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¿Y qué se ganaba José Antonio con ese entrar y salir de muchachos, de criminales, por su casa? ¿Que le robaran? ¿Que lo mataran? ¿O es que acaso era su apartamento un burdel? Dios libre y guarde. José Antonio es el personaje más generoso que he conocido. Y digo personaje y no persona o ser humano porque eso es lo que es, un personaje, como sacado de una novela y no encontrado en la realidad, pues en efecto, ¿a quién sino a él le da por regalar muchachos que es lo más valioso? "Los muchachos no son de nadie -dice él-, son de quien los necesita". Eso, enunciado así, es comunismo; pero como él lo ponía en práctica era obra de misericordia, la decimoquinta que le faltó al catecismo, la más grande, la más noble, más que darle de beber al sediento o ayudarle a bien morir al moribundo.

"Vaya lleve a éste a conocer el cuarto de las mariposas", le dijo a Alexis, y Alexis me llevó riéndose.

El cuarto es un cuartico minúsculo con baño y una cama entre cuatro paredes que han visto quietas lo que no he visto yo andando por todo el mundo. Lo que sí no han visto esas cuatro paredes son las mariposas porque en el cuarto así llamado no las hay.

Alexis empezó a desvestirme y yo a él; él con una espontaneidad candorosa, como si me conociera desde siempre, como si fuera mi ángel de la guarda. Les evito toda descripción pornográfica y sigamos. Sigamos hacia Sabaneta en el taxi en que íbamos, por la misma carreterita destartalada de hace cien años, de bache en bache: es que Colombia cambia pero sigue igual, son nuevas caras de un viejo desastre. ¿Es que estos cerdos del gobierno no son capaces de asfaltar una carretera tan esencial, que corta por en medio mi vida? ¡Gonorreas! (Gonorrea es el insulto máximo en las barriadas de las comunas, y comunas después explico qué son.)

Algo insólito noté en la carretera: que entre los nuevos barrios de casas uniformes seguían en pie, idénticas, algunas de las viejas casitas campesinas de mi infancia, y el sitio más mágico del Universo, la cantina Bombay, que tenía a un lado una bomba de gasolina o sea una gasolinera. La bomba ya no estaba, pero la cantina sí, con los mismos techos de vigas y las mismas paredes de tapias encaladas. Los muebles eran de ahora pero qué importa, su alma seguía encerrada allí y la comparé con mi recuerdo y era la misma, Bombay era la misma como yo siempre he sido yo: niño, joven, hombre, viejo, el mismo rencor cansado que olvida todos los agravios: por pereza de recordar.

No sé si entre aquellas casitas campesinas que quedaban estaba la del pesebre, o sea, quiero decir, la del pesebre más hermoso que hayan hecho los hombres desde que se estableció la costumbre de armar en diciembre nacimientos o belenes para conmemorar la llegada a esta mísera tierra a un establo, a una pesebrera, del Niño Dios. Todas las casitas campesinas de la carretera, desde que salíamos caminando de Santa Anita hacia Sabaneta tenían pesebre, y abrían las ventanas de los cuarticos que daban al corredor delantero para que lo viéramos. Pero ningún pesebre más hermoso que el de la casita que digo yo: ocupaba dos cuartos, el primero y el del fondo, llenos de maravillas: lagos con patos, rebaños, pastores, vaquitas, casitas, carreteritas, un tigre, y arriba de la montaña, en lo más alto, la pesebrera en la que el veinticuatro de diciembre iba a nacer el Niño Dios. Pero estábamos apenas a dieciséis, en que empezaba la novena y en que hacíamos los pesebres, y faltaban exactamente ocho días para el día, la noche, más feliz. Ocho días de una dicha interminable en espera.

Mira Alexis, tú tienes una ventaja sobre mí y es que eres joven y yo ya me voy a morir, pero desgraciadamente para ti nunca vivirás la felicidad que yo he vivido. La felicidad no puede existir en este mundo tuyo de televisores y casetes y punkeros y rockeros y partidos de fútbol. Cuando la humanidad se sienta en sus culos ante un televisor a ver veintidós adultos infantiles dándole patadas a un balón no hay esperanzas. Dan grima, dan lástima, dan ganas de darle a la humanidad una patada en el culo y despeñarla por el rodadero de la eternidad, y que desocupen la tierra y no vuelvan más.

Pero no me hagas caso que te estoy hablando de cosas bellas, de diciembre, de Santa Anita, de los pesebres, de Sabaneta. El pesebre de la casita que te digo era inmenso, la vista de uno se perdía entre sus mil detalles sin saber por dónde empezar, por dónde seguir, por dónde acabar. Las casitas a la orilla de la carretera en el pesebre eran como las casitas a la orilla de la carretera de Sabaneta, casitas campesinas con techitos de teja y corredor. O sea, era como si la realidad de adentro contuviera la realidad de afuera y no viceversa, que en la carretera a Sabaneta había una casita con un pesebre que tenía otra carretera a Sabaneta. Ir de una realidad a la otra era infinitamente más alucinante que cualquier sueño de basuco. El basuco entorpece el alma, no la abre a nada. El basuco empendeja.

Mira Alexis: Yo tenía entonces ocho años y parado en el corredor de esa casita, ante la ventana de barrotes, viendo el pesebre, me vi de viejo y vi entera mi vida. Y fue tanto mi terror que sacudí la cabeza y me alejé. No pude soportar de golpe, de una, la caída en el abismo.

Pero dejemos esto, sigamos por esa noche de caminata hacia Sabaneta. íbamos todos, mis padres, mis tíos, mis primos, mis hermanos y la noche era tibia, y en la tibieza de la noche parpadeaban las estrellas incrédulas: no podían creer lo que veían, que aquí abajo, por una simple carretera, pudiera haber tanta felicidad. El taxi pasó frente a Bombay, esquivó un bache, otro, otro, y llegó a Sabaneta. Un tropel entre un carrerío llenaba el pueblo. Era la peregrinación de los martes, devota, insulsa, mentirosa. Venían a pedir favores. ¿Por qué esta manía de pedir y pedir? Yo no soy de aquí. Me avergüenzo de esta raza limosnera.

En el oleaje de la multitud, entre un chisporroteo de veladoras y rezos en susurros entramos al templo. El murmullo de las oraciones subía al cielo como un zumbar de colmena. La luz de afuera se filtraba por los vitrales para ofrecernos, en imágenes multicolores, el espectáculo perverso de la pasión: Cristo azotado, Cristo caído, Cristo crucificado. Entre la multitud anodina de viejos y viejas busqué a los muchachos, los sicarios, y en efecto, pululaban.

Esta devoción repentina de la juventud me causaba asombro. Y yo pensando que la Iglesia andaba en más bancarrota que el comunismo… Qué va, está viva, respira. La humanidad necesita para vivir mitos y mentiras. Si uno ve la verdad escueta se pega un tiro. Por eso, Alexis, no te recojo el revólver que se te ha caído mientras te desvestías, al quitarte los pantalones. Si lo recojo me lo llevo al corazón y disparo. Y no voy a apagar la chispa de esperanza que me has encendido tú. Prendámosle esta veladora a la Virgen y oremos, roguemos que es a lo que vinimos: "Virgencita niña, María Auxiliadora que te conozco desde mi infancia, desde el colegio de los salesianos donde estudié; que eres más mía que de esta multitud novelera, hazme un favor: Que este niño que ves rezándote, ante ti, a mi lado, que sea mi último y definitivo amor; que no lo traicione, que no me traicione, amén".