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Lo primero es reconocer que tales creencias realmente existen (admito que me son tan ajenas que durante bastante tiempo siempre me ha quedado una pequeña duda sobre si los devotos fingían). [11] En último extremo, podemos decir que muchas personas cultas -y racionalistas en el resto de casi todo lo cotidiano- al menos «creen que creen», según la expresión que da título a un significativo libro de Gianni Vattimo. Por supuesto, «creer» no significa solamente aceptar la validez cultural o poética de ciertas doctrinas; ni siquiera someterse por conformismo social a ciertos rituales tradicionales. Los creyentes que aquí nos interesan están íntimamente convencidos -quizá con dudas, desde luego, pero toda persona racional tiene dudas respecto a sus más caras convicciones- de que la descripción del mundo y de nuestro destino brindada por su religión es más verdadera que la visión simplemente científica o naturalista. Por decirlo con las palabras de William James, a cuyas reflexiones vamos a acudir profusamente a continuación, «estimo que la hipótesis religiosa da al universo una expresión que determina en nosotros reacciones específicas, reacciones muy diferentes de las que serían provocadas por una creencia de forma puramente naturalista». [12] Creer significa asumir que algo es verdad, o sea que es el caso que un determinado estado de cosas se da en la realidad, frente a otros posibles y descartándolos. Insisto: la creencia religiosa no es para quien tiene meramente otra forma de interpretar los datos y las teorías ofrecidos por las ciencias (física, psicología, sociología, etc.) sino una perspectiva privilegiada que revela el fundamento y la entraña de lo que las demás formas de conocimiento sólo vislumbran mecánica y superficialmente. Pero ¿en qué consisten básicamente las creencias religiosas, etnográficamente tan diversas? Desde luego no tengo la pretensión ni la mínima competencia para intentar una fenomenología de la religión a través de las culturas y los siglos. Para lo que pretendo en este ensayo, me basta con ocuparme de las religiones y sus más relevantes derivados tal como se dan ahora en las principales áreas culturales. Pues bien, volviendo un poco atrás y recurriendo al antes ya citado William James, «la creencia religiosa de un hombre -sean cuales fueren los puntos especiales de doctrina que implica- representa esencialmente para mí la creencia en algún orden invisible en el cual los enigmas del orden natural encontrarían explicación». [13] Y James también especifica que junto a tal creencia se da además la convicción de que hay un interés efectivo (más allá de esta vida mundana pero incluso actual) en practicar esa fe. O sea que la creencia religiosa nos permite entender mejor nuestra vida en su contexto, vivirla mejor e incluso nos abre la posibilidad de algo mejor que la propia vida.

Volvamos otra vez a la pregunta esenciaclass="underline" ¿por qué hay quien cree en lo invisible como explicación final y orientación práctica para habérnoslas con lo visible? En la mayoría de los casos, todos nos esforzamos por tener creencias justificadas. Según explica Bernard Williams, «una creencia justificada es aquélla a la que se llega a través de un método, o que está respaldada por consideraciones que la favorecen no sólo porque la hagan más atractiva o algo por el estilo, sino en el sentido específico de que proporcionan razones para creer que es verdadera». [14] Desde luego, a veces el puro anhelo apoya de modo casi irresistible una creencia, hasta el punto de que estamos a medias dispuestos a aceptarla aún sabiendo en el fondo que no puede ser verdadera. Por ejemplo: hace muchos años, un pequeño grupo de turistas viajábamos en furgoneta por Egipto, deambulando a través del desierto abrasador en busca de ruinas ilustres. La sed y el calor nos agobiaban de modo casi insoportable. Cada vez que llegábamos a un yacimiento arqueológico, encontrábamos a la entrada un vendedor de refrescos que nos requería tentadoramente ofreciendo bebidas heladas. En efecto, a su lado tenía sobre la arena -bajo el sol implacable- una pequeña nevera de la que sacaba las botellas… una nevera que no estaba enchufada a ninguna toma eléctrica ni por tanto podía enfriar lo más mínimo su contenido. Aún a sabiendas de que todos los líquidos que nos vendían a exagerado precio estaban a una temperatura más próxima a la ebullición que a la congelación, todos acudíamos esperanzados al puestecillo y hasta le insistíamos al vendedor que nos diera botellas de las situadas más al fondo de la nevera inservible, como si así fueran a estar más fresquitas… Por una parte, sabíamos perfectamente que tal cosa era imposible; por otra, queríamos creer que por fin esta vez obtendríamos la refrigerada bendición que tanto apetecíamos. ¡En cuántas otras ocasiones me habré empeñado yo en cultivar creencias igualmente infundadas, falsamente esperanzadoras y a la postre decepcionantes!

