En alguno de mis libros, como Las preguntas de la vida, y sobre todo en el capítulo «Elegir la verdad» de El valor de elegir, he propuesto una reflexión que se aleja en puntos sustanciales de la opinión posmoderna. Supongo en ella que hay diversos campos de verdad según niveles distintos de consideración de lo real -el de las ciencias experimentales, el de los estudios históricos, el de la literatura, el de la mitología, el del juego, etc.- y que la falsedad más peligrosa estriba en tratar de sostener la verdad correspondiente a uno de esos campos en el terreno de otro. Lo cual no impide que la verdad objetiva en el plano adecuado sea algo no sólo posible sino intelectualmente imprescindible para una mente sana. Los posmodernos proponen el acuerdo más amplio posible como única forma operativa de verdad, pero me parece que chocan con la propia entraña del lenguaje que compartimos, tal como ha señalado Hans Albert: «Podría resultar muy difícil, en el marco de una lengua que -como la lengua humana- tiene una función representativa, renunciar a la idea de una representación adecuada, una idea que es totalmente independiente de aquélla de un posible consenso». [131] Quizá una de las mejores parábolas sobre la verdad sea el cuento de Hans Christian Andersen titulado El traje nuevo del Emperador. Y también allí se revela lo imprescindible para que la verdad pueda ser descubierta. En esa historia, el Emperador se miente a sí mismo por vanidad, los sastres estafadores por afán de lucro, los cortesanos por la rutina del halago o quizá por la malicia que espera sacar provecho de cualquier debilidad del poderoso. Por diferentes razones, todos coinciden y están de acuerdo: según la doctrina posmoderna, su consenso es preferible y más sólido que la verdad… Pero sólo el niño es capaz de ser objetivo porque no tiene intereses en el asunto, ni quiere obtener poder sobre nadie: por lo tanto ve y dice la verdad, que el rey va desnudo. ¡Imposible confundir su revelación con el establecimiento «cultural» de ningún otro consenso! El niño sólo se pone de acuerdo con la realidad y con su experiencia, es decir, con lo que descubre mediante la interacción que mantiene con lo existente. Su único interés es conocer, no pretende conocer a través de sus intereses como todos los demás… Una muy bella y muy significativa parábola, cuya moraleja es que para conocer la verdad debemos ser como niños y no como posmodernos.
Por lo demás, creo firmemente que nuestras verdades (y nuestros conocimientos) siempre se nos parecen, pero no por razones culturales o hermenéuticas sino evolutivas. Nuestros sentidos, decantados a través del proceso biológico y también histórico que llamamos evolución, son la mejor prueba de que existe un mundo de realidades en cuyo conocimiento adecuado nos va un interés vital. Y obviamente la adecuación de tales noticias sensoriales tiene elementos fundamentales que para nada dependen de la tradición o cultura a la que el sujeto pertenece (de hecho, los sentidos de otros muchos animales funcionan como los nuestros y por la misma razón de supervivencia). Sin embargo, también la capacidad de nuestros sentidos nos indica que no estamos hechos para conocerlo todo o cualquier cosa, sino sólo aquello que concuerda con nuestra escala ontológica. Por eso la multiplicación de nuestro conocimiento científico por medio de las prótesis tecnológicas es la aventura más fascinante y también más arriesgada de nuestra especie. Si queremos ir más allá, fuera de este marco evolucionista, me atrevería a confesar que la definición de la verdad que más me gusta en el fondo es la auténticamente ontológica de Manlio Sgalambro: «Ho definito qualche volta la veritá come il mondo sema l'uomo». [132]
En el terreno de la realidad física, el método científico que trata los sucesos semejantes siempre de igual forma y los ordena bajo un paradigma único de explicación es sin duda el camino más ajustado que los humanos hemos tenido para acumular verdades significativas. Sin embargo su utilidad es mucho menor cuando lo que nos preocupan son las cuestiones morales. Esto es lo malo: el método científico sirve para dirimir problemas que nos angustian mucho menos que otros inasequibles a sus bien fundadas respuestas. Las grandes batallas entre los hombres no son por opiniones contrapuestas sobre geología o física nuclear: los matemáticos no cometen atentados contra quienes no saben sumar. «Los temas que realmente mueven a la gente, que la llevan a participar en piquetes, a meterse en política y a lanzar bombas son precisamente la clase de cuestiones que jamás decidirá la ciencia. Y, sin embargo, son los temas en que somos más propensos a posicionarnos con firmeza y a defender lo que creemos verdadero.» [133] A fin de cuentas, para evitar el peor de los fanatismos, necesitamos también respuestas aproximadamente racionales en estos campos y el tipo de racionalidad científica no nos sirve o, por lo menos, no nos basta. A lo largo de los siglos, numerosas doctrinas religiosas o mitológicas brindaron interpretaciones poco consistentes del universo exterior, pero aportaron esclarecimientos ricos en sentido del mundo interior de nuestras apetencias, deberes y temores. Como bien dice Ernest Gellner, «los sistemas de creencias del pasado eran técnicamente falsos y moralmente consoladores. La ciencia es lo contrario». [134] Supongo que tal es el motivo de que ciertos movimientos regresivos busquen cobijo en explicaciones seudocientíficas como el llamado «Diseño Inteligente» para encontrar alternativa al desencantamiento generalizado de lo real llevado a cabo por la ciencia. Quizá reclamar a toda costa consuelo sea intelectualmente pueril, pero sin duda no lo es la búsqueda de una orientación hacia la mejor forma de convivencia o hacia el uso más humano de la libertad, temas poco sumisos a las pautas científicas de investigación.
La cuestión importante, en cualquier caso, es si podemos aspirar en el plano de los valores y los ideales a alguna forma de claridad contrastada, es decir de verdad, comparable en cierta medida a la que en su terreno ofrece el método científico. El relativismo -otra ideología actualmente muy frecuente- asegura que es imposible llegar en asuntos morales a ninguna forma de objetividad inobjetable, por decirlo así. Este logro resulta impensable porque -a diferencia de las verdades científicas, iguales para todos, si se sigue el método adecuado- los valores e ideales se nos dice que están condicionados sociológica y aún antropológicamente. Es decir, las verdades obtenidas por la ciencia provienen de la racionalidad que compartimos, mientras que los códigos éticos dependen de nuestra adscripción a tal o cual grupo social. De este modo, el relativismo torpedea en la línea de flotación la perspectiva ética misma, al cortocircuitar su proyecto nuclear de llegar a comprender las valoraciones ajenas, que pretende ascender los motivos del otro a razones comunes… o señalar al menos por qué pueden ser descartados como tales. Según los relativistas más concienzudos, se realiza esta crítica desde la voluntad de ampliar y flexibilizar el pluralismo axiológico pero a mi juicio, en realidad, así se hace naufragar cualquier auténtica posibilidad de compromiso moral a escala universal, la única que puede ser atendida en nuestro mundo globalizado. Resulta lamentable (por no decir: indignante) que puedan globalizarse los intereses pecuniarios de los especuladores, las tarjetas de crédito o el tráfico de armas… pero no las apreciaciones que calibran, ensalzan y condenan los comportamientos humanos tanto individuales como colectivos. Lo cual veta, por supuesto, cualquier forma de legislación internacional que pueda ser aceptable por el común de los ciudadanos cosmopolitas.
[131] Racionalismo crítico, de Hans Albert, ed. Síntesis, Madrid, 2002, p. 60.