Выбрать главу

Si no me equivoco del todo, los partidarios de la mención explícita del cristianismo en la Constitución europea lo que pretenden es reforzar el peso político de las iglesias originariamente cristianas (primordialmente la católica) en el asentamiento de nuestras instituciones y en los valores consagrados por nuestras leyes y nuestra educación. Sin duda no faltan razones históricas para ello, pero me pregunto si tal impregnación oficialmente clerical y dogmática de los poderes públicos es la única o siquiera la más relevante consecuencia de la revolución religiosa introducida por el cristianismo primero en nuestro continente y luego en el mundo entero. ¿No será más bien lo contrario? ¿No es lo realmente peculiar de la raíz cristiana la denuncia antijerárquica y anticlerical de la religión establecida como culto legitimador del poder terrenal, la cual ha dado paulatinamente lugar -tras perder su prístina virulencia- a una separación entre el gobierno civil de los ciudadanos y la fe en la verdad salvadora que cada uno de ellos podía alcanzar en su conciencia? Esta disociación falta casi universalmente fuera del ámbito europeo. Yendo un poco más lejos aún: ¿no tiene propiamente una raíz cristiana la secularización e incluso la incredulidad (tan denostadas por nuestros conservadores) de la época moderna?

Los paganos persiguieron a los cristianos por motivos religiosos: les acusaban de ateísmo, ni más ni menos. Sentían irritación y desconcierto ante la secta irreverente que no se limitaba a proclamar a su Dios sino que negaba validez a todos los demás y derribaba con impiedad los altares ajenos, que eran precisamente donde se celebraban los cultos oficiales de la ciudad. Desde luego los cristianos no eran religiosa ni políticamente correctos: el multiculturalismo pagano les resultaba ajeno, incluso pecaminoso. Y es que los cristianos introdujeron en Europa la pasión terrible y excluyente por la verdad. Sólo la Verdad es digna de creencia, de fe: una novedad magnífica y feroz. A los paganos no se les había ocurrido «creer» en su divinidades al modo exhaustivo luego inaugurado por los cristianos (Paul Veyne escribió un libro muy interesante al respecto, ¿Creían los griegos en sus dioses?), más bien los consideraban emanaciones venerables de los lugares y actividades en que transcurría su vida. El afán cristiano por elevar la ilusión a verdad despobló de ilusiones teológicas menos eficaces el espacio social. Gracias a Constantino y al papado la iglesia oficial resistió y asimiló en parte el embate subversivo, pero nunca se recuperó del todo de él. La pasión desmitificadora por la verdad siguió abriéndose camino y pasó de las catedrales a las universidades y de las celdas monacales a los laboratorios. El Dios que era la Verdad acabó con el resto de los dioses y luego la verdad se volvió letalmente contra él.

El concepto de secularización sólo se entiende en el mundo cristiano, como su culminación ilustrada. Como señala en Straw Dogs John Gray: «el secularismo es como la castidad, una condición que se define por lo que niega». Sólo la civilización cristiana, ya previamente purgada de divinidades y cultos locales, puede secularizarse. Y concluye Gray: «La consecuencia largo tiempo aplazada de la fe cristiana fue una idolatría por la verdad que encontró su más completa expresión en el ateísmo. Si vivimos en un mundo sin dioses, es a la cristiandad a quien debemos agradecérselo». Las raíces cristianas de Europa tienen hoy su más clara expresión en la ciencia que aniquila las leyendas piadosas, en la separación tajante del poder secular (y de la moral civil) de las injerencias clericales, en la proclamación de derechos humanos a los que se niega la sanción divina (por lo que fueron en sus orígenes condenados por el papado), en la educación general obligatoria que se rehúsa a oficializar como materias científicas las creencias religiosas y rechaza que sea la autoridad de los obispos la que designe a los profesores. Como todos estos avatares resultan un poco difíciles y bastante polémicos de condensar en un prefacio legal, Giscard y compañía parecen haber actuado prudentemente al no recogerlos en la Constitución europea que proponen.

Ahora me parece oír alguna voz indignada que me pregunta: «y entonces ¿qué habría que poner según usted en el preámbulo de la Constitución, para ilusionar trascendentalmente a los europeos que van a acogerse a ella?». Pues nada que mire hacia el pasado, sino más bien algo que apunte -aunque sea con cierta inverosimilitud- hacia el futuro que podemos compartir. Por ejemplo lo que propone James Joyce en su Ulises por boca de uno de los protagonistas de la novela: «Nada de patriotismo de cervecería ni de impostores afectados de hidropesía. Dinero gratis, alquileres gratis, amor libre e iglesia laica libre, y estado laico libre». Todo ello con buenas raíces cristianas por cierto, según mi modesto criterio.

