La solución más frecuentada culturalmente para alcanzar la inmortalidad simbólica es buscar el amparo vivificador del grupo de pertenencia. En cuanto individualidades somos prescindibles, desechables, pero formamos parte de algo que no muere y de cuya perennidad gloriosa en cierta forma participamos: sea la tribu, la nación, el Imperio… Según los antiguos mitos de fundación, los ancestros divinos o heroicos crearon el grupo de la nada y lo sostendrán eternamente sobre la nada mientras nosotros, los particulares (las partículas que van y vienen, esporádicas) permanezcamos fieles a las esencias rituales que conjuran el peligro de corrupción y decadencia. Cambiar es perecer: no moriremos como colectivo mientras sigamos siendo como fuimos antes, como debemos ser siempre. Lo idéntico permanece mientras sigue siendo idéntico. La primera y primordial forma de perpetuación es la repetición compulsiva, la reproducción de lo mismo con lo mismo para que nunca llegue lo diferente: el incesto. Ser causa sui supone que lo mismo provenga de lo mismo, que no necesite nada fuera de sí, que no tenga en sí mismo mezcla ni combinación alguna: la pureza debe ser lo incorruptible y por tanto permanecerá eterna. Por supuesto, todo lo que puede llamarse avance o progreso humano ha sido desde el comienzo una batalla contra la seducción poderosa del incesto. Que sea el tabú originario, el sacrilegio primordial, demuestra hasta qué punto su tentación inmortalizante es -entre todas- la más difícil de vencer. El incesto pretende negar el indicio más inequívoco de la mortalidad, es decir, la reproducción sexuada, en la cual intervienen dos seres de género diferente, lo suficientemente semejantes para poder acoplarse y lo bastante distintos como para dar lugar a algo genéticamente nuevo. Cuanto más idénticos sean los progenitores, cuanto más familiares y hermanos, menos reproducción habrá: ¡y menos turbación de la pureza, menos resquicio para que penetre la muerte! Por eso el sacrilegio más moderno y más tentador es la clonación, que constituye el incesto perfecto. La culminación del sueño de ser causa única e idéntica de nosotros mismos…
Aunque culturalmente la dimensión estrictamente biológica y corporal del incesto haya podido ser derrotada por el instinto más higiénico de la moral humana, en el plano espiritual lo incestuoso sigue asentado de manera mucho más difícilmente erradicable. Como ha señalado con vigor elocuente Erich Fromm, el apego a padres y hermanos, a la hipertrofia de lo familiar, se sustituye colectivamente por la adhesión acrítica y neurótica a la nación, el Estado o el grupo religioso de pertenencia. «La persona orientada incestuosamente es capaz de sentir apego hacia personas familiares a ella. Pero es incapaz de sentirse unida al “extraño”, es decir, a otro ser humano como tal. En esta orientación, todos sus sentimientos e ideas están juzgados en términos no de bueno o malo, falso o verdadero, sino de familiar o no familiar. Cuando Jesús dijo: “Pues he venido a separar al hijo de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra”, no quería señalar el odio hacia los padres, sino expresar de la forma más drástica e inequívoca el principio de que el hombre tiene que romper los lazos incestuosos y hacerse libre con el objeto de ser humano.» [109] La familiaridad pretende perpetuar la vida incubándola, pero el espíritu nace de la búsqueda incesante de formas diferentes de ser semejantes. Sin duda la riqueza fundamental de los seres humanos es su semejanza, el hecho de que compartan su condición simbólica y su terror metafísico ante el destino mortal en el universo que les engendra y les abruma. Ser semejantes les permite comprenderse, colaborar, traducir sus mensajes y sus poemas, trabar entre ellos los lazos siempre imprescindibles de la complicidad civilizada. Pero esa semejanza queda mutilada si se limita a la repetición incesante de lo idéntico dentro de cada ocasional grupo histórico (nada más perversamente inhumano que absolutizar cualquier «identidad cultural») [110] en lugar de buscar la combinación con lo distinto, con la aportación insólita descubierta por quien, padeciendo nuestras mismas necesidades y anhelos, ha sabido darles otra perspectiva. La razón humana -junto a la imaginación, desde luego- se despliega rompiendo con lo familiar en busca de criterios más anchos de moral y veracidad. «Puede decirse que el desarrollo de la humanidad es el desarrollo del incesto a la libertad.» [111]
