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– No más extraño que su propia visita -dijo el marqués-. Pensaba que Brighton era más de su agrado.

– Ah, pero se podría decir que he venido por un deber familiar. Sin duda sabe que cuento a lady Culpepper entre mis parientes, ¿verdad? -cuando Ashdowne asintió con gesto aburrido, Savonierre exhibió una leve sonrisa, como una especie de depredador. Se adelantó, dando la apariencia de que los amenazaba, y ella retrocedió un paso, mas el marqués no se movió-. Vine de inmediato al enterarme del robo de las esmeraldas -explicó. Miró a los allí congregados y luego volvió a concentrarse en Ashdowne-. Reconozco que me siento un poco decepcionado con el detective de Bow Street que contraté. Han pasado cuatro días y aún no ha descubierto al ladrón.

– Mantengo mis propias sospechas -intervino ella, aprovechando el tema que más la atraía. Pero antes de que pudiera proseguir, Ashdowne se adelantó.

– ¿Conoce a la señorita Bellewether? Es una investigadora aficionada que ha seguido el caso muy de cerca.

– ¿Sí? -Savonierre la miró con intensidad.

Aunque por lo general no desperdiciaba las oportunidades para exponer sus teorías, se sintió incómoda bajo ese escrutinio.

– Tal vez yo tenga éxito donde el señor Jeffries no lo ha conseguido -afirmó con sencillez cuando pudo hablar.

En vez de mostrarse desdeñoso como otros hombres, Savonierre la observó con una sonrisa extraña. Inclinó la cabeza ante ella.

– Tal vez así sea, señorita Bellewether. Lo desearía.

El tono que empleó exhibía una promesa oscura que hizo que Georgiana contuviera el aliento, que no soltó hasta que él se despidió.

– ¿Quién es? -le susurró a Ashdowne-. ¿Y por qué te odia tanto?

Durante un momento él guardó silencio y contempló la figura que se alejaba con una expresión tan peligrosa que Georgiana temió que fuera tras él con alguna intención violenta. Ansiosa, tiró de su manga hasta que la miró, con el rostro rígido.

– Ciertamente le desagrado, aunque desconozco el motivo. Sin embargo, se trata de un hombre muy poderoso al que no hay que tomarse a la ligera -volvió a mirar en la dirección que se fue Savonierre y pareció recuperar su aplomo habitual. La tomó del brazo, lo apretó con suavidad, y la instó a moverse entre la gente.

Por desgracia, el señor Hawkins había desaparecido.

Diez

Para inmenso alivio de Georgiana, de inmediato vieron que el vicario abandonaba el Pump Room; se dedicaron a seguirlo. Aunque esperaba una repetición de la agenda del día anterior, en esa ocasión el señor Hawkins se trasladó a una zona más residencial.

Fueron tras él hasta llegar a un vecindario más modesto que aquel en el que vivía, pero no poco elegante como para causarle alarma a ella. Se sentía a salvo con Ashdowne, y aunque él insistía en que dieran la vuelta, Georgiana no aceptó.

– Este es el tipo de lugar donde existen más probabilidades de que se delate -arguyó-. Puede que incluso haya quedado con algún tratante de objetos robados. ¡Es posible que lo sorprendamos con las manos en la masa!

– Eso es lo que temo -musitó Ashdowne, pero a regañadientes se quedo a su lado.

Aunque parecía considerar el renovado entusiasmo de ella con renuencia, no volvió a quejarse y Georgiana pudo concentrar toda su atención en el vicario.

Y estaba claro que el señor Hawkins tramaba algo. Cuando entró en un callejón y se detuvo en una puerta, ella estuvo a punto de juntar las manos con alborozo, pues daba la impresión de que al fin iba a actuar. Como si quisiera confirmar sus sospechas, el vicario miró a su alrededor con gesto furtivo antes de llamar, aunque no vio a Ashdowne o a Georgiana, ocultos detrás de la esquina de un edificio, desde donde se asomaban con intermitencia.

