Pero incluso el niño a partir del lenguaje y en su mundo interior -aún más después, según va madurando a través de represiones y sublimaciones- practica un segundo nivel de conciencia vital, paralelo al biológico y corporal. Es el orden simbólico, la representación de la vida como conjunto de significados culturalmente compartidos que llamamos para abreviar espíritu». Hay una correlación permanente, un constante feed back entre uno y otro plano: cada uno de los anhelos, de las necesidades, amenazas y frustraciones del primero son registrados significativamente en el segundo y por medio de la coordinación psíquica revierten sobre él. Ambos forman la vida humana: en ese cóctel dual, el primero aporta la vida y el segundo la humanidad. Vida y espíritu o cuerpo y alma (como decían los clásicos, por ejemplo Spinoza) son las dos caras inseparables de una misma realidad, que nos toca protagonizar en primera persona a través de nuestras acciones y pasiones. Sin embargo, hay entre esas dos caras diferencias relevantes. En el plano biológico, corporal, es valioso cuanto nos defiende y resguarda de la muerte, por otra parte inevitable. Vivir es luchar por sobrevivir, aplazar lo irremediable: como dijo lord Salisbury, «the delay is life». Todo tiene fecha de caducidad, aunque no la conozcamos y supongamos que depende de nuestro empeño postergarla lo más posible. Por el contrario, en el plano espiritual también la muerte como cese de funciones corporales puede tener sentido o valor vitaclass="underline" es decir, la muerte misma puede vivirse, asumirse y de ese modo superarse. En un escrito temprano en el que comenta la narrativa de Pío Baroja, Ortega lo expresa así: «El hombre no puede vivir plenamente si no hay algo capaz de llenar su espíritu hasta el punto de desear morir por ello. ¿Quién no descubre dentro de sí la evidencia de esta paradoja? Lo que no nos incita a morir no nos excita a vivir. Ambos resultados, en apariencia contradictorios, son, en verdad, los dos haces de un mismo estado de espíritu. Sólo nos empuja irresistiblemente hacia la vida lo que por entero inunda nuestra cuenca interior. Renunciar a ello sería para nosotros mayor muerte que fenecer». [105]En el plano corporal, la vida se opone y pelea -¡a vida o muerte!- con la muerte; pero para el espíritu, la intensidad significante de la vida incluye a la muerte y la desborda.
¿Diremos que quien se atiene fundamentalmente a lo corporal es realista, mientras que guiarse ante todo por el espíritu es idealismo o ensoñación? Nada menos seguro, como regla general. Para un animal, que ignora la certeza inevitable de su mortalidad, el apego estricto a la lucha por la supervivencia es la mejor estrategia evolutiva de «inmortalidad» posible. La muerte de los congéneres no ocupa toda la extensión del pasado ni la propia aparece firmemente instalada en el futuro: de modo que el individuo (que en el caso de las especies animales no es individual realmente, sino un mero ejemplar) vive el presente como una inmortalidad… provisional. Pero el ser que anticipa lo inesquivable de su muerte y conoce la de todos los semejantes que le antecedieron, no sólo es realista sino hasta prudente buscando en el plano espiritual un papel para la muerte que sirva de refuerzo a su vida. Quien debe dar la muerte por descontada y lucha sin embargo día a día por la supervivencia no superará nunca el peso del luto que lleva permanentemente por su propio fallecimiento: es razonable que le sea más tónico verse a sí mismo simbólicamente como poseído por una forma de vida que le permita incluso soportar el estar muerto. Para el auténtico vitalista, lo grave no es tener que morir sino verse obligado a soportar la vida sólo como algo insignificante por miedo a la muerte. Por supuesto, la calidad del registro espiritual de la vida que incluye y supera la muerte varía mucho en cada uno de los humanos, desde una armazón neurótica inestable y dolorosamente trabada que nos recluye en nosotros mismos hasta una forma de sublimación apoyada en el consenso simbólico con nuestro grupo de pertenencia. «La diferencia entre una neurosis y una sublimación estriba evidentemente en el aspecto social del fenómeno -explica Géza Róheim-. Una neurosis aísla; una sublimación une. En una sublimación se crea algo nuevo -un hogar, o una comunidad, o una herramienta- y es creado en un grupo o para el uso de un grupo.» [106] La asimilación por parte de Freud de toda religión a una neurosis infantil «colectivizada» es evidentemente abusiva: además de aspectos neuróticos, en las religiones hay bastante más, son sublimaciones que cumplen el papel de prótesis sociales de inmortalidad. Aportan auxilio simbólico para soportar y superar nuestras deprimentes convicciones fisiológicas…
El asunto es cómo resistir simbólicamente la amenaza cierta de la muerte desde las incertidumbres casuales del cuerpo amenazado por todo un universo abrumador de malos encuentros» posibles y probables, según planteó Spinoza. En el plano espiritual, algunas soluciones fuerzan al individuo a la sumisión a instancias tiránicas del grupo, que subyugan y mutilan su capacidad intelectual crítica. Si llamaos «religión» en sentido amplio a tales paliativos, tiene razón Erich Fromm: «La cuestión no es religión ono religión sino qué clase de religión, si es una que contribuye al desarrollo del hombre, de sus potencias específicamente humanas o una que las paraliza». [107] Del horror metafísico de nuestra condición nada puede excluirnos, no podemos en modo alguno ahorrarnos el miedo, pero podemos inventar alguna prótesis rutinaria que nos lo vele lo mejor posible. De mil maneras, podemos desarrollar la consoladora convicción de que moriremos, sí, pero para bien. Los espíritus más destacados de la humanidad han aportado fórmulas más o menos imaginativas que convierten nuestro pánico en algo a fin de cuentas ilusorio («Muerte, ¿dónde está tu victoria?») o estéticamente precioso y distinguido. «La persona creadora llega pues a ser, en el arte, la literatura y la religión, el mediador del terror natural y el que muestra una nueva forma de triunfar sobre él. Revela la oscuridad y la angustia de la condición humana y fabrica sobre ella una nueva trascendencia simbólica. Tal ha sido la función de los creadores anómalos, desde los chamanes hasta Shakespeare.» [108]
[105] Obras Completas, de José Ortega y Gasset, ed. Taurus, tomo II, p. 228.