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Desconfiamos de los mitos porque nos engañan pero a la vez necesitamos algo así como un mito aceptable, un mito que se ocupe de lo que nos importa y cuyo «engaño» resulte tolerable a quien después de todo prefiere vivir racionalmente desengañado. Antaño se consideró que el cultivo de valores estéticos podía aportar esa dimensión mítica (pero aceptada como tal, es decir no competidora de la verdad científica) capaz de dar cuenta y juntamente brindarnos interpretaciones de nuestra condición más íntima y menos «funcional». Esto es sin duda a lo que apuntaba Goethe cuando dijo «quien carece de arte y de ciencia, tenga religión; quien tiene arte y ciencia, ya tiene religión». Las artes, la literatura, la música… son expediciones hacia esas dimensiones humanas que no nos basta con explicar reductoramente como estrategias evolutivas. Queremos a través de ellas comprender mejor lo que somos y alcanzar algún tipo de sentido respecto a lo que significa al menos para nosotros mismos serlo, más allá de la descripción convincente de nuestros mecanismos. Tienen la ventaja de brindarnos leyendas e imágenes cuyo carácter fabuloso, sentimentalmente estimulante, es consentido y no pretende competir directamente con nuestros habituales instrumentos racionales para entender y manejar la realidad. Coexiste con ellos, los complementa, les apoya con un «suplemento de alma», por decirlo así. Pero quizá hoy la masificación de las artes, su pérdida de aura reverencial, compromete esta eficacia mítica. El papel del arte parece deslizarse más hacia el entretenimiento que al discernimiento, más hacia la decoración que hacia la íntima comprensión de lo relevante. Sobre todo, concuerda mal con nuestra búsqueda de sustento moral, tan cuestionado por los horrores totalizantes del pasado siglo las frivolidades irresponsables del presente. La actitud meramente estética no auxilia nuestro afán ético, a veces lo descarta o se opone a él. En lugar de profundizar moralmente en nuestra humanidad, gran parte del arte imperante parece empujarnos seductoramente a renunciar a ella… hasta el punto de que, por comparación, el propio objetivismo científico resulta a veces más prometedor de raíces humanistas. [101]

Nuestra época parece sometida a una excesiva y abrumadora disponibilidad universal. Todo está a mano, manipulable. Cuanto hay está ofrecido a lo que dispongamos hacer con ello. No hay nada a resguardo, si algo se resiste o no es alcanzado queda a salvo sólo provisionalmente: volveremos a por lo que eventualmente desobedece. Por lo demás, es verdad lo que convenimos en creer, es bueno lo que apetecemos, es decir, lo que apetece la mayoría o lo que apetece el más fuerte. Cuanto tiene forma se conformará a nuestro gusto, se doblegará o será destruido para dejar paso a lo más dócil. Nietzsche llamó a este ímpetu irresistible voluntad de poder y Heidegger, con razón, lo denominó técnica. No es que nuestra civilización sea tecnológica, es que la tecnología es nuestra civilización. De ahí que resulte por lo menos equívoco y en el fondo peligrosamente ingenuo hablar de «conflicto de civilizaciones» o «alianza de civilizaciones», como si hubiera dos o más, enfrentadas o conciliables. Todos, incrédulos y piadosos, cristianos y musulmanes, orientales y occidentales, vivimos en la única civilización existente, la tecnocientífica. Unos ocupan la cabina de mandos o viajan en business class, otros van como turistas o como polizones, algunos cuelgan agarrados del tren de aterrizaje y se congelan con las bajas temperaturas… Pero todos vamos en el mismo avión, al menos hasta que aparezcan los extraterrestres en su platillo volante. Sobre el rumbo del avión y sobre las mejoras para hacerlo más acogedor o confortable existen, claro está, numerosas doctrinas encontradas. Pero a fin de cuentas es el avión tecnocientífico quien impone finalmente las condiciones básicas que nadie puede rechazar. Tal es el peligro que nos abruma: no conocer ya razón común mejor que lo calculable en vistas de su eficacia técnica, haber perdido el sentido abismal de lo incalculable como emblema moral de lo propiamente humano.

