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No sólo no es cierto que la religión sea un buen refuerzo de la ética, sino que la verdad es más bien lo contrario. Son precisamente los planteamientos de la ética humanista y laica, vigente en nuestras sociedades gracias al denuedo polémico de tantos librepensadores, los que adaptados a última hora hacen a las doctrinas religiosas más o menos compatibles con sociedad en que vivimos. Las iglesias que logran más respeto y audiencia son las que mejor acomodan sus pautas tradicionales- por lo común misóginas, antihedonistas, jerárquicas, enemigas de la libertad de pensamiento e investigación, etc.- la salsa moral de las sociedades democráticas. Quienes tratan de defenderlas sostienen que en realidad su mensaje auténtico siempre fue éticamente «moderno»… ¡hasta cuándo quemaban a los herejes que defendían lo que hoy llamamos modernidad! En cambio, las religiones que por atraso histórico o coherencia inamovible se emperran en seguir fieles a lo que siempre fueron (la igualdad de la mujer suele ser su más evidente punto flaco) resultan ya integristas, fanáticas… en resumen: inmorales. Es la religión quien busca el apoyo de la ética, no al revés. Y por tanto sería importante que la ética humanista mantuviera sin complejos su discurso valorativo en cuestiones controvertidas muy actuales (por ejemplo, de bioética, procreación asistida, etc.) sin miedo a coincidir ocasionalmente con planteamientos eclesiales en el rechazo de las majaderías falsamente «progresistas» que la credulidad dentista (la moral no puede poner cortapisas al desarrollo técnico, cuanto puede hacerse es lícito que se haga, etc.) pretende institucionalizar sin oposición razonable, como ayer hacía la iglesia con sus más inaceptables dogmas. Aunque el juicio ético -siempre abierto a debate- y el prejuicio religioso -dogmático y dictado desde el pulpito inapelablemente- puedan a veces rechazar o preferir lo mismo, la vía por la que se llega a esa conclusión es lo suficientemente distinta como para que no se deba ceder el campo axiológico por miedo a que le confundan a uno con el párroco.

Si no en cuestiones éticas… ¿es acaso imprescindible la religión para orientarnos en el terreno de la política? No creo que semejante perspectiva cuente hoy con demasiados partidarios sensatos, a la vista de los acontecimientos preocupantes de estos años. Supongo que serán mayoría los que le den la razón más bien a Arthur Schlesinger jr., el antiguo asesor de Kennedy: «El fanatismo religioso es el caldo de cultivo para la mayor amenaza actual a la civilización, que es el terrorismo. La mayor parte de las matanzas en el mundo -ya sean en Irlanda, Kosovo, Israel, Palestina, Cachemira, Sri Lanka, Indonesia, las Filipinas, el Tibet…- son consecuencia del desacuerdo religioso. No hay personas más peligrosas sobre la tierra que las que creen que están ejerciendo la voluntad del Todopoderoso. Esta convicción es la que impulsa a los terroristas a asesinar al infiel». [122] Pero el terrorismo no es el único daño colateral aterrador, valga la redundancia, de las creencias religiosas exacerbadas aplicadas a la política. También entre ciudadanos de orden pueden causar estragos las leyendas piadosas: «De acuerdo con una encuesta hecha por Time, el 53 % de los norteamericanos adultos espera el regreso inminente de Jesucristo, acompañado del cumplimiento de las profecías bíblicas con respecto a la destrucción cataclísmica de todo lo que es malo». [123] Tengo la viva impresión de que esta opinión mayoritaria de los votantes no puede traer buenos resultados a la hora de elegir el presidente de la mayor potencia militar de este mundo… A esta lista de inconvenientes de la religión metida en política podríamos añadir las discordias también a veces sanguinarias de comunidades religiosas opuestas dentro de las democracias europeas y que comprometen hasta extremos alarmantes el concepto necesariamente laico de ciudadanía.

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[122] Citado por Richard J. Bernstein en El abuso del mal, trad. Alejandra Vasallo y Verónica Inés Weinstabl, ed. Katz, Buenos Aires, 2006, p. 200. 10.

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[123] Ibídem, p. 197.