Sin embargo, en ella es donde suele figurar. En el mundo plenamente desacralizado de la tecnociencia, lo sagrado en cualquiera de sus formas queda relegado al casposo e infecundo escenario del Vaticano, el vudú, las proclamas especialmente sanguinarias de Mahoma y fórmulas semejantes de nigromancia. Lo malo es que tal degradante afiliación nos obliga a los racionalistas no ya a desconocer lo sagrado ahora sino que también nos imposibilita para reconocerlo nunca jamás. Y en el mundo de la universal disponibilidad y de lo calculable como sola fuente de valores, desconocer cualquier forma de sagrado es renunciar a conocernos también a nosotros mismos desde dentro, lo cual nunca puede conseguirse satisfactoriamente sólo mediante la más objetiva doctrina explicativa a partir de la evolución y el egoísmo de los genes. El concepto mismo de humanidad, que no es claro está meramente descriptivo sino también valorativo, ideal, pierde pie y pierde peso argumental en cuanto la noción de «sagrado» pasa a la esfera de lo optativo. Es el reconocimiento de lo sagrado lo que nos define como humanos: a diferencia de lo que cree cierto «naturalismo» ingenuo, lo sagrado no es preocupación y exigencia de los dioses sino preocupación y exigencia de los humanos. Ahí reside el punto simbólico en que los instintos sociales, el mimetismo y las recomendaciones higiénicas se convierten en moral. Y también por ello el reverso aciago de lo sagrado, el sacrilegio, nos resulta éticamente imprescindible como idea-límite.
El acto sacrílego no atenta contra la ley sino contra el sujeto socialmente sometido a ella en cuanto taclass="underline" más que un pecado, es un suicidio. Destruye lo que somos, no simplemente nos hace peores. En su estremecedor libro El trauma alemán cuenta la periodista Gitta Sereny la confesión que le hizo uno de los «judíos trabajadores» del campo de exterminio de Treblinka, prisioneros conservados con vida por los nazis para encargarse de recoger y empaquetar antes de su envío a Alemania las posesiones de los otros miles de judíos que llegaban matadero y eran inmediatamente gaseados. Hacia finales de la guerra, dejaron de llegar trenes cargados de víctimas a Treblinka. El prisionero narró a la periodista su desesperación: si no había objetos de víctimas de que hacerse cargo («ropas, relojes, instrumentos de cocina, mantelerías e incluso la comida») ya no había razón para permitirles seguir con vida y por tanto había llegado su turno. Entonces… «Un día, hacia finales de marzo, cuando su estado anímico había tocado fondo, Kurt Franz, el subcomandante del campo, se presentó en el barracón con una amplia sonrisa en la cara: “A partir de mañana, volverán a llegar los transportes”. “¿Sabe usted cuál fue nuestra reacción?” -inquirió Richard de forma retórica-, “empezamos a gritar: ¡viva, hurra! Ahora me parece increíble, cada vez que pienso en ello, muero un poco; pero es la verdad. Esa fue nuestra reacción: en eso nos habíamos convertido…”». [102] El protagonista del suceso no sólo tiene conciencia de culpa sino de algo más, de haber atentado íntimamente incluso contra ese fondo de autoafirmación egoísta que la terquedad culpable nunca pierde: a eso puede llamarse sacrilegio. Y a través del sacrilegio, se descubre también -como en filigrana- la consistencia de lo sagrado. Su versión más simplista es la de una fuerza invulnerable que nos rescata de la finitud y la mortalidad: «¡Levántate y anda!». Pero la más profunda, la más increíble y también la más necesaria, es la que restaura el lazo disuelto sin remedio ni excusa con los semejantes cuya humanidad funda la nuestra: «Tus pecados te han sido perdonados».
Lo sagrado y su transgresión sacrílega han estado frecuentemente ligados a esas creencias supersticiosas sin otra posibilidad de verificación que el acatamiento de la autoridad, eclesial, ésa que la honradez del racionalismo crítico no puede asumir. Pero ¿es inevitable este parentesco derogatorio? ¿No puede reconocerse otra forma de lo sagrado que caracterice lo humano, aunque sea conflictivamente, sin apelación a instancias divinas o sobrenaturales? ¿No cabría -si se me excusa la deriva- un reconocimiento materialista de lo sagrado? Al menos si es cierto que la materia -stuff- de que estamos fabricados los humanos es idéntica a la de nuestros sueños, según apuntó Shakespeare en el último acto de La Tempestad. Un sagrado inmanente a la existencia humana, que transcendiera lo utilitario y calculable pero no lo terrenal. La búsqueda -o la reivindicación- de ese reducto no tiene por qué ser incompatible con el mantenimiento del racionalismo más exigente sino todo lo contrario, porque una razón meramente instrumental (experta en medios pero incapaz de comprender o fijar fines) es una razón mutilada y cuyo ejercicio despreocupado desemboca en la más amenazadora de las irracionalidades, como señalaron los representantes de la escuela de Frankfurt a partir de las trágicas experiencias históricas del pasado siglo. En nuestro presente en el que se enfrentan fanáticos y pragmáticos sin fronteras -ni mayores escrúpulos- la principal tarea de una incredulidad realmente ilustrada es no contentarse con la mera incredulidad: a partir de ella pero más allá habría que buscar el concepto inteligible de lo inmanejable que nos asemeja y caracteriza dentro aunque también frente al resto de lo real. No propongo desde luego ningún invento fabuloso e inédito de ésos que tanto halagan la megalomanía de los filósofos: se trata de prolongar y aguzar las indagaciones más fecundas de la época contemporánea. A continuación apuntaré algunas de esas vías.