Cuando la puerta se abrió, Hawkins entró sin pérdida de tiempo. Georgiana cruzó la calle, ansiosa por inspeccionar el lugar. Por desgracia, el callejón no le reveló nada, de modo que se adentró en el jardín posterior del edificio, una zona mal conservada llena de basura. Allí había otra puerta flanqueada por dos ventanas. Le indicó a Ashdowne que se diera prisa mientras se subía a una piedra para asomarse al cristal. Gimió con frustración al ver una cocina diminuta y oscura.

Reacia a rendirse, bajó al suelo y, sin prestar atención a su falda, trepó por encima de las basuras hasta alcanzar la otra ventana. Pero se hallaba demasiado alta para que pudiera captar algo. Iba a indicarle a su ayudante que acercara algunas piedras caídas cuando unos sonidos procedentes del cuarto que intentaba ver llamaron su atención.

Eran sonidos muy raros. Desconcertada, se acercó más al edificio y escuchó. Al principio solo capto una especie de gemido bajo, acentuado por restallidos. Al quedarse quieta, esos últimos se volvieron más pronunciados y los gemidos parecieron manifestaciones de dolor. Alarmada, miró a Ashdowne.

– ¡Está matando a alguien ahí dentro! -susurró horrorizada. Entonces algo en los gritos le resultó familiar y reconoció la voz del señor Hawkins-. No -corrigió-. ¡Alguien lo está matando a él!

Se lanzó hacia la entrada posterior decidida a detener esa carnicería. No importaba que fuera un ladrón despreciable, no podía quedarse inmóvil mientras el señor Hawkins recibía su fin.

– ¡No! ¡Aguarda! -pidió Ashdowne en voz baja.

Pero Georgiana no estaba de humor para la cautela. La puerta se abrió con facilidad y entró en la tenue cocina, donde los olores rancios de comida se mezclaban con un aroma abrumador de perfume. Se detuvo un momento para recuperar el aliento cuando el grito de Hawkins desgarró el aire. Se lanzó hacia el umbral de un cuarto pequeño y deslucido y contempló la escena asombrada.

El buen vicario, tan estoico y superior durante sus breves conversaciones, estaba apoyado sobre una silla de terciopelo rojo, con el trasero desnudo sobresaliendo al aire. De pie había una mujer, enfundada en un atuendo extraño con un látigo en la mano. Era una escena tan increíble que Georgiana no realizó ningún movimiento más para ir en su ayuda; se preguntó por qué seguía sobre la silla si no estaba atado.

De hecho, parecía dar la bienvenida al castigo de la mujer. Vio que el látigo que blandía no era corriente, sino hecho de un material suave que no daba la impresión de causar daño alguno al trasero rígido del vicario. Este lo meneaba como si estuviera ansioso de recibir el tratamiento, a pesar de que aullaba y suplicaba misericordia.

Por su parte, a la mujer, que llevaba unas botas altas adornadas con unas borlas y una especie de chaqueta militar ceñida y poco más, se la veía más bien aburrida con el ejercicio. Tenía un látigo de verdad que restallaba sobre el suelo mientras entre bostezos empleaba el inocuo sustituto sobre Hawkins.

Toda la situación era tan desconcertante y al mismo tiempo tan absurda que Georgiana quedó paralizada entre un jadeo y una carcajada;

Muda, permaneció en su sitio hasta que sintió el calor de una mano en su cintura. Era Ashdowne, desde luego, pero los nervios de ella se hallaban estirados al límite y se sobresaltó, atrayendo la atención de la mujer poco vestida.

Se volvió hacia ellos con una expresión de irritación.

– Solo un cliente por vez -expuso. Enfadada, se concentró en el trasero del vicario-. Si es idea tuya ya puedes olvidarla. ¡Trabajo sola! Soy una artista y no quiero saber nada de tus orgías.

– ¿Qué? -Hawkins alzó la cabeza; indignado, se atragantó y se levantó los pantalones mientras intentaba levantarse-. ¿Qué hacen aquí? -gritó boquiabierto al mirar a Georgiana y Ashdowne. Miró a su compañera-. Si crees que puedes chantajearme, tengo noticias para ti, bruja. ¡No me sacarás ni un penique!

– ¡Aguarda un momento! ¡Yo no sé nada de esos dos! -alzó las manos que aún sostenían los látigos.