Epílogo
«…mis favoritos eran los Neminianos, que practicaban la religión del Nadie (nemini) porque nadie ha visto a Dios y a nadie le es dado escapar de la muerte.»
Cyril CONNOLLY, Enemigos de la promesa
Frente a la playa donostiarra de la Concha, cerrando a medias la entrada de la bahía, está -verde y modesta- la isla de Santa Clara. Como de juguete, con su faro y su mínimo muelle para barcas. El paisaje de mi infancia, de toda mi vida, mi imago mundi… Tan accesible que cuando yo era joven, pese a mi nula competencia atlética, solía ir nadando hasta ella. «¡Cuidado con las motoras!», recomendaba mi madre. Para el amor, todo son peligros: y tiene razón. Hace años -si no recuerdo mal- en Santa Clara se cultivaban guindillas picantes estimables, capaces de competir con las legendarias de Ibarra. Y eran muy cotizados los percebes que se arracimaban en sus rocas, de los que me he comido bastantes: ni uno debe quedar ahora. Tenían sabor a lágrimas, como dijo algún cursi certero. En fin, que esa isla es hoy y siempre parece haber sido un lugar acogedor y amable, un rincón de paraíso pocket size, como el resto de mi ciudad. Al menos eso creía yo, Pero este verano, leyendo anécdotas y viejas historias sobre San Sebastián, tropecé con esta noticia: en Santa Clara se enterraba hace siglos a los blasfemos, los sacrílegos, los herejes, los suicidas y demás ralea. La buena gente del pueblo, esa múltiple cosa horrible, les negaba reposo en el camposanto para exiliarles a nuestro pequeño Alcatraz local. Supongo que antes se habrían atareado en hacerles la vida imposible, como es debido. Se llevaban el cadáver del réprobo en una barca, sin ceremonias, y la jauría permanecía en la orilla para verla alejarse hacia su destino final, mientras gruñían (según dice el cronista y yo no lo dudo): «¡Este sí que va derechito al infierno!».
Lo saben ustedes igual que lo sé yo: es el maltrato que durante cientos de años ha correspondido a quienes disentían de los dogmas o prejuicios de la mayoría. Sigue pasando ahora en muchos lugares, desde luego, y no sólo como desdén hacia los muertos sino también -sobre todo- como persecución a los vivos. Los comportamientos que atraen primero la sospecha y luego la condena pueden variar: leer demasiados libros, mantener coloquios escabrosos, escrutar los movimientos de las estrellas, diseccionar cadáveres, consumir sustancias prohibidas, no asistir a las ceremonias eclesiales establecidas, gozar carnalmente sin más sacramento que el deseo, etc. Pero el delito a fin de cuentas siempre es el mismo, con unos nombres u otros: se trata del escepticismo militante frente a lo que cree la mayoría, la falta de fe prácticamente demostrada. La fe… pero ¿qué es la fe? Quizá la mejor respuesta a esta cuestión la dio aquel escolar que, según Mark Twain, contestó al maestro: «La fe es creer en lo que sabemos que no hay». Bueno, hijo, puede que no lo haya pero si no crees o finges creer acabarás en las mazmorras de la Inquisición y después serás enterrado en la isla de Santa Clara. ¡Ah, me dicen que ya no es así, que tal intransigencia es cosa del pasado! ¿No? ¿Están ustedes seguros del todo? Miren que la fe cambia de nombre o de objeto, pero quienes la exigen siguen siendo igualmente temibles en su intransigencia…
Quizá una de las mejores descripciones de lo que el gran Octavio Paz habría llamado «las trampas de la fe» es la que ofrece Jean-Marie Guyau en fecha tan temprana como 1885.
Merece la pena citarla en extenso: «Durante un tiempo bastante largo se ha acusado a la duda de inmoralidad, pero podría sostenerse también la inmoralidad de la fe dogmática, Creer, es afirmar como real para mí lo que concibo simplemente como posible en sí, a veces incluso como imposible; es pues querer fundar una verdad artificial, una verdad de apariencia, cerrándose al mismo tiempo a la verdad objetiva que e rechaza de antemano sin conocerla. La mayor enemiga del progreso humano es la cuestión previa. Rechazar no las soluciones más o menos dudosas que cada cual pueda aportar sino los problemas mismos es detener de golpe el movimiento que avanza; la fe, en ese punto, se convierte en una pereza espiritual. Incluso la indiferencia es a menudo superior a la fe dogmática. El indiferente dice: no me empeño en saber, pero añade: no quiero creer; en cambio el creyente quiere creer sin saber. El primero permanece por lo menos perfectamente sincero para consigo mismo, mientras que el otro trata de engañarse. Sobre cualquier cuestión, la duda es pues siempre mejor que la afirmación sin vuelta de hoja, esa renuncia a toda iniciativa personal que llamamos fe. Esta especie de suicidio intelectual es inexcusable, y lo más extraño de todo es pretender justificarlo -como suele hacerse habitualmente- invocando razones morales». [114]
A mi juicio, sin embargo, hay algo aún peor que la fe y es a credulidad. Orwell insistió con perspicacia en separar ambos términos. Aún conviniendo en las objeciones planteadas por Guyau, podemos reconocerle en ocasiones a la fe cierta tónica grandeza. Nuestros conocimientos verificables son casi siempre tan deficientes que quien se siente impulsado a grandes acciones y a iniciativas especialmente arriesgadas o generosas necesita al menos un gramo de fe para lanzarse a la aventura. Es el único modo de poder ir más allá de lo que sabemos o antes de saber del todo. El exceso de fe puede llevar al suicidio intelectual… o al crimen cuando la fe implica perseguir a quienes no la comparten: pero la ausencia total de cualquier atisbo de fe nos paraliza en un marasmo cauteloso. A la credulidad, en cambio, me parece imposible encontrarle ningún aspecto positivo. El crédulo está dispuesto siempre a tragarse lo inverosímil, lo raro, lo chocante… o lo que le resulta más conveniente para halagar su vanidad o conservar sus privilegios. Los crédulos prefieren en todo caso aceptar lo maravilloso o lo truculento a lo que exige un esfuerzo de comprobación y confirma aspectos poco vistosos de la realidad. Suelen creerse dotados de gran imaginación cuando en realidad se alimentan sólo de caprichos y carecen de la auténtica imaginación, que se basa en explorar todos los rincones de lo posible pero sin salirse nunca de ello. Desgraciadamente, los medios de comunicación -por no hablar de las infinitas páginas de la web- están llenas de alimentos-basura para la insaciable credulidad de algunos: milagros, conspiraciones, fantasmagorías, manipulaciones de la historia, sectas secretas omnipotentes, extraterrestres de pacotilla, poderes paranormales y apariciones diabólicas. Cuando no propaganda disfrazada de ciencia para respaldar maniobras siniestras de políticos o explotadores de la miseria ajena: así el establecimiento de jerarquías raciales o sexistas, así los delirios genealógicos del nacionalismo, así las supuestas «armas de destrucción masiva» que sirvieron de falso pretexto a la guerra de Irak. Lo característico de la credulidad es su carácter acrítico y su fondo siempre interesado, aunque con frecuencia tenga a largo plazo consecuencias nefastas incluso para los propios creyentes. Si algo debiera combatirse implacablemente por medio de la educación no es tanto la fe sino la credulidad.