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– Me sorprende.

– Se sorprendería más si estuviera aquí un tiempo. Vienen mujeres de todo tipo, con sus problemas y con proyectos, también. Mientras las ayudo a elegir su ropa, les pregunto para qué ocasión la quieren, y una cosa trae la otra. La mayoría de las señoras vuelve. Ellas saben muy bien que pueden confiar en mi discreción y en mi experiencia. Muchas vuelven para agradecer. Pero no es la ropa, sino lo positivo que ejerce en ellas.

Elena toma un camisón corto de seda azul, tan suave que se desliza entre los dedos. Lo coloca sobre su ropa y se mira al espejo, un gran espejo ovalado.

– ¿Qué le parece?

– Depende.

– ¿De qué?

– De para qué lo quiera.

– En realidad no sé, me gustó.

– Entonces no lo lleve. Estas prendas deben elegirse con un propósito, con gusto y ganas, sabiendo el efecto que se desea producir.

– Si me pongo esto, voy a sentirme más linda.

– Tómese el tiempo que quiera. Ahí tiene el probador. Vístalo, disfrútelo. No piense solamente en lo que le provocará a otros, piense primero en usted. Eso es fundamental. Si se siente linda, los demás la verán así.

Suenan los cascabeles de la puerta. La mujer se disculpa y se va a atender a una señora muy gorda que acaba de entrar. Las dos se saludan con un beso, como amigas. Elena decide probarse el camisón azul. “Total, no pierdo nada. ¡Qué mujer más extraña! Debe de llevar culotes largos. Pero qué bien me va esta cosita, parece hecha para mí. El azul siempre me quedó bien.”

Abre un poco la puerta del probador para llamar a la mujer y ve cuando ésta le muestra a la señora gorda un camisón rojo, muy llamativo, notoriamente más ancho que largo. De lejos, parece una carpa de circo. La señora aplaude, da unos saltitos, abraza a la otra que ya ha puesto la prenda en una caja. Paga, otro beso y sale hacia un auto negro que ha estado detenido en la puerta esperando, sube al asiento de atrás y desaparece haciendo morisquetas por la ventanilla.

– ¿Cómo me queda?

– ¡Perfecto! ¿Cómo lo siente?

– Parece que no llevo nada.

– Eso es bueno. Y ¿cómo se siente?

– Cómoda.

– ¿Linda?

– Sí, por qué no.

– ¿Atractiva?

– También.

– ¿Seductora?

– Bastante.

– Así se ve.

– Gracias, yo no pensaba llevar nada, pero la verdad es que me gusta mucho. ¿Tiene ropa interior que haga juego?

– Sí, ¿quiere verla?

– Por favor.

– ¿Todo azul, entonces?

– Es un lindo color y bastante más discreto que el que llevó la señora.

– Ah, es una vieja clienta, casi de los comienzos. A esta altura le hago la ropa a medida.

– Es claro, con ese cuerpo no creo que encuentre ropa de este tipo, digo, así tan bonita y tan, tan…

– ¿Erótica?

Elena se prueba el resto de las prendas. Las llevará todas y punto. Sale del probador. La mujer la está esperando detrás de una mesa baja que hace juego con el marco del espejo. Está mirándose las manos, acaricia la izquierda con el pulgar derecho, luego con toda la mano. Hace lo mismo con la otra, lenta, suavemente. Después estira los brazos y las mira de lejos. Los brillantes engarzados hacen extraños juegos de luz con un rayo de sol que se cuela entre las puntillas. Tiene un aire aristocrático, un estilo refinado y algo altanero; no es simpática y, sin embargo, inspira confianza. A Elena le gustaría conocerla un poco más, saber de dónde ha sacado ese aspecto de institutriz.

– Me llevo todo. Es una locura, no pensaba comprar nada, ni siquiera sé por qué lo hago.

– Porque tiene ganas me parece una razón suficiente.

– A mí me resulta raro.

– ¿Qué?

– Hacer cosas por el puro placer de hacerlas. Usted sabe, primero son los padres, después los maridos, los hijos; desde que tengo uso de memoria estoy cumpliendo deseos de los demás. Y cuando me doy un gusto pienso una y mil veces de qué manera puede afectar a los otros, si no sería mejor gastar el dinero en otra cosa.

