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«-Habrá un punto en que estemos todos de acuerdo; por ejemplo, en la utilidad de la fe para una acción dada. La fe, dentro de lo natural, es indudable que tiene una gran fuerza. Si yo me creo capaz de dar un salto de un metro, lo daré; si me creo capaz de dar un salto de dos o tres metros, quizá lo dé también.

– Pero si se cree usted capaz de dar un salto de cincuenta metros, no lo dará usted, por mucha fe que tenga.

– Claro que no; pero eso no importa para que la fe sirva en el radio de acción de lo posible. Luego la fe es útil, biológica; luego hay que conservarla.

– No, no. Eso que usted llama fe no es más que la conciencia de nuestra fuerza. Esa existe siempre, se quiera o no se quiera. La otra fe conviene destruirla, dejarla es un peligro; tras de esa puerta que abre hacia lo arbitrario una filosofía basada en la utilidad, en la comodidad o en la eficacia, entran todas las locuras humanas.» [17]

Cuando la diferencia entre lo posible y lo imposible depende de nuestra decisión, la fe puede ser muy útil; pero no transformará en posible lo que resulta imposible para nosotros, queramos o no. Creer otra cosa, como advierte Baroja, puede ser el comienzo de la locura… o el camino para enloquecer a los crédulos que nos escuchen.

En último término, la posición pragmática expresada briosamente por William James es una variante del pari de Pascal, porque en el terreno religioso la tierra firme hacia la que debemos saltar está al otro lado de la muerte. Diversos autores han mostrado la fragilidad de este tipo de argumentación, destacando entre los más recientes Donald Davidson. [18]Aunque ciertos acendrados deseos nos inclinen hacia determinadas creencias para cuya justificación no existe mejor comprobación que esos mismos deseos, existe la posibilidad de otro deseo no menos fuerte -el de veracidad y honradez en nuestras creencias- que puede actuar como salvaguardia crítica contra ellos. Manifestaciones como la del personaje dostoievskiano de Los hermanos Karamazov («Si Dios no existe, todo está permitido») o la también muy repetida de que sin Dios y lo sobrenatural la vida carece de sentido, no son argumentos probatorios de esas creencias sino más bien constataciones de una urgencia patética que debería hacernos dudar de ellas. Algo así quiso decir Nietzsche cuando estableció en El Anticristo: «La fe salva, luego es falsa». Lo único real e incontrovertible de tales planteamientos es nuestro deseo: quizá en lugar de tener la pretensión de comprender la entraña de la realidad a partir de lo que deseamos, debiéramos intentar comprender precisamente los mecanismos reales de nuestro furor deseante…

Una cosa son las funciones que cumplen las religiones en las sociedades, tareas en las que puede hallarse la razón de su origen (fundar la cohesión trascendente del grupo, explicar de dónde proviene el mundo y cada uno de sus fenómenos, sustentar tabúes y deberes, legitimar el orden social establecido o la rebelión contra él en nombre de una justicia superior, etc.) y otra las razones por las que muchas personas individualmente creen las doctrinas religiosas y -¡aún más asombroso!-respetan a los clérigos que las administran. Sin duda en gran parte de los casos la gente acata la religión mayoritaria por pura mimesis sociaclass="underline" sabido es que, en circunstancias normales y libre de presiones excepcionales de cualquier tipo, la espontaneidad lleva al ser humano a hacer, pensar y venerar lo que ve hacer, pensar y venerar a los demás. Pero actualmente las sociedades son heterogéneas, la religión ya no es tan unánime como antaño y la oferta de creencias o formas de piedad resulta cada vez más pluraclass="underline" de modo que los devotos y los creyentes bien pueden serlo por elección personal en su fuero más íntimo. Tanto William James como Rudolf Otto en otro ensayo clásico sobre el intríngulis de lo religioso, «Lo santo», parten de una experiencia o conmoción puramente religiosa que según ellos sienten las personas llamadas a dedicarse a estos temas elevados y desde la que guían a otros por este camino trascendental. Es a partir de esa experiencia cuando se despierta o aviva la voluntad de creer. Rudolf Otto llega incluso a desautorizar a quien no ha sentido esta peculiar conmoción para dedicarse al estudio de la psicología religiosa (de tal modo que estas páginas y probablemente todo este libro no tienen razón de ser, al carecer su autor por completo de tan esclarecedor retortijón). Sinceramente, desconfío de la originalidad radical de tal revelación: a mi juicio, no precede sino que procede de las creencias religiosas en vigor. Decía La Rochefoucauld que nadie se enamoraría si no hubiese oído hablar del amor y yo opino que nadie tendría experiencias religiosas si previamente no conociera que hay una religión que reclama fe y adhesión.

