Por supuesto, el campo de las religiones abarca todas las derivas imaginables entre la una y la otra: es el precio por buscar explicaciones últimas y absolutas no ya del funcionamiento biológico o social de los seres humanos sino del sentido de su experimento vital. Pero a la credulidad por exceso se contrapone también otra, por defecto: la del cientifismo reductor que despacha como supersticiones sin sentido no sólo las soluciones religiosas sino incluso las mismas inquietudes humanas de que provienen. Actualmente, con una apelación voluntariosa a la teoría de la evolución y unas cuantas pinceladas de genética, algunos cándidos creen haberse despertado para siempre de las tinieblas que han oscurecido el progreso. Por supuesto, de este modo pueden desbaratar justificadamente el pseudocientifismo de los creacionistas (incluso de ese creacionismo con estudios elementales que es la doctrina del Diseño Inteligente) y otras incursiones semejantes de mentes clericales en áreas como la astronomía, la psicología, etc. Pero el resto de cuestiones referidas a las pautas morales, por ejemplo, o al carácter simbólico de los principales logros culturales humanos son más reacias a dejarse despejar por medio de ecuaciones y observaciones de laboratorio. De ahí que autores por lo demás tan sugestivos como Steven Pinker se vuelvan alarmantemente inconsistentes al tratar asuntos como la educación, cuya importancia minimiza porque es interpersonal y no genética. [115]
Disculpen que, para aclarar mi punto de vista, recurra a una sobada parábola: supongamos que nos enfrentamos con el debido arrobo y admiración a un cuadro de Velázquez o Rembrandt. Ante su perfección formal y la delicada riqueza de sugestiones que nos transmite el lienzo, quedamos en maravillado suspenso. Entonces, un exaltado susurra a nuestro oído derecho: «¡Esta obra es un auténtico milagro! Ningún hombre común puede haberla concebido y ejecutado. Sólo puede explicarse por una inspiración llegada de los cielos, por e1 don generoso y enigmático del Ser Supremo que -a través de este artista- nos hace llegar un mensaje sublime para ayudarnos a soportar mejor nuestra pequeñez mortal… y hacernos concebir la esperanza de la eternidad». Pero otra voz, más severa y sardónica, susurra a nuestro oído izquierdo: «¡No está mal, no está mal! Aunque, a fin de cuentas, sólo se trata de una superposición de diversos pigmentos de origen vegetal y mineral, distribuidos con pericia sobre una superficie textil de tal modo que a cierta distancia se adivinen varias formas que se asemejan a objetos y personas. Está comprobado que, a veces, la erosión de las rocas o la caprichosa y cambiante forma de las nubes logra efectos bastante similares». O sea, la primera voz nos dice «es nada menos que…» y la segunda «no es más que…». En ambos casos, el incrédulo siente que se le escamotea algo esencial, un enigma racional que no admite solución simplificadora, algo que está más acáde los dioses pero más allá del nivel físico-químico de la causalidad. Una relación de sentido entre los únicos seres capaces de comprender significados, tan lejos de poder ser explicada convincentemente por cualquier «presencia real» divina (y aquí me permito abusar de George Steiner) como por la mera concatenación de reacciones a nivel atómico.
Volviendo otra vez a la prosa filosófica, digámoslo con las doctas palabras de Habermas: «No se discute el hecho de que todas las operaciones del espíritu humano dependan enteramente de sustratos orgánicos. La controversia versa más bien sobre la forma correcta de naturalizar el espíritu. Pues una adecuada comprensión naturalista de la evolución cultural debe dar cuenta de la constitución intersubjetiva del espíritu, así como del carácter normativo de sus operaciones regidas por reglas». [116] Es decir: el espíritu humano, ese reflejo simbólico de la vida que intentamos describir someramente en el capítulo precedente, constituye una irrefutable evidencia para – cualquier ser pensante. Pues bien, la fe religiosa -en la mayoría de los casos- convierte al espíritu en una entidad separablepor medios sobrenaturales del cuerpo e independiente de él en lo tocante a méritos o responsabilidades. Lo cual, por abreviar, resulta poco convincente ante el más benévolo examen racionalista. En el rincón opuesto del ring,el cientifismo -o sea, la ciencia convertida en ideología y por decirlo así sacada de quicio- convierte al llamado «espíritu» en una especie de leyenda idealista que magnifica adaptaciones evolutivas y reacciones fisiológicas: una fábula, vamos, la edificante historieta narrada por un idiota que se pavonea en el escenario del mundo y que a fin de cuentas nada significa… Ambos planteamientos me parecen claramente insatisfactorios porque ninguno de ellos se sitúa en el plano propiamente humano sino en niveles situados voluntariamente por encima o por debajo de él. Pero «el espíritu -dice Santayana- no es un cuentista que tenga un mundo fingido con el que sustituir las humildes circunstancias de esta vida, es sólo la capacidad -que permite desencantarse y reencarnarse- de ver este mundo en su verdad simple». [117] Simple, pero no simplificada ni reducida al estilo Jíbaro.
