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Le contó a Elínborg su hallazgo en el pasillo del sótano y las sospechas de que el hermano de Ösp tenía algo que ver con el caso. Era un desarrapado en continuos problemas económicos, con deudas que era incapaz de saldar. Le dio las gracias a Elínborg por su invitación para Nochebuena y le dijo que se tomara libre el tiempo que quedaba hasta Navidad.

– No queda ya nada para Navidad -dijo Elínborg, sonrió y se encogió de hombros como si la Navidad ya no importara, ni la limpieza ni las galletitas ni los parientes políticos.

– ¿Te regalarán algo en Navidad? -preguntó.

– Quizás unos calcetines -respondió Erlendur-. Eso espero.

Vaciló.

– No te tomes demasiado a pecho lo del padre -dijo luego-. Son cosas que pueden pasar. Nos convencemos de nuestras hipótesis y luego llegan las dudas cuando surge algún elemento nuevo.

Elínborg asintió con la cabeza.

Erlendur la acompañó al vestíbulo y se despidieron. Él iba a subir a su habitación para recoger sus cosas. Ya estaba harto de vivir fuera de casa. Había empezado a añorar aquel triste agujero, a añorar sus libros, el sillón e incluso a Eva Lind en el sofá.

Estaba esperando el ascensor cuando Ösp apareció de pronto, sin que él se diera cuenta de que se acercaba.

– Lo he encontrado -dijo.

– ¿A quién? -dijo Erlendur-. ¿A tu hermano?

– Ven -dijo Osp, y fue hacia la escalera que llevaba al sótano. Erlendur vaciló. La puerta del ascensor se abrió y miró el interior de la cabina. Estaba sobre la pista del asesino. A lo mejor, el hermano había venido a entregarse, aconsejado por su hermana; el chico del tabaco de mascar. Por eso, Erlendur ya no sentía tensión. No sentía la expectación ni la sensación de triunfo que suelen acompañar al momento en que se empieza a solucionar un caso. Solo sentía cansancio y hastío, porque aquel caso había despertado muchas conexiones en su mente con su propia infancia, y sabía que le quedaban aún tantas cosas por solucionar en su propia vida que no tenía ni idea de por dónde empezar. Lo que más deseaba era poder olvidarse del trabajo y marcharse a casa. Estar con Eva Lind. Ayudarla a superar las dificultades a las que se estaba enfrentando su hija. Quería dejar de pensar en los demás y empezar a ocuparse de sí mismo y de su propia gente.

– ¿Vienes? -dijo Ösp en voz baja desde la escalera, donde le esperaba.

– Ya voy -dijo Erlendur.

La acompañó escaleras abajo a la cantina de personal, donde había hablado con ella por primera vez. Todo seguía estando igual de sucio. Cerró la puerta con llave al entrar. Su hermano estaba sentado junto a una de las mesas y se puso en pie de un salto cuando vio entrar a Erlendur.

– Yo no le hice nada -dijo con voz quejumbrosa-. Ösp dice que crees que lo hice yo, pero yo no hice nada. ¡No le hice nada!

Llevaba un anorak sucio. Una raja en uno de los hombros dejaba ver el relleno blanco. Los pantalones vaqueros estaban negros de suciedad y calzaba unas enormes botas negras de esas en las que los cordones se atan hasta el tobillo, pero Erlendur no vio cordones. Sus dedos, largos y ennegrecidos, sostenían un cigarrillo. Aspiró el humo y lo exhaló al momento. La voz delataba nerviosismo, y no hacía más que ir arriba y abajo por la cantina como un animal enjaulado, encerrado con un policía dispuesto a detenerlo.

Erlendur miró a Osp, que permanecía al lado de la puerta, y de nuevo a su hermano.

– Debes de confiar mucho en tu hermana, ya que has venido aquí.

– No he hecho nada -dijo-. Mi hermana me dijo que eras un buen tipo y que solo querías información.

– Necesito saber qué relación mantenías con Gudlaugur -dijo Erlendur-. No tengo ni idea de si fuiste tú quien lo apuñaló.

– Yo no lo apuñalé -dijo él.

