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– Sí, vi que tenía un cuchillo, pero no sé de dónde lo había sacado. Cuando llegué a su cuarto estaba cortando algo del disfraz de Papá Noel. Dijo que para las próximas navidades tendría que conseguir uno nuevo.

– ¿Y no llevaba encima nada más que el dinero que te pagó?

– No, creo que no.

– ¿Le robaste?

– No.

– ¿Le robaste el medio millón que había en su habitación?

– ¿Medio millón? ¿Tenía medio millón?

– Tengo entendido que andas siempre falto de dinero. Es evidente la forma en que lo consigues. Te persiguen unos a los que debes dinero. Han amenazado a tu familia…

Reynir miró de soslayo, con ojos de reproche, a su hermana.

– No la mires a ella, mírame a mí. Gudlaugur tenía cunero en su cuchitril. Más del que te debía a ti. Quizás había vendido ya algo de su mina de oro. Viste el dinero. Le pediste más. Le haces (¿osas por las que crees que debería pagarte mucho mejor. Él se negó, discutisteis, tú agarraste el cuchillo e intentaste clavárselo, pero él se defendió hasta que conseguiste meterle el cuchillo en el pecho hasta la empuñadura, y lo mataste. Después cogiste el dinero…

– ¡Cabrón de mierda! -gritó Reynir-. ¡Eso es una puta mentira!

– … y luego has estado fumando hachís y pinchándote, o cualquier otra cosa que…

– ¡Hijoputa, cabrón! -aulló Reynir.

– Continúa con la historia -le gritó Osp-. Cuéntale lo que me contaste a mí. ¡Díselo todo!

– ¿Todo qué? -dijo Erlendur.

– Me preguntó si quería hacerle un favor antes de subir a la fiesta -dijo Reynir-. Dijo que tenía poco tiempo, pero que tenía dinero y me pagaría bien. Y cuando no habíamos hecho más que empezar llegó la tía esa y se nos echó encima.

– ¿La tía esa?

– Sí.

– ¿Quién era esa tía?

– La que nos interrumpió.

– Díselo -se oyó decir a Ösp detrás de Erlendur-. ¡Dile quién era!

– ¿De qué tía me estás hablando?

– Nos habíamos olvidado de echar la llave porque teníamos que darnos prisa, y de repente se abrió la puerta y se nos echó encima.

– ¿Quién?

– No tengo ni idea de quién era. Una tía vieja.

– ¿Y qué sucedió?

– No lo sé. Yo salí pitando. Ella le gritó algo a Gulli y yo me largué.

– ¿Por qué no viniste enseguida a contarnos todo esto?

– Procuro evitar a la policía. Hay toda clase de gentuza detrás de mí, y si se enteran de que hablo con la poli pensarán que estoy delatando a alguien y me lo harán pagar.

– ¿Quién era esa mujer que os interrumpió? ¿Qué aspecto tenía?

– No me fije mucho en cómo era. Salí por pies. Él se quedó hecho polvo. Me apartó de un empujón y gritó, muy asustado. Parecía aterrorizado de verla. Aterrorizado.

– ¿Qué gritó? -preguntó Erlendur.

– Steffi.

– ¿Qué?

– Steffi. Fue lo único que oí. Steffi. La llamó Steffi, y le tenía verdadero pánico.

32

La mujer estaba junto a la puerta de la habitación, dándole la espalda. Erlendur se detuvo, la miró un instante y vio cuánto había cambiado desde la primera vez, cuando entró en el hotel como una tromba, acompañada de su padre. Ahora no era más que una mujer de mediana edad, cansada, que seguía viviendo con su padre inválido en la misma casa que había sido su hogar durante toda su vida. Por motivos que él desconocía, aquella mujer había venido al hotel y había asesinado a su hermano.

Fue como si ella hubiera percibido su presencia en el pasillo, porque de repente se volvió y lo miró. Él fue incapaz de leer en su rostro lo que estaba pensando. Solo sabía que era la mujer a la que había estado buscando desde que entró por primera vez en el hotel y vio a Papá Noel sentado en su propia sangre.

Ella estaba inmóvil junto a la puerta y no dijo nada hasta que él llegó a su lado.

