A esta preocupación definitiva por cada uno, por cada cual, por mí mismo, irrepetible y frágil, llamamos: salvación. Y las religiones, hoy, mayoritariamente, dejando entre paréntesis sutilezas antropológicas, las creencias religiosas de los humanos modernos… son tecnologías de salvación, por emplear la expresión de Hans Albert. [19] Tal es el deseo que satisfacen esos trucos mitológicos y por ello exigen creer en alguna verdad sobrenatural que los garantice, sin que nunca puedan resignarse las doctrinas religiosas a ser una «forma de hablar» entre otras, un vacuo consuelo poético. Todo lo más, si nos permitimos ser un poco cínicos, la eficacia de estas tecnologías de salvación es más o menos semejante al llamado «efecto placebo». Acabo de leer que ciertos investigadores norteamericanos han descubierto que el simple anuncio del propósito de ir a tomar un analgésico hace que el paciente produzca endorfinas que comienzan a disminuir el dolor que padece. Pues bien, aún creída sólo a medias la promesa religiosa sirve a muchos de lenitivo para el padecimiento anticipado de nuestra perdición mortal. En vista del beneficio anestésico que aporta, los creyentes pasan por alto su inverosimilitud y negocian como pueden su conducta cotidiana frente a las prohibiciones y mandatos que promulgan los clérigos, autoproclamados administradores del remedio teológico.
Quienes nos iniciamos en la filosofía hace más de treinta años, a finales de los sesenta, difícilmente hubiéramos podido creer que el debate reflexivo sobre la cuestión religiosa habría de conservar su vigencia hasta el día de hoy e incluso reavivarse al calor de varios atentados fanáticos. Lo teníamos ya por una cuestión resuelta. Ignorábamos otra vez (como los ilustrados del siglo XVIII y XIX) que la creencia religiosa no depende de lo que sabemos ni de lo que pensamos sino de lo que irremediablemente apetecemos. Y de lo que tememos, claro está, sobre todo de lo que tememos como ya hace tanto señaló Lucrecio. Lo que sin embargo sigue sorprendiendo es el permanente respeto reverencial que continúa siendo la actitud mayoritaria de los incrédulos respecto a las creencias religiosas. Insisto: no hacia los creyentes mismos, que por supuesto merecen todo respeto mientras a su vez se sometan y no violen las leyes del país, sino hacia las propias doctrinas y dogmas. Hace poco oí a un líder socialista en un debate sobre el laicismo reconocer que «desdichadamente» él no tenía fe; y en las recientes glosas sobre el pensamiento de José Ortega y Gasset en su aniversario, no han faltado comentaristas que han «deplorado» su ceguera laica ante la trascendencia como una limitación intelectual de su filosofía. En cambio leo en el periódico de hoy, día de Jueves Santo según la liturgia católica, un artículo del cardenal arzobispo de Sevilla titulado «El coro de las tinieblas» en el que condena a los «demonios racionales» que son como «apagaluces de pensamientos de amplios horizontes» y a los que define con desparpajo como «avalistas de todos esos submundos pseudointelectuales de la autosuficiencia, el egocentrismo y la cerrazón» que, según él, pueden vencerse «con el estudio, la investigación, el diálogo, la honestidad intelectual y la esperanza». [20] Hay mucho de indecente en esta arrogancia que invoca la «honestidad intelectual» de quien no se somete a ninguno de sus controles, pero también en que quienes no comparten la ceguera voluntaria que asciende lo invisible a explicación de lo que vemos lamenten como una deficiencia su actitud coherente con el «demonio racionalista». La «voluntad de creer» surge de flaquezas y angustias humanas sobradamente comprensibles, que nadie puede ni debe condenar con insípida arrogancia; pero la incredulidad proviene de un esfuerzo por conseguir una veracidad sin engaños y una fraternidad humana sin remiendos trascendentes que en conjunto me parece aún más digna de respeto. Lo cual por lo visto no siempre resulta evidente y ello me confirma que ensayos «anticuados» como éste que escribo siguen siendo inaplazablemente pertinentes…
Capítulo segundo
«Mes jours s'en sont alies bien vite»
François VILLON
«Hoy sé que no eres tú quien yo creía;
mas te quiero mirar y agradecerte
lo mucho que me hiciste compañía
con tu frío desdén.
