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Y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela.»

Antonio MACHADO

Permítanme recordar algo poco memorable: la primera lección pública que pronuncié en mi vida, ante un público lógicamente escaso pero más atento o más cortés de lo que hubiera cabido esperar. La llamo «lección» irónicamente, en realidad fue una simple charla, una ocasión de mostrarme pedante queriendo ser sabio (por entonces yo no era más que un estudiante poco aplicado de último curso) frente a otros alumnos de cursos inferiores o resignados compañeros del mío. Sucedió este mínimo acontecimiento en la Facultad de Derecho de la Complutense, justo enfrente de mi propia casa de estudios, dentro de un aula cultural organizada por un antiguo amigo del colegio que se sintió obligado a invitarme por un erróneo o perverso sentido del compañerismo. El tema de mi disertación fue «El positivismo lógico», abstrusa cuestión de la que quizá entonces aún sabía menos que ahora, por imposible que parezca. Nada recuerdo de lo que dije, salvo que acabé con una cita que por entonces repetía a mansalva del poeta catalán Salvador Espriu, tomada y traducida de La pell de brau:

«Las palabras nos hundieron

en el negro pozo del espanto.

Otras palabras nos alzarán

hasta una nueva claridad.»

Considerada sin embargo con la perspectiva de los años, que borra y realza circunstancias respondiendo al engañoso aunque insustituible criterio que nuestros antepasados llamaban «destino», aquella inicial manifestación pública prefiguró de modo suficiente lo que iba a constituir mi trayectoria intelectual posterior. Los recovecos técnicos de la escuela filosófica de Moritz Schlick y Rudolf Carnap nunca me han sido demasiado familiares, ni siquiera demasiado simpáticos o congeniales. Pero elegí hablar de ese tema porque me parecía que encerraba un intento de crítica -desde un racionalismo exigente- de las brumosas propuestas de la metafísica dogmática y ancestral que constituían el noventa por ciento de lo que nos transmitían como pensamiento perenne nuestros más connotados maestros de la academia franquista. Probablemente era injusto en mi radicalismo, aunque -como señaló Jean Cocteau- tal es el privilegio y el deber de la juventud. En cualquier caso, lo más relevante del mensaje que pretendía transmitir estaba precisamente en los versos finales de Espriú, no en los trabajosos razonamientos escolares tomados de Alfred Julius Ayer y demás correligionarios. Ha sido la paradoja fundamental de mi vida teórica, ser un bravo racionalista enamorado del para mí casi ignoto método científico pero encontrar invariablemente las más ajustadas expresiones de la rigurosa concepción del mundo que he creído necesitar en las jaculatorias de los poetas… Así ocurre también en este caso puesto que en esa estrofa del poeta catalán están las voces que han proclamado condensadamente desde entonces mi modesta andadura: «palabras», «espanto» y «claridad».

O sea, las palabras entre el espanto y la claridad. Hundiéndonos en el uno, alzándonos hasta la otra para rescatarnos. Las palabras han sido desde un principio las protagonistas de mi tarea, las herramientas que he intentado pulir y manejar, los mojones indicativos (a veces lanzas con una cabeza enemiga ensartada en la punta, en otras ocasiones seto fragante y florido) que delimitan el territorio por el que me ha tocado moverme. Las he cultivado para expresarme o defenderme, las he intentado enseñar a otros para que les sirviesen como lupas o azadas, nunca como cepos. Siempre fluyendo y girando, las palabras, entre el negro pozo del espanto y la liberadora claridad. Pero ¿no puede acaso haber palabras claras y espantosas, claramente espantosas? En cierto sentido parece que la respuesta debe ser afirmativa: algunas de las cosas cuya nombradla nos resulta más nítida son precisamente las que más nos aterran (sobre todo la Cosa por antonomasia, la Innombrable que todo directa o indirectamente señala). Como asegura el hermoso verso de Paul Celan, «los que dicen la verdad, dicen las sombras». La lucidez y el conocimiento representan demasiadas veces cualquier cosa menos un consuelo: al contrario, inquietan y trastornan. Ya en el «Eclesiastés» se afirma que quien aumenta la ciencia humana, aumenta su dolor. Después de todo, lo único que sabemos con total certeza es el marchito camino de nuestra finitud y su acabamiento. Como dice el poeta navarro Ramón Eder en un aforismo que es una obra maestra del humor negro: «El fin justifica los miedos». Nada tiene pues de raro que tantos rechacen la clarividencia demasiado agobiante y prefieran acogerse al más español y quijotesco de todos los dictámenes: «de ilusión también se vive».