– Aún tengo algo que contarte -dijo ella-. Si es que aún tiene importancia.

Erlendur supuso que había ido a verlo por la mentira de su amiga, y que ahora habría decidido que ya había llegado la hora de contarle la verdad. Él abrió la puerta, ella entró, se acercó hasta la ventana y miró la nevada.

– Habían pronosticado una Navidad sin nieve -dijo ella.

– ¿Alguna vez te han llamado Steffí? -preguntó él.

– Me llamaban así cuando era pequeña -dijo ella sin dejar de mirar por la ventana.

– ¿Tu hermano te llamaba Steffí?

– Sí -dijo ella-. Siempre. Y yo siempre le llamaba Gulli. ¿Por qué lo preguntas?

– ¿Por qué viniste al hotel cinco días antes de la muerte de tu hermano?

Stefanía dejó escapar un profundo suspiro.

– Sé que no habría debido contarte una mentira.

– ¿Por qué viniste?

– Fue por sus discos. Considerábamos que teníamos derecho a tener unos cuantos. Sabíamos que él tenía muchos, probablemente todos los que quedaban de la edición en su época, y yo quería un porcentaje si decidía venderlos.

– ¿Cómo adquirió el sobrante de edición?

– Mi padre lo compró y lo guardó en casa, en Hafnarfjordur, y cuando Gudlaugur se marchó, se llevó las cajas. Dijo que los discos eran suyos. Suyos y de nadie más.

– ¿Cómo sabíais que pensaba venderlos?

Stefanía vaciló.

– También mentí sobre Henry Wapshott -dijo-. Lo conozco, aunque no mucho. Muy poco, si te digo la verdad. ¿No te mencionó él que había ido a vernos?

– No -dijo Erlendur-. Tiene unos cuantos problemas con los que lidiar. ¿Hay algo de cierto en lo que me has contado hasta ahora?

La mujer no respondió.

– ¿Por qué iba a creer lo que me estás diciendo ahora?

Stefanía calló y miró caer la nieve. Estaba ausente, como si se hubiera sumergido en una vida que tuvo mucho tiempo atrás, cuando desconocía la mentira y todo era verdadero, nuevo y limpio.

– ¿Stefanía? -dijo Erlendur.

– No se pelearon a causa de su voz o de su carrera de cantante -dijo de repente-. Cuando mi padre cayó por las escaleras. No fue por el canto. Esa es la última mentira, y la mayor de todas.

– ¿Te refieres a cuando se pegaron en las escaleras?

– ¿Sabes cómo le llamaban los chicos de la escuela? ¿El mote que le pusieron?

– Creo que sí -dijo Erlendur.

– Le llamaban La Pequeña Princesa.

– ¿Porque cantaba en el coro, y parecía afeminado y…?

– Porque lo vieron con un vestido de mamá -lo interrumpió Stefanía.

Se apartó de la ventana.

– Fue después de su muerte. Gulli la echaba horriblemente de menos, sobre todo cuando dejó de ser niño de coro y ya no era más que un chico corriente con una voz corriente. Papá no se enteró, pero yo sí. Cuando papá no estaba en casa, a veces se ponía las joyas de mamá y sus vestidos, y se miraba en el espejo, e incluso se maqueaba. Y en una ocasión, en verano, unos chicos que pasaban por delante de casa lo vieron. Estaban espiando por la ventana del salón. Lo hacían de vez en cuando, porque nos consideraban un poco extraños. Se echaron a reír y a burlarse de él sin la menor compasión. Desde entonces, en el colegio lo trataron como a un bicho raro. Los chicos empezaron a llamarlo La Pequeña Princesa.

Stefanía calló.

– Yo creía que simplemente echaba de menos a mamá -prosiguió-. Que aquello era una manera de acercarse a ella, poniéndose su ropa y sus joyas. Nunca creí que tuviera tendencias perversas. Luego salió a relucir lo otro.

– ¿Tendencias perversas?-dijo Erlendur-. ¿Es así como lo ves? Tu hermano era gay. ¿No se lo has podido perdonar? ¿Es ese el motivo por el que cortaste la relación con él durante tantos años?