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Cuando la cuchara cayó con estrépito sobre la mesa ambos recobraron la conciencia del entorno. Ashdowne podría haberse maldecido por su desliz. ¿Y si los hubiera visto alguien? ¿En qué pensaba para comportarse de esa manera en un lugar público? Ya estaba rozando los límites del decoro al aparecer tan a menudo como acompañante de Georgiana.

– Yo creo que ha sido suficiente -musitó ella apartando la vista.

A pesar de lo que le indicaba cada parte sensata de su cuerpo, él no deseaba que se alejara. De hecho quería llevarla a Camden Place, echar a todos los criados y hacer el amor con ella en cada horrible mueble de la casa.

– ¿Qué vamos a hacer? -susurró Georgiana de un modo que hizo que Ashdowne contuviera el aliento-. Ahora el señor Jeffries se sentirá inclinado a quitar la fe que había depositado en mí.

Con un sobresalto, él se dio cuenta de que no era el ardor insatisfecho que crepitaba entre ellos lo que la molestaba, sino el maldito caso. Tuvo que contener una carcajada mientras su expresión volvía a mostrar un interés cortés.

– Siendo un hombre, no te haces idea de los obstáculos a los que siempre he tenido que enfrentarme -se quejó ella-. Tu género te garantiza un mínimo de respeto, sin importar lo descabelladas que sean tus ideas. El mismo Bertrand, que jamás logró sobresalir en su educación, es tomado con más seriedad que yo.

Aunque le costaba creer que alguien pudiera concederle mucho respeto a su lánguido hermano, hubo de reconocer que quizá tuviera razón en todos los demás puntos. Resultaba un comentario triste sobre la población masculina, aunque jamás había concedido mucha estima a sus congéneres.

– Con solo mirarme, todos menos los más perspicaces ven a una muñeca con la cabeza hueca a la que hay que admirar por su apariencia exterior, ¡algo sobre lo cual yo carezco de control! Ciertamente, mi así llamada belleza no ha sido una bendición, sino una maldición -gimió.

– Analizas tu aspecto bajo un prisma equivocado, Georgiana -dijo, sintiéndose un poco culpable-. Siempre te has opuesto a ella, cuando lo que tendrías que haber hecho era aprender a usarla a tu favor.

– ¿Cómo? -preguntó desconcertada.

– En manos de una modista superior, serías incomparable. Viste como le corresponde a los atributos que te dio Dios y preséntate al mundo. Y cuando este te observe, demuéstrale que también posees una mente. Permite que tu belleza te abra las puertas mientras tu ingenio te mantiene allí.

– ¿Qué puertas? ¡No hay nadie a quien impresionar salvo petimetres engreídos y ancianos con gota! -exclamó.

– No me refiero a Bath, sino a Londres -se animó con su propia sugerencia-. Allí podrías ser la reina de los salones más selectos, donde las discusiones no se ven limitadas a los últimos rumores, sino a la política, el arte y la literatura -sabía que su título, si no sus méritos pasados, le brindaría acceso a esos grupos, y sonrió ante la idea de que Georgiana los sacudiera con su presencia.

– Pero, ¿cómo diablos voy a ir a Londres? -inquirió-. Jamás podré convencer a mi padre de que vaya. Ya empieza a quejarse de Bath, pues anhela sus comodidades diarias. Es un hombre de hábitos hechos y no le gusta modificarlos, ni siquiera para mejorar.

Fue el turno de Ashdowne de poner expresión estúpida, ya que se dio cuenta de lo ridículo que debió sonar. Había hablado como si pudiera patrocinarla, cuando, desde luego, eso era imposible, porque no estaba emparentada con él de ninguna manera. Entonces se desinfló, como si todo su manifiesto entusiasmo se hubiera desvanecido, dejándolo vacío.

– Perdona -musitó, sintiéndose tonto. La situación que había descrito sería la ruina de Georgiana si apareciera acompañada solo por él, aunque no era capaz de imaginarla con otro-. ¿No tienes familia en Londres?

– No.

– ¿Nadie a quién puedas visitar o que te pueda acoger?

– Bueno, está mi tío abuelo, Silas Morcombe -reconoció tras pensar un rato.

– Quizá tu tío pueda idear algo para que vayas a visitarlo -sugirió con alivio.