Aún el hombre menos susceptible a la sugestión de lo sobrenatural puede encontrar una cierta forma «material» de lo sagrado en la vida humana, es decir en nuestra realidad corporal tal como la simbolizamos en el plano del espíritu. El pensamiento clásico griego y romano, siguiendo influencias orientales llegadas a través del orfismo, opuso de manera a veces radical los niveles biológico y simbólico de la vida, el cuerpo y el alma: el primero era sepulcro y encierro de la segunda. La vida como tal, nuestro breve paso por el mundo, merecía una consideración escasa y a veces despectiva: se probaba la fuerza del espíritu por la facilidad de éste para renunciar llegado el caso a su envoltorio físico, como quien prescinde de un incómodo gabán. La fama y el buen nombre que conseguía el servicio a la colectividad eran lo más valioso de la vida, como el aroma puede ser lo más precioso de la efímera flor. Desde luego, también muchos de los primeros pensadores cristianos compartieron este menosprecio de la existencia terrenal, simple tránsito y campo de pruebas para la auténtica existencia que empieza más allá de la muerte (todavía hay un eco de esta actitud en la famosa «apuesta» de Pascal). Pero también con el cristianismo aparece un nuevo aprecio de la vida, no ya como mero servicio al grupo o a la patria sino como aventura personal, única e insustituible. Lo señaló muy bien Hannah Arendt en la parte final de La condición humana, las páginas dedicadas a la acción. El cristianismo asciende la vida terrena de cada humano a algo infinitamente precioso porque, dentro de su brevedad menesterosa, es también el comienzo absoluto de una aventura que jamás acabará, el inicio significativo de la eternidad individual. Ese carácter originario de una empresa de efectos perdurables, según Arendt, concede también su sello de creación indeleble a la acción humana. Cada uno debería ser capaz de ver sus actos como valederos para siempre, puede que haya sido precisamente el más feroz de los críticos del cristianismo, Nietzsche, quien mejor haya aprovechado esta lección cristiana en su doctrina del eterno retorno…
Y sin duda fue Hannah Arendt quien, respondiendo así a doctrina del ser-para-la-muerte de su maestro y amante Heidégger, ofreció la alternativa más creíble y dinámica -pero sin ningún idealismo sobrehumano o sobrenatural- al agobio esterilizador del nihilismo: «El ciclo vital del hombre corriendo hacia la muerte llevaría inevitablemente todo lo humano a la ruina y la destrucción si no fuera por la facultad de interrumpirlo y comenzar algo nuevo, una facultad que es inherente a la acción como un permanente recordatorio de que los hombres, aunque deban morir, no han nacido para morir sino para comenzar». [112] Aquí la palabra crucial, tan sencilla y conmovedora, tan contundente, es nacer. Quizá sólo una mujer reflexiva podía aportarla a la filosofía contemporánea, tan invariablemente inhóspita a las mejores intuiciones del sentido común: «El milagro que salva al mundo, al reino de los asuntos humanos, de su normal y “natural” ruina es en último extremo el hecho de la natalidad, en el cual está arraigada ontológicamente la facultad de la acción». [113] Los humanos no venimos al mundo para morir, sino para engendrar nuevas acciones y nuevos seres: somos hijos de nuestras propias obras y también padres de quienes emprenderán a partir de ellas o contra ellas trayectos inéditos. Lo más duradero y tónico de las religiones celebra el año nuevo, la nueva cosecha, la buena nueva de que «entre vosotros ha nacido un niño». La ambigua lección de la vida transformada simbólicamente en espíritu no niega que procedemos del Caos ni que hasta el final deberemos debatirnos contra él, que siempre prevalece: pero también afirma, ingenua y triunfal, que nuestra misión pese a todo es dar a luz.
[109] E. Fromm, op. cit, p. 108.
[110] Los términos «identidad» y «cultura» funcionan en oposición: cuanto más idéntico se es al propio grupo, a sus gustos, juicios y prejuicios, menos «cultura» se tiene, en el ancho y liberador sentido del término. Por medio de su experiencia cultural, el individuo se desidentifica de su rebaño predeterminado… En su excelente ensayo titulado Identidades asesinas, Amin Maalouf señala: «La humanidad entera se compone sólo de casos particulares, pues la vida crea diferencias y si hay "reproducción" nunca es con resultados idénticos. Todos los seres humanos, sin excepción alguna, poseemos una identidad compuesta; basta con que nos hagamos algunas preguntas para que afloren olvidadas fracturas e insospechadas ramificaciones, y para descubrirnos como seres complejos, únicos e irremplazables (Alianza ed., p. 28). Sobre la cuestión ha publicado recientemente otro ensayo muy interesante el premio Nobel de Economía Amartya Sen, titulado