Propuesta por primera vez por Nietzsche (aunque ya Hegel había dejado dicho: «pensar la vida, ésa es la tarea») y tematizada después por Bergson y más convincentemente por Ortega, la cuestión de la vida humana constituye el centro de la reflexión filosófica contemporánea menos formalista y académica. Por supuesto, conceptualizada como existencia ocupa también la parte medular del pensamiento de Heidegger y Sartre. Pero la vida humana, no como funcionamiento visto desde fuera sino como experiencia padecida y gozada desde dentro, desborda el ámbito filosófico y es también el objeto de estudio del psicoanálisis: en Freud desde luego, pero quizá aún de manera más determinada en seguidores suyos como Otto Rank, Jung, Adler, Ferenczi, Geza Rohéim o Erich Fromm. Insuperable como punto de partida, la vida humana es también inesquivable como punto de llegada. Por decirlo con Ortega: «La realidad primordial, el hecho de todos los hechos, el dato para el Universo, lo que me es dado es… “mi vida” -no mi yo sólo, no mi conciencia hermética, estas cosas son mis interpretaciones, la interpretación idealista. Me es dada “mi vida”, y mi vida es ante todo un hallarme yo en el mundo; y no así vagamente sino en este mundo, en el de ahora, y no así vagamente en este teatro, sino en este instante, haciendo lo que estoy haciendo en él, en este pedazo teatral de mi mundo vital estoy filosofando». [103] Y añade, contundente y triunfaclass="underline" «Se acabaron las abstracciones». Es una declaración que sólo puede tomarse respetablemente de modo irónico. Porque precisamente a partir del hecho de los hechos, del dato irrefutable y primordial en todos los sentidos del término de la vida, de mi vida, de mi vida hoy, aquí y ahora, en este mundo y no en otro, etc., empiezan todas las abstracciones. De aquí parten, como debe ser.
Digamos que la experiencia de la vida -la única que de veras cuenta para cada uno de nosotros, la que envuelve y posibilita todas las demás- tiene dos niveles, dos pisos, dos registros y dos planos de lectura. En tal dualidad estriba que sea no solamente «vida», resultado del proceso evolutivo de determinadas combinaciones químicas, sino vida humana: biografía, historia, aventura, sueño y frustración. En el primero de estos dos planos, el más fehaciente y biológico, la vida humana (me refiero a ella en tercera persona, aunque quizá fuese mejor como Ortega hablar siempre de «mi vida») consiste en nuestra implantación física y genésica en una realidad natural (es decir, organizada según reglas no previstas ni apenas comprendidas por nosotros) de la que numerosos agentes hostiles tratan intencional o accidentalmente de expulsarnos con alarmante perseverancia. Nacemos por azar pero seguimos vivos de chiripa y siempre con notable despliegue de esfuerzo por nuestra parte. Los mecanismos que nos traen al mundo, los que nos alimentan, hacen crecer y preservan en él, los que nos amenazan constantemente, así como los que nos permiten reproducirnos son todos ellos corporales. En este registro vital, estar vivo es ser un cuerpo, padecer y gozar de lo que los cuerpos padecen, necesitar lo que los cuerpos necesitan y ser finalmente destruido por lo que a todos los cuerpos vivientes amenaza. La alegría, el espanto y los trabajos de la vida son esencialmente corpóreos. Nuestros primeros maestros de conducta -ya señalados por Platón en Las leyes- el dolor y el placer, ambos exigentes y poco dados a los matices, son de naturaleza corporal. Y también por tanto todos nuestros valores, en su raíz, es decir cuánto necesitamos o apetecemos como «bueno» y evitamos o rehuimos como «malo», provienen de nuestra condición corporal. Antes que la ética está la higiene: y probablemente antes todavía la dietética. Como escribió Norman O. Brown en una obra admirable y hoy poco recordada: «Lo que el niño sabe conscientemente y el adulto inconscientemente es que no somos nada sino cuerpo. Por mucho que el reprimido y sublimado adulto pueda conscientemente negarlo, permanece el hecho de que la vida es del cuerpo y sólo la vida crea valores; todos los valores son valores corporalmente». [104]