Quiso la muerte
sonreír a Martín y no sabía.»
Antonio MACHADO, La muerte de Abel Martín
Antonio MACHADO, La muerte de Abel Martín
Antonio MACHADO, La muerte de Abel Martín
Muchos autores se refieren a determinados «problemas» de los que se ocupa la filosofía. Bertrand Russell escribió un libro justamente celebrado que se titulaba precisamente así, Los problemas de la filosofía. Pero quizá esa denominación sea inexacta o engañosa. Como señala Leszek Kolakowski, [21] la palabra «problema» implica por lo general que existe una técnica para resolver la perplejidad en cuestión y que con mayor o menor dificultad puede llegar a ser encontrada. En tal punto, el susodicho problema dejará de serlo. Pero las vicisitudes históricas de la filosofía no abonan esta esperanza de solución: los «problemas» verdaderamente filosóficos son abordados una y otra vez, reciben esclarecimientos parciales y sucesivos, contradictorios, pero siguen ofreciéndose a quien quiera volver a planteárselos. Se niegan a dejar de ser problemáticos, son problemas para siempre. Las soluciones que se les brindan pueden interesarnos mucho pero no pueden satisfacernos del todo jamás. Por tanto, señala sensatamente Kolakowski, «quizá no son “problemas” en ese sentido, sino sólo preocupaciones, y puesto que las preocupaciones son reales cabe preguntarse: ¿de dónde vienen?». He ahí la verdadera cuestión, el intríngulis de la filosofía, el problema de los problemas filosóficos: ¿por qué nos preocupan con tanta insistencia, de dónde nos vienen esas inquietudes? Lo malo es que este problema también es filosófico y tan tenazmente insoluble como los demás de su género…
Pero no todas las preocupaciones filosóficas producen idéntica zozobra: algunas parecen preocupar solamente a los filósofos mismos, otras en cambio convierten en filósofos improvisados incluso a quienes ni siquiera saben en qué consiste eso de la filosofía. Entre estas últimas, la muerte ocupa un lugar particularmente destacado. Es la preocupación por excelencia, no sólo desde un punto de vista práctico (casi todo lo que hacemos está destinado directa o indirectamente a evitarla) sino también como desafío intelectual. En presencia de la muerte, a todo el mundo le entra una cierta inspiración filosófica aunque sea de tercera mano: «le llegó su hora, es ley de vida, no somos nadie…». Ante el cadáver se reza, se implora, se cuentan leyendas, se realizan sortilegios funerarios. Nadie parece pensar en la muerte -sobre todo en la suya propia- con perfecta naturalidad. En eso la muerte difiere radicalmente del nacimiento, que plantea muchos menos problemas e inquietudes aunque bien mirado debería resultarnos aproximadamente igual de misterioso. Según parece, venimos al mundo de modo armónico y natural pero salimos de él con escándalo y protesta, como víctimas de algún tipo indebido de agresión. Damos por hecho que nos corresponde vivir pero nos cuesta mucho esfuerzo mítico reconciliarnos con la muerte… y siempre se trata de una reconciliación relativa, un mero apaño. Hace poco ocurrió un grave accidente de metro en Valencia, en el cual perdieron la vida docenas de personas. En las exequias de las víctimas, el arzobispo de la ciudad se preguntó dramáticamente «dónde estaba Dios en el momento trágico en que descarriló el vagón». Como si la gente hubiera perecido por una negligencia de la divinidad, entre cuyas obligaciones debería estar ahorrarnos tales fatalidades. El señor arzobispo podría repetir la misma queja ante cada lecho mortuorio, en cada tanatorio de su diócesis. Sorprendente descontento en alguien que, por razones profesionales, debería tener una actitud más ecuánime y esperanzada ante un desenlace tan común…