En términos amplios, podemos considerar que los parámetros científicos son el método mejor para adquirir creencias justificadas. Sin embargo, una gran mayoría de nosotros tiene algún tipo de creencia paranormal -es decir, que viola alguna regla o principio científico- sea de tipo religioso o profano (y en muchos casos, de ambos). La extensión y mejora de la educación hace por lo general disminuir el influjo de las creencias religiosas tradicionales, pero no altera y a veces hasta parece estimular el número de creyentes en otros fenómenos paranormales de corte más «laico» como la parapsicología, los ovnis, los sistemas de sanación fantásticos, las hipótesis históricas descabelladas, etc. En el siglo XIX, tan cientifista, mentes irreligiosas, críticas y razonadoras como Schopenhauer creyeron firmemente en las mayores patrañas espiritistas (¡por no hablar más tarde del mucho más crédulo Conan Doyle y sus hadas fotogénicas!). No falta un científico premiado con el Nobel -Alexis Carrel- que viajó a Lourdes y se convirtió en un entusiasta de los milagros que allí ocurrían. Como observó irrefutablemente T. S. Eliot, la cantidad de realidad que los humanos podemos soportar parece notablemente inferior a la que nuestros conocimientos mejor contrastados nos permiten conocer.

En su obra ya clásica (La voluntad de creer, 1897) William James, quizá el principal inspirador del pragmatismo filosófico que décadas más tarde encabezaron sucesivamente John Dewey y Richard Rorty, abogó por la fe como una forma de fundar nuestras creencias adecuada en ciertos casos. A su entender, un empirista radical no puede negar que existe la «experiencia religiosa», cuyas peculiares características no se avienen al método científico -no es intersubjetiva ni reproducible a voluntad, por ejemplo- pero no por ello puede ser pasada por alto, dada su importancia virtual en nuestra comprensión de la vida humana. Según James, «una regla de pensamiento que me impidiera radicalmente reconocer cierto orden de verdades si esas verdades se encontrasen realmente presentes sería una regla irracional». [15] Afín de cuentas, el sentido de nuestras creencias es impulsar y orientar nuestra acción en el mundo, por tanto lo importante de ellas no es de dónde provienen -intelectualmente- sino a dónde llevan en la práctica. La fe que se funda en nuestro deseo de hacer o conseguir algo no sólo es legítima sino que puede ser indispensable («La única manera de escapar a la fe es la nulidad mental»). «A menudo -dice James- nuestra fe anticipada en un resultado incierto es lo único que transforma ese resultado en verdadero. Suponed por ejemplo que trepáis por una montaña y que en un momento dado os encontráis en una posición tan peligrosa que sólo un salto terrible puede salvaros: si creéis firmemente que sois capaces de efectuarlo con éxito, vuestros pies estarán armados para daros los medios; si carecéis por el contrario de confianza en vosotros mismos, pensáis en las disertaciones que habéis oído en boca de los sabios sobre lo posible y lo imposible, dudaréis un tiempo demasiado largo hasta que al fin, desmoralizados y temblorosos, os lancéis desesperadamente al vacío para precipitaros en el abismo.» [16] Un párrafo elocuente pero que suscita muchas dudas. Por ejemplo, las de Pío Baroja en El árbol de la ciencia, que quizá responde aquí directamente a James:

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[11] Mucho después supe que alguien más piadoso que yo, Immanuel Kant, también compartió esta aprensión sobre hasta qué punto puede ser sincera la creencia en lo incomprensible. Vid. La religión dentro de los límites de ¿a mera razón, trad. F. Martínez Marzoa, ed. Alianza, 2001, pp. 228-229, en especial la nota.

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[12] La volonté de croire, de William James, ed. Les Empécheurs de Tourner en Rond, 2005, p. 63, nota 1. Como en el resto de los casos en que no se especifica traductor, la versión al castellano es responsabilidad mía.

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[13] Ibídem, p. 81. 10.

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[14] Op. cit, p. 133.

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[15] Ibídem, p. 62.

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[16] Ibídem, p. 87.