– Quizá. Pero dudo que mi madre lo acepte, ya que considera que no guardaría el decoro correcto. Es un hombre soltero, y jamás le presta demasiada atención a nada salvo a sus últimos estudios. No creo que me acompañara a ningún salón, aunque dispusiera de tiempo -apoyó el mentón en la palma de la mano y suspiró-. No, sería mejor que me hiciera famosa, entonces otros vendrían a verme a mí, sin importar donde estuviera. Si pudiera solucionar este caso, entonces al fin ganaría el respeto que busco. No solo me sentiría reivindicada, sino que podría aprovechar todos mis conocimientos.

Mientras la observaba, los ojos de Georgiana adquirieron un brillo nebuloso y sonrió, provocándole anhelos en lugares inesperados y que no quería examinar. Se sintió arrastrado a la dulce locura que era ella, incapaz de escapar de su influjo.

– ¿Sabes? -prosiguió Georgiana-, mi mayor deseo siempre ha sido convertirme en una especie de consultora y que la gente de todo el país fuera a verme para plantearme sus misterios -murmuró.

De repente él se puso serio. Al principio los esfuerzos de Georgiana de solucionar el robo del collar de lady Culpepper lo habían divertido e incluso gustado, pero en ningún momento había imaginado que el deseo de ella iba más allá de la gratificación de apresar al culpable del hurto. Entonces comprendió la realidad de sus intentos: el logro de un sueño de toda la vida.

La culpabilidad que hasta entonces había logrado mantener a raya aterrizó sobre su espalda con todo su peso. Se dijo que la consecución del sueño no dependía del robo. Sabía que habría otros casos, aunque hubo de reconocer que ninguno tan famoso, en particular en la tranquila ciudad de Bath.

Pero, ¿qué pasaba con Londres? Quizá pudiera convencer a su tío o a alguna otra persona para que la invitara allí. Sabía que podía forzar a su cuñada para que patrocinara a Georgiana, pero no tenía mucha fe en el juicio de esa criatura insípida. Y la idea de Georgiana suelta, sin protección, entre los hombres de Londres era demasiado horrenda. Tampoco le agradaba confiar su seguridad a un tío abuelo soltero que no cuidaba del decoro.

De hecho, en la única persona que confiaba para cuidar de ella era en sí mismo, lo cual le provocó algunas ideas descabelladas. Intentó mantener un semblante normal.

Sin duda fracasó, porque Georgiana no tardó en notar su silencio y lo observó.

– ¡Oh, cielos, se te ve tan angustiado como a mí! Que desconsiderada he sido al no tener en cuenta tu propia decepción -le palmeó el brazo con simpatía.

Y como a él le resultaba imposible manifestar un pensamiento coherente, asintió, deseoso de irse a casa y aclarar el torbellino que daba vueltas en su cabeza. Sabía que necesitaba estar solo, ya que dudaba de su capacidad para pensar con claridad al mirar esos limpios ojos azules.

Once

Ashdowne seguía agitado cuando llegó a Camden Place después de acompañar a Georgiana a la residencia de sus padres. Se sentía acalorado y estremecido, como alguien que hubiera sobrevivido a un rayo… o un hombre desgarrado entre el sentido común e ideas salvajes.

– Necesito una copa -le dijo a Finn mientras se dirigía al estudio. Se dejó caer en uno de los duros sillones y por una vez no notó la incomodidad de los muebles.

– Bien, milord -el irlandés fue detrás de él. Cerró la puerta y se acercó al aparador, mirando a Ashdowne por encima del hombro-. ¿Qué me dice de la señorita? ¿La ha abandonado a sus propios recursos?

Ashdowne frunció el ceño. Se había sentido tan consumido por sus propios pensamientos que había olvidado el molesto hábito de Georgiana de meterse en problemas en su ausencia.

– Al menos de momento se ha quedado sin sospechosos -musitó, más para tranquilizarse a sí mismo.

Finn no dijo nada al atravesar el estudio y entregarle una copa finamente tallada. Ashdowne le dio las gracias y contempló las profundidades del oporto como si en ellas buscara una respuesta. Al no aparecer ninguna, narró los acontecimientos de la tarde para gran diversión del irlandés.