– Se ha olvidado de usted, creo.

– No sé, suena algo fuerte, ¿no le parece? Pero, podría ser, quizá no en un sentido extremista. Me refiero a que tengo muchos motivos para ser, digamos, feliz. Ahora, en el sentido estrictamente personal, tiene razón, he vivido bastante mal, una vida mediocre.

Mientras hablan, la mujer va envolviendo con primor cada prenda. Primero coloca algunos pétalos aromáticos dentro, después la dobla, la envuelve en papel de seda blanco, de ahí a la caja del mismo color con el nombre de la casa impreso en relieve dorado y, como broche final, un lazo salmón que ella transforma hábilmente en una moña parecida a una mariposa.

– Como para casi todo, se requiere entrenamiento. Vea, no creo en esas decisiones abruptas; la señora que está deprimida y decide dar un vuelco a su vida, cambiar en unas horas lo que ha mal construido por años. Eso no sirve para nada. A lo sumo gastan dinero en cosas materiales que simbolizan las ganas de cambio, como esta ropa, por ejemplo; pero si la cuestión no es más profunda, si la transformación no se opera de adentro hacia afuera, le diré qué: terminan frustradas, con los cachivaches inutilizados por una nueva depresión mayor que la anterior. Eso no sirve; me he cansado de verlo. Ahora bien, cuando la ola viene formándose desde hace tiempo, cuando lo único que se necesita es un rayo que inicie la tormenta, entonces ¡cuidado con estas mujeres! Son capaces de dar vuelta el mundo con su energía. Da gusto verlas. Son ventarrones, entran, se prueban todo, llevan solamente lo que las hace felices, piensan poco en los demás y mucho en ellas.

– ¿Y eso no es ser egoísta?

– Sí, pero si se han pasado una vida dando y dando y eso no las ha hecho felices, cambiar es cuestión de inteligencia. Lo que a primera vista parece un acto de egoísmo se vuelca luego en el bienestar de los demás.

– ¿Usted es de las que piensa que si uno no está bien no sirve a los demás?

– Es muy simple, si usted vive angustiada, difícilmente pueda transmitir alegría. Si vive con miedos, ¿cómo infundirá seguridad y confianza? Si no se quiere, si no se cuida, ¿de dónde sacará fuerza, salud mental para querer a los otros? Está clarísimo.

– Como el agua.

– Esto está listo, ¿cómo lo quiere pagar?

– Con tarjeta y lo más tarde posible.

– Tres pagos, ¿está bien?

La mujer hace el trámite habitual. Elena sigue con la mirada cada detalle de sus movimientos, la elegancia natural que despliega al hablar, al tomar la lapicera, la letra estilizada, la sonrisa apenas perceptible, casi una mueca.

– ¿Sabe? Es curioso que la haya encontrado hoy que tengo un día de locos.

– Lo noté en cuanto entró. Es bastante transparente, ¿lo sabía?

– Nunca me lo habían dicho, pero me cae bien.

– Que tenga suerte. ¡Ah! Una cosa más, no espere mucho; yo que usted estreno la ropa esta misma noche.

* * *

El cielo, que por la mañana amenazaba lluvia, se ha desplegado en un azul intenso. Parece mentira, pero la caja blanca que lleva bajo el brazo le infunde confianza, como si alguien pudiera adivinar con solo verla que ahí va una parte de su nueva vida, un símbolo de que algo está cambiando o va a cambiar. Del maquillaje, casi no quedan rastros, apenas un rubor en las mejillas; el resto es un conjunto pálido de líneas atenuadas. Las fuerzas, lejos de apagarse, parecen ir creciendo mientras transcurre este extraño día, tan diferente al de ayer, la semana pasada, el mes anterior, los años que recuerda.

Ángela Pradelli

Amigas mías

(fragmento)

ÁNGELA PRADELLI nació en Buenos Aires en 1959. Es narradora, poeta y profesora de Letras. Publicó Las cosas ocultas y Amigas mías (Premio Emecé 2002). “La cena” es el primer capítulo de su novela Amigas mías (2002).