancia más o menos relativa y desde luego la duda, por lo que el engaño sólo puede brotar de la vanidad o la malicia. Pero probablemente, en gran parte de los casos, quien se pavonea como sabio en cuestiones que ignora no se dedica conscientemente a mentir sino más bien a decir paparruchas. La mentira está en su actitud convencida y segura de sí misma más que en los contenidos concretos que transmite. En una palabra, no es tanto un mentiroso sino un charlatán. A este perfil respondía sin duda mi compañero disertante en el vuelo de Air France, así como charlatanería y pamplinas son lo que oímos un día sí y otro también en boca de políticos, profetas de toda laya, teólogos y… ¡ay, sí, desde luego también filósofos!
El mejor estudio actual, ya clásico, sobre esta cuestión es sin duda On Bullshit, de Harry G. Frankfurt. Según este autor, «la charlatanería (bullshit) es inevitable siempre que las circunstancias exigen de alguien que hable sin saber de qué está hablando». [6] Supongo que tal comportamiento puede ser disculpable si uno está sometido a graves amenazas o padece tortura, pero la mayoría de los charlatanes que conozco lo son por vocación, por ganas de presumir o por afanes monetarios. Es preciso distinguir bien al charlatán del embustero. Este último conoce la verdad, la valora pero la oculta y la desfigura para obtener algún tipo de ventaja: a fin de cuentas miente por aprecio por la verdad, que considera un arma valiosa cuyo conocimiento concede poder sobre los engañados. Confirma aquel epigrama cínico del gran Ambrose Bierce: «La verdad es algo tan bueno que la mentira no puede permitirse el lujo de estar sin ella». Es decir, reconoce la autoridad de la verdad y juntamente la desacata en beneficio de sus propios fines. Como dice Frankfurt: «El charlatán ignora por completo esas exigencias. No rechaza la autoridad de la verdad, como hace el embustero, ni se opone a ella. No le presta ninguna atención en absoluto. Por ello la charlatanería es peor enemiga de la verdad que la mentira». El mentiroso conoce o cree conocer la verdad y a partir de tal conocimiento falsea lo que tiene por verdadero. En cambio, el charlatán se despreocupa totalmente de cuál sea la verdad sobre el asunto del que habla; es más, profiere sus pamplinas preocupado sólo por el efecto que causa en los oyentes o por la idea que éstos pueden hacerse de él (quiere pasar por piadoso, elevado, sensible, un iniciado en los misterios del universo… ¡un amigo de la verdad!). En su foro más íntimo, en el caso dudoso de que sea capaz de sinceridad al menos consigo mismo, debería admitir que la veracidad le parece inalcanzable o irrelevante; todo lo más, suscribirá la cuarteta de Campoamor:
«En este mundo traidor
nada es verdad ni mentira,
todo es según el color
del cristal con que se mira.»
Claro que también los peores charlatanes pueden tener su corazoncito y hasta pretenden ser políticamente correctos, según las exigencias de la época. Como señala Frankfurt, el charlatán navega con sus velas hinchadas por el escepticismo posmoderno reinante, que niega la posibilidad de alcanzar el conocimiento de ninguna realidad objetiva y descarta la posibilidad de saber cómo son auténticamente las cosas. Puesto que no hay hechos, sino interpretaciones (según el repetido y repetidamente malinterpretado dictamen de Nietzsche en La voluntad de poder), está justificado renunciar a pretender alcanzar una descripción válida e intersubjetiva de la realidad. «En lugar de tratar primordialmente de lograr representaciones precisas de un mundo común a todos, el individuo se dedica a tratar de obtener representaciones sinceras de sí mismo.» La veracidad ha muerto, viva la sinceridad: o la «autenticidad», sobre cuya jerga heideggeriana -aún más o menos vigente en bastantes autores que ya no suelen nombrarla- escribió Adorno un ensayo clarividente. El charlatán desnuda su alma, escribe en un idiolecto sentimental y preferentemente enigmático sin otro sustento objetivo que la subjetividad hipertrofiada de lo que promueve como su personalidad más radical, sin dejar de mirar por encima del hombro con desdén el discurso trabajoso y plano de quienes acuciosamente tantean para dar cuenta de aquello de lo que se dan cuenta. Pero resulta, dice Frankfurt, que «como seres conscientes, existimos sólo en respuesta a otras cosas y no podemos conocernos en absoluto a nosotros mismos sin conocer aquéllas. […]. Nuestras naturalezas son, en realidad, huidizas e insustanciales (notablemente menos estables y menos inherentes que la naturaleza de otras cosas). Y siendo ése el caso, la sinceridad misma es charlatanería».
Ahora bien, ¿no será este planteamiento de Frankfurt deudor en demasía de un concepto excesivamente nítido e incontrovertible de la verdad? Aceptar dicho concepto hoy es visto por muchos (genéricamente englobados bajo el generoso rótulo de «posmodernos») con tan irónica condescendencia como indignación despertaba en los siglos XVIII y XIX ponerlo en entredicho. Por supuesto, quienes desdeñan o minusvaloran seriamente la importancia de la atribución de verdad y falsedad en nuestros debates sobre cómo son realmente las cosas (mencionemos para abreviar el nombre de Richard Rorty) no deben ser confundidos con los escépticos que desconfían seriamente de que lleguemos a tener algún día conocimientos relevantes incontrovertiblemente verdaderos. Los primeros no dan más importancia a la verdad que a los mitos, las leyendas, las tradiciones, las imposiciones del poder político o las ventajas prácticas que acompañan a ciertas opiniones: en el mejor de los casos, llamaremos «verdad» a aquello que un número suficiente de participantes en un debate hemos aceptado finalmente como punto de acuerdo. Los segundos piensan que la verdad es algo objetivo, independiente de nuestro gusto y que sería valioso conocer… pero que se nos escapa y escapará siempre por culpa de la dificultad del asunto, lo limitado de nuestras posibilidades cognoscitivas y las muchas pasiones que nos enturbian el intelecto.
[5] La importancia de la verdad, de Michael P. Lynch, trad. Pablo Hermida Lazcano, ed. Paidós, 2005, p. 181. Para más documentación sobre este vasto asunto, puede consultarse Antropología de la mentira, de Miguel Catalán. Taller de Mario Muchnick, 2005. También Breve historia de la mentira, de María Bettetini, ed. Cátedra, 2002 y Elogio de la mentira, de Ignacio Mendiola, ed. Lengua de Trapo, 2006. Desde luego, detestar la mentira no quiere decir en modo alguno desear la imposición de la verdad. Como bien dice Raoul Vaneigem, «una verdad impuesta se veta a sí misma la posibilidad de ser humanamente verdad. Toda idea aceptada como eterna e incorruptible exhala el olor fétido de Dios y de la tiranía». Con simpático aunque discutible optimismo (valga el pleonasmo, porque todos los optimismos comparten los mismos vicios y virtudes), Vaneigem incluso no descarta beneficios intelectuales que puedan venirnos de las peores falsedades: «Las especulaciones más disparatadas, los asertos más delirantes fertilizan a su manera el campo de las verdades futuras e impiden erigir en autoridad absoluta las verdades de una época. Hay en la ficción más desenfrenada, en la mentira más desvergonzada, una chispa de vida que puede reavivar todos los fuegos de lo posible» (en Nada es sagrado, todo se puede decir, trad. Thomas Kauf, ed. Melusina, 2006, pp. 29-30).