Erlendur lo examinó. Estaba en el límite entre adolescente y adulto, con un rostro curiosamente infantil, pero con una expresión de dureza, rencor e ira contra algo que Erlendur no tenía ni la menor idea de qué podría ser.

– Nadie ha dicho que lo hayas hecho tú -dijo Erlendur para tranquilizarlo, intentando rebajar su excitación-. ¿Cómo conociste a Gudlaugur? ¿Qué tipo de relación era la vuestra?

El chico miró a su hermana, pero Ösp no dijo nada, se mantuvo en silencio junto a la puerta. El joven volvió a mirar a Erlendur.

– A veces le hacía favores, y él me los pagaba -dijo.

– ¿Y cómo os conocisteis? ¿Desde cuándo lo conocías?

– Él sabía que yo era hermano de Osp. Le parecía divertido que fuéramos hermanos, como le pasa a todo el mundo.

– ¿Por qué?

– Yo me llamo Reynir, que significa serbal.

– ¿Y? ¿Qué tiene eso de divertido?

– Ösp y Reynir, un álamo temblón y un serbal de cazadores. Una broma de nuestros padres. Como si se dedicaran a la arboricultura.

– ¿Y qué hay de Gudlaugur?

– Lo conocí aquí en el hotel, cuando vine a ver a Osp. Hará unos seis meses.

– ¿Y?

– Sabía quién era yo. Ösp le había contado algo sobre mí. A veces me dejaba dormir en el hotel. En el pasillo de su habitación.

Erlendur se volvió hacia Osp.

– Te esmeraste limpiando el rincón aquel -dijo.

Ösp lo miró como si no comprendiera lo que quería decir, y no respondió. Erlendur se volvió otra vez hacia Reynir.

– Él sabía quién eras. Tú dormías en el pasillo, al lado de su habitación. ¿Y qué más?

– Me debía dinero. Dijo que iba a pagarme.

– ¿Por qué te debía dinero?

– Porque yo se la chupaba a veces y…

– ¿Y?

– A veces le dejaba que me la metiera.

– ¿Sabías que era gay?

– ¿No era evidente?

– ¿Y el preservativo?

– Siempre utilizábamos condón. Una paranoia que tenía. Decía que no quería correr ningún riesgo. Decía que no sabía si yo tenía el sida o no. Pero yo no estoy infectado, dijo con énfasis, mirando a su hermana.

– Y consumes tabaco de mascar.

Miró a Erlendur con curiosidad.

– ¿Qué tiene eso que ver? -dijo.

– No importa. ¿Consumes tabaco de mascar?

– Sí.

– ¿Estuviste con él el día que lo apuñalaron?

– Sí. Me pidió que fuera a verle porque pensaba pagarme.

– ¿Cómo te localizó?

Reynir sacó su móvil del bolsillo y se lo enseñó a Erlendur.

– Cuando llegué estaba poniéndose el disfraz ese de Papá Noel -prosiguió-. Dijo que tenía que darse prisa en subir para la fiesta, me pagó lo que me debía, miró el reloj y vio que aún tenía media hora para divertirse un poco.

– ¿Tenía mucho dinero en su cuarto?

– No, que yo supiera. Solo vi el dinero que me pagó. Pero dijo que esperaba un mogollón de dinero.

– ¿De dónde?

– Eso no lo sé. Dijo que estaba sentado sobre una mina de oro.

– ¿A qué se refería?

– Era algo que pensaba vender. No sé lo que era. No me lo dijo. Solo me dijo que esperaba un mogollón de dinero, o mucho dinero, lo de mogollón no lo dijo. Él no usaba esas palabras. Siempre hablaba de una forma muy culta, utilizaba palabras finas. Era tremendamente educado. Un tío estupendo. Nunca me hizo nada. Siempre pagaba. Conozco a muchos que son peores que él. A veces solo quería charlar conmigo. Se sentía solo, o por lo menos eso decía. Decía que no tenía a nadie más que a mí.

– ¿Te contó algo sobre su pasado?

– No.

– ¿Nada de que en otros tiempos fue un niño prodigio?

– No. ¿Un niño prodigio? ¿En qué?

– ¿Viste por ahí algún cuchillo que pudiera proceder de la cocina del hotel?