Para dar cuenta cabal de lo humano, la búsqueda de la verdad no puede renunciar desde luego a la objetividad que prescinde de embelecos sobrenaturales pero tampoco a la subjetividad que más allá de constatar hechos, narra vivencias desde dentro: no es lícito refugiarse en los cielos ni soterrarse en la impersonalidad que subyace la relación simbólica que nos caracteriza. Las protestas ante esta posición estrictamente humanista que no renuncia a describir ni a narrar, a observar ni tampoco a expresar, suscitan condenas por ambos extremos de la bipolar credulidad. Los abogados de lo divino denuncian que el hombre se degrada al perder su vinculación con lo más alto, los cientifistas creen que el animal humano se empina demasiado y niega sus vinculaciones materiales. Unos y otros orillan lo más notable del raro prodigio que somos, es decir, personalidades que provienen sin milagro de lo impersonal. Ni nos humilla en realidad perder los parentescos celestiales ni nos condiciona a la baja provenir de combinaciones de aminoácidos: «¿Qué le importaría al espíritu si la metafísica moralista dejara de invadir el campo de la filosofía natural, donde osa hacer conjeturas aduladoras de la vanidad humana? ¿Qué pasaría si las cosas más reales del universo -esto es, supongo, las más fundamentales y dinámicas- fueran completamente inhumanas? ¿Dejaría por ello lo espiritual de ser espiritual, de contemplar y juzgar a la luz del espíritu cualquier mundo que acierte a existir?». [118] Hay muchos crédulos que están engañados, pero quizá los más crédulos de los crédulos sean los que al salir de la clase de ciencias creen haberse desengañado del todo ya.
Consideremos -¡antes de que se los lleven a enterrar a la isla de Santa Clara!- a los ateos más o menos conscientes de serlo, a quienes como suele decirse «han perdido la fe» (dando por hecho que la fe es algo transitorio que todo el mundo padece en la infancia como los dientes de leche o en la adolescencia como el acné, lo cual no es hacerle ningún favor). Siempre me ha sorprendido bastante que quienes están faltos de fe religiosa se lamenten de tal carencia como de una pérdida valiosa. Es más, muchos ateos ilustres consideran que el primer y más claro argumento contra la fe es que responde con directa franqueza a nuestros más íntimos deseos. Así lo dijo en su día Feuerbach, lo reiteró Nietzsche en El Anticristo («La fe salva, luego miente»), lo reiteró Freud en El porvenir de una ilusión y, muy recientemente, ha vuelto a confirmarlo André Cornte-Sponville en El alma del ateísmo. [119] La existencia de Dios es tan deseable que difícilmente puede ser verdadera… ¡resultaría demasiado bonito! Daniel Dennett indica que además de la fe directa y primaria se da la «fe en la fe», la creencia en lo estupendo que debe ser creer, algo tan magnífico que induce a algunos sofisticados a dudar de que la fe sea verdadera, pero hace que resulte también indudable la suerte que tienen los creyentes con sus dogmas. Bueno, sin duda la inmortalidad (recuperar nuestras pérdidas amadas, evitar nuestra perdición) responde a un deseo no sólo humano sino también humanizador: saber que somos mortales nos convierte en hombres, negarnos a admitirlo confirma que lo somos. Pero, más allá de este primer movimiento sentimental casi instintivo (el instinto de supervivencia prolongado por otros medios), me resulta personalmente difícil aceptar que alguien capaz de razonamientos elaborados y con una mentalidad no sumisa al absolutismo del Poder, por paternal que pueda éste ser, vea en la existencia de un Dios omnipotente a cuyo capricho creador perteneceríamos una perspectiva cósmica apetecible. Soy demasiado orgullosamente demócrata para apreciar a ningún Déspota Sobrenatural, cuyas «bondades» nadie podría discutir. De modo que sentí verdadero alivio y compañía al leer este párrafo del siempre honrado Thomas Nagel sobre lo que él denomina auténtico «miedo a la religión», no en sus evidentes efectos perversos en este mundo sino como visión explicativa universaclass="underline" «Hablo desde la experiencia, ya que yo mismo padezco fuertemente este temor (a la religión. FS). Quiero que el ateísmo sea verdadero y me incomoda que algunas de las personas más inteligentes y bien informadas que conozco sean creyentes religiosos. No es sólo que no creo en Dios y que, naturalmente, espero estar en lo correcto en mi creencia. ¡Es que ansió que no exista ningún