Y sin embargo, aunque en ocasiones traigan estremecimientos y sobresaltos, siempre he preferido las palabras claras y distintas -por retomar la fórmula del racionalismo cartesiano- es decir las que aspiran a la verdad y pretenden el desengaño, por cruel que pueda resultar en ocasiones. No me guía la intrepidez hacia esta opción, sino al contrario un miedo más intenso que cualquier escalofrío que pueda provenir del conocimiento. Por decirlo de una vez, nada me causa más temor que la falsedad. Coincido plenamente con el apasionado alegato que pronuncia Marlow, el narrador de la inolvidable El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, ante su silenciosa audiencia: «Ustedes saben que odio, detesto, me resulta intolerable, la mentira, no porque sea más recto que los demás, sino porque sencillamente me espanta. Hay un tinte de muerte, un sabor de mortalidad en la mentira que es exactamente lo que más odio y detesto en el mundo, lo que quiero olvidar. Me hace sentir desgraciado y enfermo, como la mordedura de algo corrupto. Es cuestión de temperamento, me imagino». [129] Por mi parte, creo que en este rechazo hay algo más que una cuestión de temperamento. Realmente la mentira, es decir la falsedad voluntariamente asumida y propalada, tiene un parentesco necesario con la muerte: o lo que es lo mismo, proviene de ella y nos acerca a ella. Proviene de la muerte porque mentimos a los demás y a nosotros mismos por debilidad mortal, por apocamiento y temor ante personas o circunstancias que no nos consideramos capaces de afrontar; pero la mentira nos acerca más tarde o más temprano a la muerte que tratamos de esquivar, porque falsea los precarios remedios que podríamos buscar para los peligros que nos acechan. Recuerdo ahora el diálogo entre Audrey Hepburn y Cary Grant en Charada, la deliciosa comedia negra de Stanley Donen. Ella dice que todo el mundo miente y se pregunta quejosa por qué miente tanto la gente. Experto en la administración de falsedades, Cary Grant le responde: «Porque desean algo y temen no conseguirlo diciendo la verdad». Le falta añadir que en última instancia, la que cuenta, aún menos probabilidades tienen de conseguirlo mintiendo. Aunque seguramente no hay una salvación definitiva en ninguna parte, sólo en la verdad es posible hallar de vez en cuando las salvaciones parciales, provisionales, que alivian e iluminan nuestra desasosegada existencia. De ilusión también se vive, en efecto, aunque sea poco tiempo: pero las mentiras son siempre, más bien antes que después, el sello antivital de nuestra destrucción.

La búsqueda de palabras que aspiran a la claridad verdadera nos rescata del negro pozo espantoso de la mentira en el que nos precipita la muerte, gran agusanadora de nuestra condición. Ya sé que este planteamiento suena anticuado en el panorama filosófico actual, en el que prevalece lo que quizá con excesiva indignación llamó Claudio Magris «el gelatinoso posmodernismo, donde todo es intercambiable por su contrario y la morralla de las Misas Negras se pone al mismo nivel que el pensamiento de San Agustín». [130] Esta doctrina establece el crepúsculo de la clásica concepción de la verdad como adecuación entre lo que pensamos, lo que decimos y lo que hay en el universo independiente de nuestros gustos y caprichos. Lo que refrendaba antaño la verdad o falsedad de una aseveración era su concordancia con los hechos, inamovibles en su terca presencia. Pero a partir de Nietzsche -nos informan los posmodernos- tenemos que resignarnos a admitir que no hay hechos sino sólo interpretaciones (lo cual por cierto no está tan lejos como el propio Nietzsche creyó de lo que a su vez había explicado ya Kant). E incluso el hecho de que no haya hechos sino interpretaciones no pasa también de ser una interpretación más, añadida a las precedentes… Lo que se establece entonces como verdad, según este criterio (o ausencia de él, más bien) es el acuerdo siempre provisional entre interpretaciones concurrentes, agrupadas en tradiciones culturales o hermenéuticas. Evidentemente discrepo de este planteamiento o, si se prefiere, de esta interpretación de la realidad.

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[129] El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, trad. Sergio Pitol, Universidad Veracruzana, México, 1996, pp. 71-72.

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[130] «Microcosmos», de Claudio Magris, trad. J. A. González Saínz, ed. Anagrama, Barcelona, 1999, p. 150.