La laicidad explicada a los niños

En 1791, como respuesta a la proclamación por la Convención francesa de los Derechos del Hombre, el papa Pío VI hizo pública su encíclica Quod aliquantum en la que afirmaba «que no puede imaginarse tontería mayor que tener a todos los hombres por iguales y libres». En 1832, Gregorio XVI reafirmaba esta condena sentenciando en su encíclica Mirari vos que la reivindicación de tal cosa como la «libertad de conciencia» era un error «venenosísimo». En 1864 apareció el Syllabus en el que Pío IX condenaba los principales errores de la modernidad democrática, entre ellos muy especialmente -dale que te pego- la libertad de conciencia. Deseoso de no quedarse atrás en celo inquisitorial, León XIII estableció en su encíclica Libertas de 1888 los males del liberalismo y el socialismo, epígonos indeseables de la nefasta ilustración, señalando que «no es absolutamente lícito invocar, defender, conceder una híbrida libertad de pensamiento, de prensa, de palabra, de enseñanza o de culto, como si fuesen otros tantos derechos que la naturaleza ha concedido al hombre. De hecho, si verdaderamente la naturaleza los hubiera otorgado, sería lícito recusar el dominio de Dios y la libertad humana no podría ser limitada por ley alguna». Y a Pío X le correspondió fulminar la ley francesa de separación entre Iglesia y Estado con su encíclica Vehementer, de 1906, donde puede leerse: «Que sea necesario separar la razón del Estado de la de la Iglesia es una opinión seguramente falsa y más peligrosa que nunca. Porque limita la acción del Estado a la sola felicidad terrena, la cual se coloca como meta principal de la sociedad civil y descuida abiertamente, como cosa extraña al Estado, la meta última de los ciudadanos, que es la beatitud eterna preestablecida para los hombres más allá de los fines de esta breve vida». Hubo que esperar al Concilio Vaticano II y al decreto Dignitatis humanae personae, querido por Pablo VI, para que finalmente se reconociera la libertad de conciencia como una dimensión de la persona contra la cual no valen ni la razón de Estado ni la razón de la Iglesia. «¡Es una auténtica revolución!», exclamó el entonces cardenal Woytila. [136]

¿Qué es la laicidad? Es el reconocimiento de la autonomía de lo político y civil respecto a lo religioso, la separación entre la esfera terrenal de aprendizajes, normas y garantías que todos debemos compartir y el ámbito íntimo (aunque públicamente exteriorizable a título particular) de las creencias de cada cual. La liberación es mutua, porque la política se sacude la tentación teocrática pero también las iglesias y los fieles dejan de estar manipulados por gobernantes que tratan de ponerlos a su servicio, cosa que desde Napoleón y su concordato con la Santa Sede no ha dejado puntualmente de ocurrir, así como cesan de temer persecuciones contra su culto, tristemente conocidas en muchos países totalitarios. Por eso no tienen fundamento los temores de cierto prelado español que hace poco alertaba ante la amenaza en nuestro país de un «Estado ateo». Que pueda darse en algún sitio un Estado ateo sería tan raro como que apareciese un Estado geómetra o melancólico: pero si lo que teme monseñor es que aparezcan gobernantes que se inmiscuyan en cuestiones estrictamente religiosas para prohibirlas u hostigar a los creyentes, hará bien en apoyar con entusiasmo la laicidad de nuestras instituciones, que excluye precisamente tales comportamientos no menos que la sumisión de las leyes a los dictados de la conferencia episcopal. No sería el primer creyente y practicante religioso partidario del laicismo, pues abundan hoy como también los hubo ayer: recordemos por ejemplo a Ferdinand Buisson, colaborador de Jules Ferry y promotor de la escuela laica (obtuvo el premio Nobel de la Paz en 1927), que fue un ferviente protestante.

вернуться

[136] Tomo la mayor parte de estos datos del ensayo «Le radici illuministiche della liberta religiosa», de Vincenzo Ferrone, incluido en el volumen colectivo Le ragioni dei laid, ed. Laterza, 2005.