Dios! No quiero que exista un Dios; no quiero que el universo sea así». [120] Conozco este anhelo demasiado bien: si debiera hacernos dudar de nuestras creencias el que satisfagan demasiado explícitamente alguno de nuestros deseos, en mi caso -como en el de Thomas Nagel- éste sería un argumento en contra del ateísmo, no a favor… Quienes tienen confianza en la necesidad y consuelo de fe religiosa, crean ellos mismos o no, suelen invocar los preceptos morales como el campo en el que indudablemente la religión es más necesaria. Nos aseguran que en una sociedad como la actual, con valores olvidados o devaluados, la fe religiosa es un refuerzo insuperable de la formación ética. Después de dedicarme profesionalmente a estudiar esta cuestión casi toda mi vida adulta, su criterio no me parece demasiado convincente. Para empezar, ningún aspecto de la divinidad es más cuestionable y contradictorio que el moral. O sea que es difícil que alguien con sentido moral pueda considerar convincentemente moral a Dios. Ya lo dijo Bertrand Russelclass="underline" «Para mí hay algo raro en las valoraciones éticas de los que creen que una deidad omnipotente, omnisciente y benévola, después de preparar el terreno durante muchos millones de años de nebulosa sin vida, puede considerarse justamente recompensada por la aparición final de Hitler, Stalin y la bomba H». [121] De las ambigüedades morales de los textos religiosos, que tan pronto preconizan comportamientos solidarios y renunciativos como atrocidades intransigentes, ya hemos tenido ocasión de hablar antes. No hay ningún criterio interno a la propia religión que permita convincentemente discernir entre la superioridad moral de unos u otras, hace falta salir fuera de la fe y elegir desde la razón. Pero hay un punto muy importante, que subrayó convenientemente Spinoza: lo propio de la religión es fomentar la obediencia, no la moral autónoma basada en razones o sentimientos. Y la única motivación que en verdad quita su peso moral a un comportamiento es el actuar por mera obediencia… sobre todo si se refuerza con el miedo al castigo divino o la espera de recompensas celestiales. Sumisión, intimidación o soborno… ¡vaya camino para alcanzar la perfección moral! Así se logra meter a la gente en vereda, no hacerla mejor… ni siquiera éticamente madura. Ateniéndonos a la autoridad religiosa más conocida en Europa, la Iglesia Católica tradicionalmente ha condenado la sede de la autonomía moral en la persona -la libertad de conciencia- en nombre precisamente de la obediencia debida. El papa Gregorio XVI, en la encíclica «Mirari vos» (1832), fulmina ya «esa máxima falsa y absurda o, más bien, ese delirio: que se debe procurar y garantizar a cada uno la libertad de conciencia». Los pontífices sucesivos, santos varios de ellos (por ejemplo Pío IX, beatificado el año 2000), confirman este criterio dogmático que no se pone en cuestión hasta el Concilio Vaticano II (para ampliar este punto, véase en los apéndices el artículo «La laicidad explicada a los niños»). Como sin libertad de conciencia hay inquisición totalitaria, pero no ética digna de tal nombre, no deja de resultar chocante que la misma institución sagrada que tan tarde ha llegado a descubrirla pretenda hoy tener derecho preferente a educar a los niños para que hagan de la el uso más adecuado. ¡Qué santa desvergüenza!
[115] El gran maestro por antonomasia de la incredulidad, Michael de Monigne, dijo: -Les savants, moi, je les aime bien mais je ne les adore pas». En nuestros días hay bastantes personas piadosas que han sustituido las novenas y la lectura de los salmos por la veneración acrítica de la psicología evolutiva. Todos los comportamientos humanos relevantes pretenden explicarse por rocambolescas estrategias directamente llegadas del Paleolítico. Tras décadas denunciando las explicaciones teleológicas o finalistas de los teólogos, otros creyentes pretenden establecer ahora una especie de finalismo hacia atrás no menos arbitrario e improbable que el otro. Y eso cuando lo único medianamente claro hoy en teoría de la evolución es que no todo está en los genes… ni siquiera casi todo. Para comenzar a despertarse de estos nuevos sueños dogmáticos recomiendo la lectura del sabroso librito El legado de Darwin, de John Dupré, ed. Katz, Buenos Aires, 2006.
[116]
[117] Platonismo y vida espiritual, de G. Santayana, trad. Daniel Moreno Moreno, ed. Trotta, Madrid, 2006, p. 45.