La disponibilidad universal a la manipulación tecnocientífica, junto a la reducción de todos los valores al precio en dinero de servicios y afectos (es decir de nuevo a lo calculable), define la desacralización radical del mundo en que vivimos. El sentido de lo sagrado no se ha «perdido», como oímos a veces, sino que más bien ha sido extirpado. No es preciso entender por sagrado nada sobrenatural o ultramundano, aunque sin duda no sea tampoco algo sencillamente natural, una cosa del mundo entre otras. Si lo natural no es más que lo que se nos presenta manejable-disponible, lo sagrado estará fuera de lo natural por ser inmanejable, es aquello de lo que o se puede disponer sin más. Sacralizamos algo cuando lo ponemos aparte, cuando queda a resguardo de las técnicas generales de transformación de lo dado: tiene valor pero no utilidad. La perspectiva tecnocientífica valora siempre de acuerdo con la utilidad presente o futura, la rentabilidad en provecho calculable: las realidades son más o menos importantes según una escala que corre desde lo indispensable hacia lo conveniente, gratificante, etc., y concluye en lo prescindible o trivial. Ese baremo descarta el reconocimiento de lo sagrado por contradictorio, ya que sería juntamente importante e inútil, imprescindible pero sin que se le pueda calcular de modo inteligible su beneficio. Desde la perspectiva dispuesta a asumirlo, lo sagrado es lo totalmente opuesto a lo trivial; visto desde la valoración que utiliza lo manejable-disponible, coincide plenamente con ello.

En muchas ocasiones, a través de diversas edades y culturas, se ha rodeado a lo sagrado de calificaciones que lo embadurnan de oscuridad, enigma, misterio, esoterismo, etc. Pero quizá ese barniz tenebroso (que subleva contra esa noción a tantos contemporáneos consecuentes) no sea indispensable. Está fuera de dudas que no podemos conocer lo sagrado tal como conocemos lo natural pero podemos reconocerlo. ¿En qué consiste la diferencia? En que conocemos desde lo que necesitamos o pretendemos, mientras que reconocemos a partir de lo que somos. Reconocer algo como sagrado -es decir, apartarlo de lo manipulable y ponerlo al resguardo de lo útil y lo calculable, asumiéndolo empero como máxima -ente valioso- implica decidir a partir de aquello que en nosotros no es manipulable, ni calculable ni utilitario. Conocemos lo natural y pertenecemos a lo natural como parte del mundo pero somos también algo consciente, es decir que nos damos cuenta desde dentro de un destino que implica anhelo, desbordamiento y perdición. Destino, anhelo, desbordamiento, perdición… son las claves que integran cuanto reconocemos como sagrado: de cuanto nos expone y nos arriesga, de la conciencia irremediable de la muerte, pretendemos obtener el símbolo de la invulnerabilidad que nunca nos pertenecerá del todo. Nadie conoce a un humano en cuanto humano si sólo lo conoce como humano, si no se reconoce humanamente en éclass="underline" lo que sella ese pacto de mutuo reconocimiento es lo sagrado. Lo que nos constituye como humanos es reconocer junto a otros humanos algo que representa y manifiesta lo que el destino mortal significa desde dentro para cada uno de nosotros, aunque sea algo terreno que nos acompaña y participa como nosotros de la naturaleza del mundo. Precisamente lo que caracteriza a lo sagrado es estar de manera plena en el mundo sin poder ser reconocido como meramente natural. Lo cual no lo condena a figurar en la cabalgata fingidora de la superstición y el ocultismo…

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[101] Como bien resume Marcel Gauchet: «La esperanza del arte ha dejado de ser creíble. Ya no nos pone en contacto con lo absoluto; no nos proporciona una intuición del ser; no nos revela una realidad más real que lo real mismo. Si nos da paso hacia lo Otro, es hacia el que obsesiona nuestro imaginario de humanos. Si tiene cosas esenciales que enseñarnos, entran dentro de los límites subjetivos de nuestras facultades. Aún es mucho, pero es poco en vista de las expectativas hiperbólicas situadas desde hace dos siglos en el poder trascendente del signo estético». En La religion dans la démocratie, ed. Gallimard Folio, 2001, p. 35.