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– … y le vi allí, bañado en su propia sangre…

Calló.

– … con aquel disfraz… con el pantalón bajado… cubierto de sangre…

Erlendur se acercó a ella.

– Dios mío -suspiró Stefanía-. Nunca en mi vida… Aquello era tan horrible que no puede describirse con palabras. No sé lo que pensé. Estaba tan asustada. Creo que lo único en lo que pensé fue en echar a correr y tratar de olvidar aquello. Igual que todo lo demás. Pensé que aquello no me concernía a mí. Que carecía de toda importancia que yo hubiera estado allí o no. Aquello había terminado, era demasiado tarde, y no tenía nada que ver conmigo. Me quité todo aquello de la cabeza, como si fuera una niña. No quería saber nada y no le conté a mi padre lo que había visto. No se lo conté a nadie.

Miró a Erlendur.

– Tendría que haber pedido ayuda. Naturalmente, tendría que haber llamado a la policía… pero… aquello… aquello era tan repugnante, tan antinatural… que eché a correr. Fue lo único en que pensé. En escapar. En huir de aquel lugar espantoso sin que nadie me viera.

Calló.

– Creo que siempre he estado huyendo de él. De una u otra forma, siempre he estado escapando de él. Siempre. Y allí…

Lloró en silencio.

– Habríamos podido intentar arreglar las cosas mucho antes. Yo debería haberlo hecho desde hace mucho tiempo. Ese es mi delito. Papá también lo quería, al final. Antes de morir.

Callaron. Erlendur miró por la ventana y comprobó que la nevada era menos intensa.

– Lo más espantoso fue…

Calló, como si la idea fuera insoportable.

– No estaba muerto, ¿es eso?

Stefanía sacudió la cabeza.

– Solo dijo una palabra, y murió. Me vio en la puerta y pronunció mi nombre. El nombre con que me llamaba cuando éramos pequeños. Siempre me llamaba Steffí.

– Y esos dos le oyeron decir tu nombre antes de morir. Steffí.

Miró extrañada a Erlendur.

– ¿Esos dos? ¿Quiénes?

La puerta de la habitación se abrió de repente con un portazo y Eva apareció en el umbral. Miró fijamente a Stefanía, luego a Erlendur y otra vez a Stefanía, y sacudió la cabeza.

– Pero ¿con cuántas te lo montas? -dijo, mirando a su padre con ojos acusadores.

33

No detectó ningún cambio en el comportamiento de Osp. Erlendur miraba como trabajaba, preguntándose si nunca daría señales de arrepentimiento o de sentir algún remordimiento por lo que había hecho.

– ¿Ya has encontrado a la Steffí esa? -dijo al verlo en el pasillo. Puso un montón de toallas en el cesto de ropa sucia y cogió otras limpias para la habitación. Erlendur se acercó y se detuvo junto a la puerta de la habitación, con la cabeza en otra parte.

Estaba pensando en su hija. Consiguió hacerle entender quién era Stefanía, y cuando esta se marchó, le pidió a Eva Lind que le esperara. No tardaría mucho, y luego se irían juntos a casa. Eva se sentó en la cama y él se dio cuenta de que había cambiado, que había vuelto a las andadas. Estaba alterada y empezó a acusarlo del caos en que se había convertido su vida, y él se quedó escuchando sin decir nada, sin contradecirla, ni aumentar más su enfado. Sabía por qué estaba enojada. No estaba arremetiendo contra él, sino contra ella misma, porque había recaído en la droga. No había sido capaz de controlarse por más tiempo.

Erlendur no sabía qué era lo que consumía. Miró su reloj.

– ¿Tienes prisa por algo? -dijo ella-. ¡Tienes prisa por salvar el mundo!

– ¿Puedes esperarme aquí? -dijo él.

– Vete a la mierda -dijo ella con voz dura y desagradable.

– ¿Por qué haces esto?

– Cállate.

– ¿Me esperarás? No tardaré y nos iremos a casa. ¿De acuerdo?

No le contestó. Se sentó con la cabeza inclinada y la vista vuelta hacia la ventana con la mirada perdida.

– Estaré de vuelta en un momento -dijo él.

– No te vayas -le rogó ella, su voz no era ya tan dura-. ¿Dónde te estás marchando siempre?

– ¿Qué pasa? -preguntó él.