Vuelvo por tanto a los deseos humanos como fundamento personal de las creencias. Cada cual puede componer la lista de los suyos principales, como solía hacer Stendhal en sus apuntes (entre los que nunca olvidaba anotar una erección de razonable duración a voluntad, transporte garantizado sin retrasos ni impedimentos, algo de música de Cimarosa o Mozart cuando fuese conveniente, etc.). Ser beneficiario de milagros es cosa que a todos nos apetece y subrayo que el milagro es algo más que un simple ejercicio mágico. La magia funciona a fin de cuentas como un mecanismo más, es decir que realizados determinados gestos y conjuros ocurre de forma automática, impersonal. Es una variante insólita de la acostumbrada necesidad causal. Los milagros en cambio no provienen de la necesidad sino de una voluntad que nos distingue con su favor: vienen personalizados con nuestro nombre y satisfacen una apetencia privada. Entre los deseos más acendrados que las religiones pueden colmar yo señalaría por ejemplo el de venganza. La derrota y castigo de los enemigos, la humillación final de los malvados en apariencia triunfadores es un móvil piadoso que estimula sin duda muchas devociones. Su paradigma literario pudiera ser Sredni Vashtar, el espléndido y terrible cuento de Saki en el que un niño huérfano encuentra el dios adecuado para purgar su resentimiento contra quien abusa de su debilidad. Pero no basta con que se haga justicia a quien nos ofende o a los que desafían el orden que tenemos por respetable: buscamos además otra forma de amparo. Y así llegamos a la cuestión esencial, la conciencia irremediable de nuestra mortalidad.

La mayor parte de nuestros deseos más imperiosos están destinados a evitar, aplazar o conjurar la muerte (la nuestra o la de quienes nos son queridos). Visto desde nuestra actual condición, nos parece que si fuésemos inmortales no sabríamos ya que más querer. Conocer nuestra mortalidad no consiste meramente en anticipar nuestro cese, así como el de todos y todo lo que apreciamos: sabernos mortales es ante todo sabernos abocados a la perdición. Lo más grave no es precisamente no durar, sino que todo se pierda como si jamás hubiera sido. Una vez nacidos, una vez roto el vínculo con nuestros padres que cuidaron de nosotros durante un período psicológicamente largo y decisivo (Freud lo describió muy bien, incluso en su vinculación neurótica con la religión), sólo el amor en lo personal y el reconocimiento público en lo social mantienen la ilusión de que no estamos perdidos del todo: más tarde llega la muerte e intuimos que nadie volverá a recogernos jamás. Por improbable, por inverosímil que sea, Dios aparece como una solución a lo insoluble. Para Él, seremos alguien y lo seguiremos siendo durante toda la eternidad, aún precipitados al fondo del infierno: no habremos ocurrido en vano. Decía Georges Bataille, en su Teoría de la religión, que los animales están en la naturaleza «como el agua en el agua». O sea sin extrañeza ni conciencia de distancia alguna respecto a lo que les constituye y a cuanto les rodea. Pero eso es porque ignoran la fatalidad de su muerte, fuente de toda extrañeza humana. La vida es «rara» porque nos morimos y no por ninguna otra cosa. Morirse es perderse: quien ha tenido conciencia de sí y nombre propio no puede ser ya resignadamente «como el agua en el agua». No queremos perdernos, en modo alguno y bajo ningún pretexto podemos morir sin más: no creemos merecerlo. Incluso si nos espera como final de nuestros agobios, la definitiva aniquilación debe ser una conquista personal, obtenida tras largo esfuerzo, una nada personalizada como es el «nirvana» de los budistas: una nada radiante, conseguida. Es decir, nuestro mayor y primordial deseo como mortales es evitar la perdición, seguir siendo significativos y relevantes para Alguien que comprenda lo que supone, lo que impone y hasta la humillación que implica -encarnación mediante, el gran éxito teológico del cristianismo- saberse «alguien». Que no se nos pierda de vista, que no se nos confunda, que una atención eterna nos distinga aunque sea con su reprobación.

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[17] «El árbol de la ciencia», de Pío Baroja. En La raza, Tusquets editores, 2006, pp. 477-478.

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[18] Sobre la opinión de Donald Davidson, con buenos comentarios que la prolongan y complementan, puede consultarse la conferencia «La voluntad de no creer», de Manuel Hernández Iglesias, Barcelona 28-1-2005. No sé si ha sido publicada, tengo el texto de esta intervención gracias a comunicación privada.