– ¡¿Qué pasa?! -exclamó ella-. Pasa todo. ¡Todo! Maldita vida de mierda. Eso es lo que pasa, la vida. ¡Todo va mal en esta vida! No sé para qué sirve. No sé para qué se vive. ¡Para qué! ¿Para qué?

– Eva, será solo…

– ¡Dios mío, cómo la echo de menos! -suspiró.

Erlendur la abrazó.

– Todos los días. Al despertar por la mañana y al dormirme por la noche. Pienso en ella cada maldito día, en ella y en lo que le hice.

– Eso es bueno -dijo Erlendur-. Tienes que pensar en ella todos los días.

– Pero es tan difícil, y nunca consigo quitármelo de encima. Nunca. ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué se puede hacer?

– No olvidarla. Piensa en ella. Siempre. Así, ella te ayudará a ti.

– Dios mío, cómo lamento lo que le hice. ¿Qué clase de persona soy? ¿Qué clase de persona puede llegar a hacer algo así? A su propia hija.

– Eva. -La abrazó y apoyó la cabeza en su hombro, y los dos se quedaron sentados en el borde de la cama mientras la nieve caía silenciosa sobre la ciudad.

Al cabo de un buen rato, Erlendur le susurró que lo esperara en la habitación. Se la llevaría a casa y festejaría la Navidad con ella. Se miraron a los ojos. Eva se había tranquilizado y le dijo que sí con la cabeza.

Ahora Erlendur estaba junto a la puerta de un dormitorio del piso inferior, mirando a Ösp trabajar, pero sin poder dejar de pensar en Eva. Sabía que tendría que darse prisa en volver a su lado, llevarla a casa y pasar la Navidad con ella.

– Hemos hablado con Steffí -dijo Erlendur, ya dentro de la habitación-. Se llama Stefanía y es la hermana de Gudlaugur.

Ösp salió del baño.

– ¿Y qué, lo niega todo, o…?

– No, no niega nada -dijo Erlendur-. Reconoce su culpa y está intentando comprender qué fue lo que se torció, cuándo sucedió, y por qué. No se siente nada bien, pero está intentando recomponer las cosas consigo misma. Es difícil para ella, porque ya es demasiado tarde para remediar lo que pasó.

– ¿Ha confesado?

– Sí -dijo Erlendur-. Casi todo. De verdad. No lo ha expresado con palabras, pero es consciente de su culpa en todo este asunto.

– ¿Casi todo? ¿Qué quiere decir eso?

Ösp pasó por delante de él para coger el detergente y una bayeta y volvió a entrar en el baño. Erlendur entró en la habitación y la vio trabajar como otras veces, cuando el caso era todavía un misterio y ella era casi amiga suya.

– En realidad, todo -dijo Erlendur-. Excepto el crimen. Es lo único con lo que no está dispuesta a cargar.

Ösp echó detergente en el espejo del baño sin hacer gesto alguno.

– Pero mi hermano la vio -dijo-. La vio apuñalar a Gudlaugur. No puede negarlo. No puede negar que estuvo allí.

– No -dijo Erlendur-. Estaba en el sótano cuando Gudlaugur murió. Pero no fue ella quien le apuñaló.

– Claro que fue ella, Reynir la vio -dijo Osp-. Esa mujer no puede negarlo.

– ¿Cuánto les debes tú?

– ¿Que cuánto les debo?

– Sí, ¿cuánto es?

– ¿Que debo a quiénes? ¿De qué me estás hablando?

Ösp frotaba el espejo como si fuera cuestión de vida o muerte, como si parar significara reconocer que todo había acabado: la máscara caería y tendría que rendirse. De modo que siguió echando detergente y frotando, y evitando mirarse a sí misma a los ojos.

Erlendur la miró, y a su mente acudió una frase de un libro que leyó en cierta ocasión sobre una pobre pordiosera de tiempos remotos: «Era una hija ilegítima del mundo».

– Una colaboradora mía, que se llama Elínborg, acaba de comprobar un informe con tu nombre en el servicio de Urgencias -dijo-. En Urgencias para víctimas de violación. Fue hace aproximadamente seis meses. Eran tres hombres. Sucedió en un bungalow, cerca de Raudavatn. No dijiste nada más. Dijiste que ignorabas quiénes eran. Te secuestraron un viernes por la noche cuando paseabas por el centro y te llevaron al bungalow, y allí te violaron, uno tras otro.